– Oh, Laura, vamos, no te asustes. Te aseguro que no pasará nada malo. -Hizo llover leves toques de los labios sobre la cara de la muchacha hasta que los dedos se aflojaron. Le acarició con suavidad el dorso de la mano, que estaba apoyada sobre su estómago, encima de la hebilla del pantalón-. Laura, ¿no quieres saber cómo soy?

Ah… claro que quería, claro que sí. Pero era más fácil permitir que alguien la tocara, que ser la que tocase. Sin embargo, un instante después, el propio Rye desabrochaba los botones de latón, mientras la mano temblorosa de Laura seguía posada sobre su estómago. Se inclinó sobre ella y la besó con ternura, como para asegurarle que todo estaba bien. Alzando la cadera, sacó fuera el faldón de la camisa y, de repente, la barrera entre la mano de Laura y su propia piel había desaparecido. Una vez más, le sujetó la muñeca y llevó la mano hacia algo tan caliente que la muchacha se retrajo. Sin embargo, él, inflexible, llevó la mano de Laura hacia su carne y cubrió los dedos trémulos con los suyos, formando con la mano de ella un estuche donde se deslizó su larga y sedosa sorpresa. ¡Dios!, ¿hubo alguna vez una piel tan tersa, tan caliente? Era más suave que la piel tierna del labio interior, que la lengua de Laura había recorrido tantas veces. Era más caliente que el interior de la boca de él, que conocía tan bien como el de la suya propia. Rye le sujetó los dedos muy apretados, y la obligó a acariciarlo hacia arriba y abajo, al tiempo que Laura sentía que el corazón iba a explotarle dentro del pecho. «¡Me iré al infierno, me iré al infierno!». Aún así, ya no había amenaza del infierno que pudiese arrancar su mano del cuerpo de él. Experimentó, moviendo la piel sedosa con tierna curiosidad, reconociendo cada protuberancia y cada hueco del miembro masculino hasta que él cayó hacia atrás en actitud de abandono, soltando la mano de ella. Laura miró y vio por primera vez lo que sostenía. En la penumbra creciente, parecía tener el color más intenso que algunas flores en el jardín de su madre. Avergonzada ante lo que veía, sintió que ella también se ponía del mismo color, y apartó la vista. En ese momento, Rye emitía un sonido gutural en la culminación de cada caricia, hasta que un momento después recorrió su cuerpo un estremecimiento que la asustó, y las caderas se sacudieron de una manera que la atemorizó más que ninguna otra cosa que le hubiese sucedido hasta entonces. Sin embargo, aunque ella intentó aparase, él la retuvo hasta que, poco después, algo tibio y mojado se derramó sobre el dorso de su mano y se escurrió entre sus dedos.

– ¡Rye, oh, Rye, basta! -Tenía la voz estrangulada por el temor-. Algo malo sucede. Creo que estás sangrando.

Tenía miedo de mirar y comprobarlo. Debía ser sangre. ¿Qué otra cosa podía ser, húmeda y caliente? Rompió a llorar.

– Laura, shh… -Estaban tendidos en el suelo, la cabeza de la muchacha en el hueco del codo de él, y Rye se volvió para acercar la mejilla de ella a sus labios-. ¿Estás llorando?

– Estoy asustada: creo que te he lastimado.

– No es sangre, Laura: mira.

Pero la muchacha tenía miedo de mirar, convencida de que, al hacerlo, vería su mano escarlata con la sangre de Rye. Aunque los ojos azules que miraban en lo profundo de ella parecían seguros, a Laura le tembló la voz y las lágrimas le rodaron por la sien.

– Yo… yo te dije que no quería… y ahora… ahora ha sucedido algo espantoso, lo sé.

No pudo creer que Rye sonriese. Se indignó al verlo sonreír en un momento como ese.

– He dicho que mires, Laura. Si no me crees, mira.

Al fin, le hizo caso: blanco. La sustancia era blanca, pegajosa, y había formado un círculo húmedo en la lona sobre la que estaban acostados.

Levantó la vista hacia los ojos de él.

– ¿Qué… qué es?

– Es lo que hace a los hijos.

– ¡Hijos! ¡Rye Dalton! Si lo sabías desde el principio, ¿cómo te atreviste a derramar eso sobre mí?

Impulsada por el instinto, se incorporó buscando desesperada algo con que limpiarse la mano, para no correr el riesgo de tener un hijo. Al final, usó las enaguas.

– Abotónate los pantalones, Rye Dalton, y nunca vuelvas a hacerme eso. ¡Si me hicieras un hijo, mi madre me mataría!

