– Qué… cuéntame qué sentiste.

Le apoyó la mano en el pecho y sintió que el corazón golpeaba con fuerza contra sus paredes.

– Celos -admitió-, por primera vez.

– Qué tonto eres, Rye -susurró, besándole la barbilla-. Nunca tienes que sentir celos de Dan.

Se besaron, pero en la mitad del beso, los maderos de la planta alta crujieron, sobresaltándolos y haciéndolos apartarse. Volvieron la vista hacia el alto techo de vigas, y contuvieron el aliento. Cuando comprobaron que no se oía nada más, las miradas se encontraron nuevamente. El fuego ya calentaba, y Laura se preguntó por qué Rye no se había quitado la chaqueta. Cuando llegó el beso siguiente, y guió su mano hacia el sitio tibio entre las piernas abiertas, ocultó entre las sombras detrás de la gruesa prenda, entendió que servía de precaución, por sí alguien aparecía.

– Laura… -rogó, con un susurro tembloroso-, ¿puedo tocarte otra vez?

– Aquí no, Rye. Podrían sorprendernos.

– No, no lo harán. No saben que estás aquí, conmigo.

La atrajo a sus brazos y la hizo colocarse contra sus piernas abiertas, y Laura sucumbió de inmediato a la tentación.

– Pero, ¿y si vienen?

– Shh, tú date la vuelta y apoya la espalda contra mí. Si vienen los oiremos, y en ese caso te sentarías en el otro banco, como si, simplemente, estuviésemos calentándonos junto al fuego. -Se dio la vuelta de modo que la espalda de Laura se apoyó contra su pecho-. Pasa la pierna por encima -le ordenó, detrás de la oreja.

Laura pasó la pierna sobre el banco y la mano de Rye fue a parar bajo sus faldas, con una fugaz vacilación en el botón antes de acceder al calor femenino con una mano, y al pecho con la otra. Laura se acurrucó contra él, oyendo la respiración áspera junto al oído, aferrándole las rodillas a impulsos del deleite que le brindaba esa sexualidad encendida otra vez bajo sus caricias. Pero cuando Rye tocó un punto muy sensible, saltó hacia arriba inspirando y tratando de escapar.

– Laura, no te apartes.

– No puedo evitarlo.

– Shh. Charles me explicó cómo hacerte una cosa, pero tienes que quedarte quieta mientras yo lo intento.

– ¿Qué…?

– Shh… -la tranquilizó, y la muchacha se acomodó otra vez con la espalda contra él, aunque tensa. Le murmuró con voz suave al oído-: Quédate quieta, Laura, amor. Charles dice que te gustará.

– No… no, detente, Rye, es… es…

Las protestas murieron antes de nacer, y Laura apoyó la cabeza en el hombro de él, pues esas caricias parecían arrebatarle la voluntad de moverse o de hablar. Se le irguieron los pechos, y las sensaciones fueron profundas mientras el contacto de Rye surtía una especie de magia. En pocos minutos, sintió que su cuerpo se aceleraba con la misma clase de sacudidas rítmicas que había visto en él. Algo le crispó los dedos de los pies, le subió por el dorso de las piernas como un fuego trepador, y un minuto después, la convulsionaban una serie de explosiones internas que la dejaron estupefacta, sacudida, e hicieron brotar un gemido de sus labios. Rye le tapó la boca con la mano para ahogar el sonido, y ella, atrapada en las garras del éxtasis, se agarraba de las rodillas de él.

Trató de pronunciar el nombre de él contra su mano, pero Rye la mantuvo prisionera en un mundo tan exquisito que su cuerpo se estremeció de deleite. Las ondulaciones aumentaron, llegaron a su culminación y, de repente, acabaron.

Tuvo vaga conciencia de un dolor difuso, y supo que Rye le había clavado los dientes en el hombro. Cayó hacia atrás jadeando, casi desmayada, sintiendo en los miembros una fatiga que jamás hubiese imaginado.

– Rye… -Pero la mano de él seguía sobre su boca. La apartó con la suya para liberar los labios, y susurró-: Rye… oh, Rye, ¿qué has hecho?

A él le tembló la voz:

– Charles dice… -Tragó saliva-. Charles dice que eso es lo que se hace cuando uno no quiere tener hijos. ¿Te gustó?

– Al principio, no, pero después… -Depositó un beso en los dedos callosos-. Oh, después… -canturreó, incapaz de definir ese nuevo descubrimiento.

– ¿Cómo fue?

