– No lo hagas nunca más, Rye.

Él se limitó a tragar con dificultad, y pronunció su nombre de una manera extraña, adulta:

– Laura.

La atrajo con brusquedad hacia sí otra vez y se dieron un beso que no acababa, asustados de lo que sus cuerpos exigían pero haciéndoles caso, de todos modos, pues no pasó mucho tiempo antes que se acercaran a la lona donde se habían tendido la vez anterior, incluso sin advertirlo. Por un acuerdo tácito, se pusieron de rodillas sin dejar de besarse, y luego se tendieron sobre caderas y codos, buscando esa cercanía que habían experimentado y que no podían olvidar.

Y esta vez, cuando la mano de él se deslizó bajo las faldas, las piernas de Laura se abrieron, dispuestas, anticipando la excitación de la íntima caricia. Como antes, su cuerpo ansió la exploración y floreció al contacto. Cuando la mano se acercó al botón de su calzón, supo que debía detenerlo, pero no pudo. La mano se metió dentro, recorriendo la superficie tibia de su vientre y encontrando sin demora el nido de vello recién nacido, titubeando en el umbral de su femineidad, hasta que ella se removió, inquieta, y de su garganta escapó un gemido suave.

Laura sintió que le explotaría el corazón de ansiedad mientras aguardaba al borde de lo prohibido. Sin embargo, cuando al fin los dedos recorrieron los milímetros finales para descubrir la esencia de su sedosa feminidad, se sobresaltó.

Rye retiró los dedos de inmediato y se retrajo.

– ¿Te he hecho daño?

Los ojos azules estaban agrandados de miedo, viendo cómo luchaban dentro de Laura el deseo carnal y la moral.

– No… no. Hazlo otra vez.

– Pero, ¿y si…?

– No sé… hazlo otra vez.

Cuando los dedos inexpertos la sondearon por segunda vez no saltó, pero cerró los ojos y descubrió una gran maravilla. Rye siguió, torpe, todavía sin destreza, aunque eso no importaba porque no necesitaba dominar la técnica sino explorar.

– Rye -susurró unos instantes después-, ahora ya es seguro que nos iremos al infierno.

– No, no nos iremos. Le pregunté a alguien, y me dijo que hace falta mucho más para irse al infierno.

Laura se apartó con brusquedad y le retiró la mano.

– ¿Qué? ¿Le preguntaste a alguien? -repitió, horrorizada-. ¿A quién?

– A Charles.

Suspiró aliviada al oír mencionar a un primo mayor de Rye, casado, al que ella casi no conocía.

– ¿Qué le preguntaste?

– Si creía que un hombre podía irse al infierno por acariciar a una mujer.

– ¿Y él, qué dijo?

– Se rió.

– ¿Se rió? -repitió Laura, perpleja.

– Después me dijo que si así fuese el infierno, él podría prescindir del paraíso. Y me dijo…

Se interrumpió en mitad de la frase, y acercó otra vez la mano al sitio secreto.

Pero Laura lo interrumpió otra vez, preguntando:

– ¿Qué te dijo?

Vio que Rye enrojecía y apartaba la vista. En algún rincón del almacén, el gato emitió un ruido suave.

Por fin él la miró de nuevo y exhaló un hondo suspiro.

– Cómo hacer las cosas.

Laura se quedó mirándolo, muda, y de repente la asaltó un miedo abrumador ante esos misterios que Rye ya conocía.

Se incorporó de golpe.

– Está acercándose la hora de la comida, y madre estará esperándome.

Antes de que pudiese detenerla, ya se había puesto de pie y caminaba hacia la puerta. Rye también se incorporó, alzando una rodilla para apoyar el codo.

– Reúnete conmigo mañana, aquí, después de la comida -dijo en voz baja, contemplando la espalda de la muchacha, que vacilaba, con la mano en el pomo de la puerta.

– No puedo.

– ¿Por qué?

– Porque iremos a la casa de la tía Nora.

– Entonces, la noche siguiente.

– ¡Rye, nos meteremos en problemas!

– No, no es así.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque Charles me lo explicó.

Pero eso no tenía sentido para Laura, pues en su mente la palabra problemas tenía un significado vago. Al mencionarla, sólo se refería a que si seguían merodeando por ahí, corrían el riesgo de que los sorprendiesen, aunque intuyó que él quería decir otra cosa.

– ¿Tienes miedo, Laura?

– No… sí… no sé lo que puede pasar.

Tras esto, salió de prisa y cerró de un portazo.