Desdeñosa, le volvió la espalda mientras se abotonaba su propia ropa. Una vez vestida, se arrodilló con las manos apretadas con fuerza entre las rodillas, horrorizada de pensar lo que él le había hecho.

Rye, también arrodillado, se le acercó.

– Laura, ¿nunca oíste decir cómo se queda embarazada una mujer?

Le temblaba la barbilla, y las lágrimas rodaban sin freno.

– No, nunca hasta esta noche. -Creyéndolo desconsiderado al exponerla al riesgo, giró, exasperada-. ¿Por qué no me lo dijiste antes de que nosotros… yo lo hiciera?

– Laura, te aseguro que no vas a quedarte embarazada. No puedes.

– Pero… pero…

– Para que tengas un hijo, esa sustancia tiene que entrar dentro de ti, pero yo no estuve dentro de ti, ¿verdad?

– ¿Dentro de mí?

Lo escudriñó con expresión confundida.

– Laura, ¿nunca has visto hacerlo a los animales?

– ¿A los animales?

– ¿Algún perro… o a las gallinas?

La expresión perpleja no necesitaba mayores aclaraciones: hablaba a gritos de su ignorancia.

– ¿Hacer qué cosa?

¡Ningún animal podía hacer lo que ellos acababan de hacer!

Estaban arrodillados, cara a cara, con las rodillas casi tocándose. Había terminado de anochecer, de modo que sólo se veían los pálidos contornos de los dos rostros dentro del viejo almacén. En el de Rye, se veía una expresión de honda ternura.

Le tomó la mano, y la apoyó sobre los botones de latón.

– Esta parte de mí va dentro de esta parte de ti. -Le apoyó la mano en el regazo-. Así se forman los niños.

Laura abrió la boca, y los ojos castaños se dilataron de incredulidad. ¿Sería posible que Rye tuviese razón? Le ardió la cara, y retiró su mano de la de él.

– Lo que sucedió sobre tu mano tiene que suceder dentro de tu cuerpo, Laura. Así es como un hombre le hace un hijo a una mujer. -Le tocó la barbilla, pero ella estaba demasiado avergonzada para mirarlo. Aún así, Rye prosiguió, vehemente-. Te juro que jamás te haré eso, hasta después que estemos casados.

Ahora sí, la mirada de Laura voló hacia él. El corazón le palpitó, enloquecido, y una oleada de alivio la recorrió.

– ¿Ca-casados?

– Laura, ¿no crees que debemos casarnos, después de… bueno, después de esto?

– ¿Casarnos? -Su perplejidad fue cada vez mayor-. ¿En serio, Rye, quieres casarte conmigo?

El asombro masculino también floreció, y luego se iluminó con una sonrisa.

– Bueno, yo no me imagino casado con otra que no seas tú, Laura.

– ¡Oh, Rye! -Se precipitó sobre él, rodeándole el cuello con los brazos, cerrando los ojos con fuerza para imaginar mejor. Hasta ese instante, no se le había ocurrido pensar lo espantoso que sería no casarse con Rye después de lo que habían hecho-. Yo tampoco puedo imaginarme casándome con otro que no seas tú.

Rye la estrechó, se balancearon atrás y adelante, la cara de Laura apretada en el cuello de él.

– ¿Te parece que eso lo resuelve todo… quiero decir… ya sabes? -se oyó la pregunta ahogada.

– ¿Te refieres a tocarnos y todo eso?

– Ahá.

– No creo que marido y mujer vayan al infierno por tocarse.

Laura exhaló un suspiro de alivio, se echó atrás y lo miró, ansiosa.

– Rye, digámoselo a Dan.

– ¿Decírselo a Dan?

– Que vamos a casarnos.

La expresión de Rye se hizo escéptica.

– Todavía no. Tendremos que esperar hasta que termine mi aprendizaje, Laura. Luego, cuando sea maestro tonelero, podremos vivir en nuestra propia casa. Creo que, hasta entonces, no debemos decírselo a Dan.

Un poco decepcionada, Laura se apoyó sobre los talones.

– Bueno… está bien, si te parece lo más conveniente.


Para Laura fue duro no decírselo a Dan la vez siguiente que se encontraron, pues quería compartir esa alegría flamante: a fin de cuentas, los tres siempre habían compartido todo.