– Como… como si estuviese en el cielo y en el infierno al mismo tiempo. -Al mencionar el infierno, se puso seria, y se irguió. En voz arrasada por la culpa, afirmó-: Es un pecado, Rye. Es… es lo que llaman fornicación, ¿no es cierto? Nunca supe lo que querían decir cuando…

– Laura… -La hizo girar tomándola por los hombros, sujetándole el mentón con las manos, rozándole las mejillas con los pulgares-. Laura, tendremos que esperar tres años antes de casarnos.

La mirada de los ojos castaños se encontró con la de los azules, y había en ellos una nueva comprensión.

– Sí, lo sé.

También sabía que la moralidad no tenía mucho peso en contraste con ese cielo-infierno recién hallado, pues habían encontrado un modo… juntos. Y serían marido y mujer, como habían jugado de niños, cuando Rye se dirigía hacia el mar con un beso de despedida. Sólo que, una vez casados, no habría despedidas, sino sólo los saludos de cada mañana, cada mediodía y cada noche.

Así se decían mientras transcurría esa primavera loca, traviesa, maravillosa, y se proporcionaban mutuo placer en innumerables ocasiones sin ejecutar el acto de amor. En el almacén de los botes, en el esquife, en la ribera de Gibbs Pond, entre dulces matorrales de trepadoras de Virginia, y en bosquecillos de hayas que crecían en las hondonadas protegidas de los brezales, que se convirtieron en su lugar de juegos.

Cada vez que tenían oportunidad, volaban en busca de intimidad, dispersando en su carrera manadas de ovejas que pastaban. Corrían, riendo, por las colinas cubiertas de hierba, como criaturas despreocupadas que cada vez aprendían más acerca del amor a medida que pasaban los días, atravesando a la carrera el aire salino del verano, extrayendo cada vez más el uno del otro, pero sin obtener nunca lo suficiente.

Capítulo7

En la tonelería de la calle Water, Rye Dalton era acosado por los mismos recuerdos; eran pocos los momentos en que Laura estaba ausente de sus pensamientos. Después del encuentro en la huerta de manzanos, se precipitó sobre el trabajo con celo desmedido, arrastrando a su cuerpo hasta límites que no tenía derecho de imponerle cuando pasaron dos semanas, luego tres, y no tuvo noticias de ella.

Pero ella estaba allí, ante él, mientras desbastaba con la cuchilla o curvaba los hombros encima de la alisadora o giraba la manivela del torno para vencer la resistencia de las duelas de un barril y mantenerlas tirantes. Laura estaba ante él, atrayéndolo con su rostro, entregándosele con su cuerpo. Veía sus rasgos en la veta de la madera, imaginaba el contorno de sus pechos cuando pasábalos dedos, delicadamente, por el borde curvo de una duela. Cuando enroscaba las cuerdas del torno alrededor de ellas para cincharlas y poder pasar el aro, imaginaba la cintura de Laura, cinchada por lazos, aunque sabía que era Dan el que lo hacía todos los días.

A duras penas podía contenerse y no dejar el torno para subir la colina e ir a reclamarla. Pero le había pedido tiempo, y aunque no sabía cuánto necesitaría, accedió con la esperanza de que, llegado el momento, se decidiría en favor de él.

Sentía un modesto contento al estar otra vez en la tonelería, trabajando junto a su padre, inclinado sobre la labor en ese ámbito de dulce fragancia en el que había crecido.

En los días brumosos, un fuego perfumado ardía siempre en el hogar, pues nunca faltaban virutas de madera para alimentarlo. Cuando acababa un cubo de cedro, Josiah apartaba los desechos y los distribuía con cuidado en el fuego, con la suficiente frecuencia para mantener una constante fragancia que flotaba en el aire como incienso, mezclándose con el humo de su pipa.

Los días soleados, los portones quedaban abiertos hacia la calle y el perfume de las lilas entraba y se sumaba a los de las maderas, tanto frescas como secas. Había un permanente paso de transeúntes del pueblo, muchos de los cuales entraban unos minutos a saludar y a darle la bienvenida a Rye por su retorno. Todos estaban enterados de la extraña situación que había hallado al volver, pero nadie la mencionaba; sólo observaban y estaban a la expectativa de lo qué podría pasar.

El viejo tampoco hacía preguntas, aunque Josiah era lo bastante perspicaz para notar que la creciente inquietud ponía a Rye cada vez más nervioso y distraído. La tolerancia nunca había sido el fuerte de su hijo, y el padre se preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que hubiese un desenlace.