Sin embargo, la curiosidad natural mandaba en el cuerpo floreciente de Laura. Esa noche, acostada en su propia cama, evocó la caricia de Rye -¡ese contacto, ah, lo que le había hecho ese contacto!-, y se pasó las manos por los pechos, intentando recuperar la exquisita sensación de los dedos ásperos de él. Pero, por alguna razón, los suyos eran incompetentes, y la dejaron con las ganas. Se metió los dedos para tantear la entrada a su virginidad, y descubrió que estaba húmeda con sólo pensar en Rye. ¿Qué le enseñaría, si se encontraban a la noche siguiente? Muchos misterios, aunque de algo estaba segura: lo único que lograba tocándose era llenarse de deseos de que la tocara Rye. Sabía que estaría esperándola en la caseta, y la idea de dar el paso siguiente con él la llenaba de extraños sentimientos, placenteros y repelentes a la vez.

El día siguiente se arrastró como si fuese una década, pero cuando al fin llegó la hora convenida, Laura llegó antes que Rye, y se sentó sobre un rollo de tela alquitranada, con el gato en el regazo. AI oír pasos en los escalones de fuera, el corazón se le agitó, temeroso. ¿Y si era otra persona… el viejo Hardesty, o… o…?

Pero era Rye, con una camisa limpia de muselina, pantalones negros rectos con botones de latón, el cabello recién peinado y las botas brillando de manera desusada.

Esta vez, los ojos de ambos se encontraron con firmeza y las miradas se sostuvieron: él desde la puerta, a unos tres metros de donde ella estaba encaramada. Las sombras del anochecer eran largas; sólo el borde del alféizar de la ventana estaba iluminado de oro. El almacén ya les daba una sensación segura y familiar.

– Hola -la saludó en voz baja.

En el rostro de Laura brotó una sonrisa:

– Hola.

Al verlo se le estremeció el corazón, y su cuerpo tembló de expectativa. Pero siguió rascando la cabeza del gato con fingida indiferencia, mientras Rye se acercaba y se sentaba sobre el duro rollo de lona, junto a ella. También él estiró la mano para acariciar al gato y, como la primera vez, sus dedos tocaron los de Laura como por casualidad, después adrede, hasta que, al fin, dejaron de dar rodeos y se tomaron las manos con fuerza, mirando los dos cómo el pulgar de él acariciaba la base del de ella.

Como por acuerdo previo, las miradas se encontraron, y Laura sintió que crecía su impaciencia por enterarse de más de lo que Charles le había explicado a Rye. Los ojos castaños estaban agrandados, los labios abiertos en femenina espera, y Rye le apretaba la mano con tanta fuerza que le ardía la piel. Él ladeó la cabeza, ella alzó el rostro, bajaron los párpados y los labios se encontraron en un primer saludo tierno, como el leve toque del ala de una mariposa sobre una hoja.

Rye echó la cabeza atrás, y las miradas se encontraron otra vez, llenas de anhelo e incertidumbre y con absoluta conciencia del pecado.

– Laura -exclamó él, ronco.

– Rye, todavía estoy asustada.

Le echó los brazos al cuello, y sintió el mentón suave contra la sien mientras se abrazaban, prendidos como dos gaviotas encaramadas a un peñol. Rye se deslizó hasta el suelo, tiró de ella, y se tendieron los dos de costado, cara a cara, aferrándose con labios y brazos ansiosos. Se besaron con feroz impaciencia, uniendo pechos y caderas con toda la fuerza que permitía la naturaleza, hasta que la mano de Rye avanzó lentamente desde el omóplato de Laura hacia el pecho, acariciándolo a través del fino algodón primaveral, haciéndolo florecer como las lilas que crecían fuera del nido acogedor de los dos. Laura se acercó a su mano y luego se echó atrás, como un cuerpo al que la rompiente arrastrara mar adentro y empujara, alternativamente, hacia la costa, hasta que al fin, la mano de él bajó a la cintura, donde se demoró como reuniendo coraje para ir luego a las enaguas y levantarlas durante largos minutos expectantes.

A cada instante del recorrido, Laura pensaba que debía detenerlo, recordarle la existencia del infierno. Y, sin embargo, con el aliento agitado, le despejaba el camino. Le tocó la pierna desnuda, y ella no dijo nada. Le tocó el borde del calzón, y siguió sin decir nada. Le desabotonó la cintura, y ella se estiró, aceptándolo.