Fue una semana después. Se había desatado una gran tormenta, y después, Laura y Dan salieron juntos a explorar el guijarral para recoger la madera que arrojaba el mar, elemento precioso en Nantucket, donde no se podía desperdiciar la leña, pues la mayor parte era traída desde el continente. La costa que recorría el lado Sur de la isla sufrió el peor embate de la furia del Atlántico, y también fue la que mejor botín dejó después de la tormenta. Laura y Dan iban abriéndose paso hacia el Este, cuando se toparon con Rye, que estaba de pie a poco menos de veinte metros, sobre el guijarral húmedo y compacto, sembrado de conchillas, algas y charcos dejados por la marea, en los que habían quedado atrapados pequeños peces. El grueso de la tormenta había pasado, pero el cielo todavía estaba bajo, con espesas nubes grises que rodeaban la isla, convirtiéndola en un mundo aparte.

Rye llevaba un grueso chaquetón marinero, con el cuello alzado en torno al cabello claro que le azotaba la cara a impulsos del viento. En cuanto lo vio, Laura, enfundada en un impermeable amarillo y con un pañuelo rojo en la cabeza, levantó el brazo para saludarlo.

Después, los tres avanzaron juntos por la playa, y sus respectivos sacos de arpillera iban dejando una huella triple a medida que los arrastraban. Era la primera vez que Laura veía a Rye desde la noche en la caseta de los botes, y de inmediato experimentó esa curiosa y lasciva sensación en la boca del estómago, y pensó cómo deshacerse de Dan. El modo más natural era preguntarle si su madre había hecho algo sabroso para comer y, si la respuesta era «pan de jengibre», la primera parada de regreso al pueblo era la casa de Dan.

Para cuando Laura y Rye la dejaron en la casa, la muchacha estaba a punto de estallar de impaciencia y él, por el contrario, había mantenido un aspecto tranquilo y desapegado las últimas dos horas… ¡los últimos siete días! Sin embargo, cuando andaban por la calle que llevaba a la casa de Josiah, hizo algo que no había hecho nunca hasta entonces: se apoderó del saco de Laura y se lo echó al hombro, junto con el suyo, sin hacer caso de la insistencia de la muchacha en que podía llevarlo sola. La madera empapada era un peso muerto y, para sus adentros, Laura se regocijó de la caballerosidad de Rye. Hasta se las arregló para abrir la puerta de la tonelería y dejarla pasar, pese a la carga que llevaba.

Dejando caer los sacos junto a la puerta, alzó la vista cuando la madre exclamó, desde arriba:

– ¡Rye, eres tú!

Poniéndose un dedo sobre los labios, advirtió a Laura, y la hizo tragarse el saludo que estaba a punto de pronunciar.

– Soy yo -exclamó-. He traído un poco de leña. Voy a encender fuego y la pondré alrededor, para que se seque.

Como era domingo, la planta baja de la tonelería estaba desierta. El tiempo húmedo y ventoso, cargado de nubes, daba al ámbito un aire oscuro y secreto. Laura y Rye, de pie, en silencio, se miraban mientras oían los ruidos que hacían los padres de él yendo y viniendo por la planta alta, sobre las cabezas de ellos dos. Rye arrastró los dos sacos hasta el hogar y empezó a encender el fuego. Cuando lo oyó crepitar, comenzó a sacar madera húmeda de los sacos y a disponerla en círculo sobre el suelo de tierra. Una vez vacíos los sacos, los llevó junto a una pared alejada y los colgó sobre un banco de trabajo. Volvió junto a Laura, le abrió el impermeable, y ella se lo dejó quitar de los hombros, sin pronunciar palabra. Acercó uno de los largos bancos de desbastado y lo colocó cerca del hogar, donde ya se había extendido la tibieza. El banco tenía un metro veinte de largo, se ensanchaba en un extremo para sentarse, y el otro extremo se elevaba como el arco de un cazador, formando una abrazadera para sujetar la duela con un pedal. Pasó una pierna por encima y se sentó en la parte ancha, extendiendo luego la mano a Laura para invitarla a sentarse. Cuando Rye separó las rodillas para ponerse a horcajadas del banco, los ojos de la muchacha, como por voluntad propia, clavaron la vista en la entrepierna. El color le encendió el rostro y apartó la vista de la mano que se le ofrecía; luego posó la suya en ella, y lo dejó que la hiciera sentarse delante de él, formando con su cuerpo un ángulo recto con el suyo, de modo que sus rodillas tocaban uno solo de sus muslos. Rye le tocó la cara con las yemas, recorriéndola con avidez para después besarle un párpado, luego el otro.

– Te he echado de menos -le susurró en voz tan baja que podría haber sido sólo un chisporroteo del fuego.

– No se lo contaste a Dan, ¿verdad?

Laura negó con la cabeza.

– Cuando os vi juntos… sentí…

El susurro se fue apagando, pero la expresión de los ojos que se fijaban en los de ella era tormentosa.