Era un día resplandeciente de principios de verano, con un cielo azul sin nubes, de cálido sol cuando el anciano se tomó el descanso de media mañana y salió arrastrando los pies por la puerta abierta, para fumar la pipa y estirar la espalda.

– El muchacho está «tardando» bastante para volver con esos aros -decía Josiah, en su rico acento de Nueva Inglaterra.

Se refería al hijo de su hermano, Chad Dalton, su último aprendiz, que había ido a la herrería a buscar un par de aros. Pero ahora que Rye estaba de vuelta, en ocasiones el muchacho aflojaba el paso, aprovechando el buen talante del tío Josiah.

Rye no alzó la vista siquiera, lo que no sorprendió a Josiah. El hijo estaba de pie ante la hoja fija de una garlopa de un metro y medio de largo, pasando por ella el borde de una duela. Para dar a ambos bordes una forma idéntica hacía falta criterio preciso, mano firme y no despegar la vista del trabajo. No le molestaba que Rye no levantara la vista; lo que le molestaba era que, al parecer, tampoco escuchase.

– ¡He dicho que ese chico está tardando demasiado para volver con esos aros!-repitió en voz más alta.

Al fin, las manos de Rye se detuvieron y levantó la vista, serio.

– Te he oído, ¿o acaso son tus oídos los que no funcionan bien?

– Mis oídos no tienen ningún problema. Lo que pasa es que no me gusta hablar solo.

– Lo más probable es que el muchacho esté haciendo rodar esos aros en la dirección contraria, desde la herrería de Gordon… ya sabes qué pasa cuando se juntan un muchacho y un aro.

Rye se dispuso otra vez a trabajar con la garlopa.

– Había pensado en mandarlo después a buscar naranjas frescas a la plaza: acaban de llegar desde Sicilia. Ya sería hora de que volviese; las naranjas deben estar pudriéndose al sol del mediodía.

Desde donde estaba, incluso Josiah podía oír los gritos de los vendedores en la plaza de la calle Main, donde el mercado de todos los días estaba en pleno ajetreo.

– Ve a buscarlas tú mismo. Te hará bien dar una caminata y salir de aquí unos minutos.

Josiah, todavía de espaldas a la tonelería, chupó la pipa y vio pasar a las señoras con las canastas al brazo.

– Hoy tengo las rodillas un poco duras… no sé por qué el reumatismo está molestándome un día despejado como este. -Escudriñó el cielo sin nubes-. Debe de estar aproximándose el mal tiempo.

Tras él, Rye midió el largo de la madera con un calibre. Sin hacer caso de la insinuación del anciano, la examinó con aire crítico, la encontró satisfactoria y tomó una duela terminada para compararlas. Las vio perfectamente iguales, y después de arrojarlas a un montón de piezas acabadas, tomó otra pieza de madera sin desbastar para empezar a trabajarla.

En la puerta, Josiah metió los dedos entre la cintura del pantalón y la camisa, se balanceó sobre los talones, y se quejó, hacia el cielo azul:

– ¡Ahá! Bien podría ir ahora a buscar naranjas frescas.

Tras él sonó un estrépito: era que Rye había dejado caer la tabla. El viejo sonrió para sí.

– Está bien, si quieres que yo vaya al maldito mercado a buscar naranjas para ti, ¿por qué no lo dices, simplemente?

Josiah apuntó al hijo con el ojo entrecerrado.

– Últimamente estás un poco irritable, ¿no?

Sin responderle, Rye atravesó la tonelería y pasó alrededor de su padre, manifestando la irritación a cada paso.

– Tengo la impresión de que tú necesitas salir un rato de aquí, no yo.

– ¡Ya voy, ya voy! -ladró el joven.

Cuando salió a la calle pisando fuerte, Josiah sonrió otra vez, chupó la pipa y murmuró:

– Sí, muchacho, lo estás… como para irte al infierno en bote, y pretendes arrastrarme contigo.

Era impresionante ver a Rye Dalton pasando como una exhalación por la calle adoquinada, con los pantalones ajustados de color tostado y una camisa de algodón blanco de hombros caídos, con mangas anchas fruncidas en la muñeca. El cuello abierto dejaba expuesta una honda V de piel tras la prenda sin botones, y el vello dorado chispeaba contra la carne bronceada. Le rodeaba el cuello un pañuelo rojo atado al modo de los marineros, hábito tomado de sus compañeros de travesía y que había conservado, pues le resultaba práctico para secarse las sienes cuando sudaba, en la tonelería.