Luego, la mano descendió y sus piernas se separaron para recibir otra vez su caricia. Sentía todo el cuerpo líquido y caliente, y el pulso acelerado. De la garganta de Rye brotaron gemidos quedos, mitad quejidos, mitad elogio, hasta que le dijo en el oído, con voz grave:

– Tú también debes tocarme, Laura.

El instinto le indicó que él se refería a que lo tocara en el mismo lugar que él a ella, pero le pareció que tenía los dedos entretejidos con la tela de la camisa, de Rye. Los labios del muchacho estaban posados sobre los suyos, y luego la lengua recorrió el labio inferior y siguió avanzando hacia la oreja.

– Laura, no tengas miedo.

Pero tenía miedo: acudió allí con una limitada idea de lo que él podía hacerle a ella, pero ignorándolo todo acerca del papel de la mujer en todo eso. Rye le besó la oreja, y Laura cerró los ojos con fuerza y se mordió el labio inferior. Él le había preguntado a Charles, ¿verdad? Charles debía de saber. Entendía que muchachas y muchachos tenían diferente forma, pero hasta entonces jamás se había preguntado por qué. ¿Qué pasaría si ella metía la mano? ¿Él también estaría humedecido? ¿Y después, qué? ¿Cómo podía tocarlo?

Su mano, apoyada en el torso de él, se humedeció. Contuvo el aliento, llevó la mano a la cadera de Rye, y se detuvo, temerosa. Él la besó para animarla, murmurando su nombre y empujándole la mano hasta que comenzó a moverse poco a poco… hasta que al fin se detuvo, con el dorso de los nudillos en contacto con los botones de la bragueta. Sus caderas iniciaron un movimiento ondulante, lento, y ella lo rozó atrás y adelante, sin sentir mucho más que la textura irregular de los pantalones y la frialdad de los botones de latón.

Sin avisar, la mano de Rye atrapó la suya, la dio la vuelta y la apretó con fuerza contra los botones. En la mente de Laura explotaron locas preguntas. ¿Por qué él no tenía la forma que ella le atribuía a los hombres? ¿Qué era ese bulto que, incluso a través de la lana y los botones, sentía más grande que lo que había visto al espiar a los niños desnudos?

Rye le sujetó la mano con firmeza, haciéndola subir y bajar, para luego ahuecarla contra él, bien abajo, donde los pantalones estaban tibios y húmedos. De repente, se apartó rodando y cayó de espaldas contra la lona, con los ojos cerrados, y las piernas estiradas. Aún así, no le soltó la muñeca, y fue guiando la mano arriba y abajo, recorriendo el misterioso bulto. Los dedos de Laura se volvieron audaces y empezaron a explorar, contando los botones: uno, dos, tres, cuatro, cinco… el bulto terminaba a la altura del quinto.

Rye giró el rostro hacia ella y abrió los ojos. Se pasó la lengua por los labios resecos, y Laura contempló esos conocidos ojos azules, en los que descubrió una expresión que, hasta ese momento, nunca había visto. Ahora estaba sentada, más alta que él, respirando con fuerza entre los labios trémulos, los ojos dilatados y graves, desbordantes de asombro. La mano de Rye la soltó, sus caderas empezaron a subir y bajar rítmicamente, y sólo cerró los ojos otra vez cuando sintió que la mano de Laura se quedaba para complementar el ritmo de sus movimientos.

Laura contempló su mano, sintiendo que los botones de bronce se calentaban, rozándole la palma, viendo cómo vientre y el torso de Rye se sacudían, agitados, como si acabara de participar en una competición de natación.

– ¿Laura?

El nombre, dicho con voz ahogada, la hizo volver la vista a la de él.

– Bésame, al mismo tiempo que haces eso.

Se inclinó sobre él y, cuando las lenguas se encontraron, calientes y mojadas, los impulsos de Rye se hicieron más pronunciados. Entonces sintió que le rodeaba otra vez la muñeca con los dedos y llevaba su mano al primer botón de su propia cintura. De manera instintiva, supo lo que él quería de ella y empezó a apartarse, pero Rye la sujetó con una mano de la nuca y la obligó a quedarse donde estaba.

Logró liberar la boca, sacudió la cabeza y retorció la mano para soltarla.

– ¡No, Rye!

– Yo te lo hice a ti. ¿Acaso no crees que yo también estaba asustado?

De repente, le pareció que los ojos de él ardían de cólera mientras retenía su mano, hecha un puño en su cintura.

– No puedo.

– ¿Por qué?

– Es que… no puedo, eso es todo.

Rye se incorporó; apoyándose en el rollo, rodó un poco hacia ella y su tono colérico se convirtió en otro más cálido para darle ánimos.