Dos Veces Amada

© 1984, LaVyrle Spencer

Título original: Twice Loved

Traducción: Ana Mazía

A las tres personas

que más amo:

mi maravilloso marido, Dan,

y nuestras queridas hijas, Amy y Beth.


Capítulo 1

1837


Habían pasado cinco años, un mes y dos días desde la última vez que Rye Dalton vio a su esposa. En todo ese tiempo, sólo el beso salado del mar tocó sus labios, y sólo sus brazos fríos y mojados lo acariciaron.

Pronto, Laura, pronto.

Estaba de pie sobre la cubierta del ballenero Omega, una goleta de dos mástiles que surcaba el agua entre los bajíos de la bahía de Nantucket, con la bodega repleta de barriles desbordantes de aceite, «sellados y libres de impurezas», colocados de manera que no se perdiese nada de la preciosa carga. La mano que se apoyaba en la baranda de babor parecía de teca, igual que el rostro, en agudo contraste con las cejas espesas y el cabello rebelde, que casi no tenía color, expuesto durante años al sol y a la sal. Ese cabello, que parecía pedir a gritos un buen corte, acentuaba los audaces rasgos ingleses. Unas patillas espesas bajaban casi hasta la barbilla, enfatizando la forma cuadrada y avanzando hacia el hueco debajo del pómulo. Apuesto, con la postura característica del marinero, ansioso y firme a la vez, escrutaba la costa aún lejana.

A poca distancia de los bajíos de Nantucket fueron arriadas las velas del Omega, se soltaron las anclas, y se descolgaron las chalanas que emplearían para descargar. La tripulación subió a los botes, parloteando impaciente, en una cháchara teñida de excitación. Estaban en casa.

La chalana se deslizó por las aguas tranquilas de la bahía de Nantucket, pero era difícil distinguir a la multitud que esperaba la llegada de los marinos en el muelle Straight, mirando a través de las aguas salpicadas por el sol. El sol de primavera arrancaba millones de espejos a la su-perficie del agua, y cada uno de ellos semejaba un diminuto pez resplandeciente, que cegaba los ojos azules del hombre que escudriñaba el embarcadero. No necesitaba verla: sabía que estaría allí, como casi todo el pueblo. Hacía mucho que el vigía de la atalaya había avisado de la llegada del Omega y difundido la noticia; el navio se aproximaba pesadamente: el viaje había tenido éxito.

El reflejo brillante se esfumó, y la muchedumbre apareció a la vista. Mujeres llorosas agitaban sus pañuelos. Viejos lobos de mar, ya retirados, quitándose gorros de lana de las coronillas canosas, saludaban a los balleneros que regresaban, al tiempo que niños con sueños marineros contemplaban la escena con la boca abierta, esperando el día de convertirse en héroes.

La chalana chocó contra los pilotes, y los ojos de Dalton recorrieron la multitud. En pocos minutos, el muelle se convirtió en una confusión de reencuentros felices: novios que se abrazaban, padres con niños a los que acababan de conocer, esposas que se enjugaban lágrimas de felicidad, mientras carricoches y carros tirados por caballos esperaban para trasladar a los recién llegados a sus hogares. Ya tocaban la costa otros botes del Omega, y los estibadores empezaban a descargar los pesados barriles de madera llenos de aceite y grasa de ballena, haciéndolos rodar por la pasarela con un retumbar que parecía un constante trueno lejano. Había carretones tirados por caballos que esperaban para transportar la carga a los almacenes repartidos por la costa.

Por fin, las botas de Rye tocaron la sólida pasarela que ni se agitaba. Cargó al hombro su pesado baúl marinero, metió el chaquetón bajo el brazo y avanzó atravesando la multitud, buscando con mirada ansiosa. Alrededor, todo eran faldas que ondulaban sobre miriñaques de hueso de ballena, y cinturas ceñidas por corsés, también sostenidos por barbas de ballena. Las examinó con la mirada, buscando sólo a una.

Pero Laura Dalton no estaba.

Con el ceño fruncido, recorrió balanceándose todo el largo del muelle Straight, abriéndose camino entre grupos de vecinos del pueblo, con pasos largos y regulares, incluso bajo el peso del baúl. A su paso, las matronas se miraban boquiabiertas, maravilladas. Un par de jovencitas ocultaron la risa tras las manos, y el viejo capitán Silas, con las rodillas cruzadas y la encorvada espalda apoyada en la pared gastada por la intemperie de una choza para carnada, lo saludó con un movimiento de cabeza, y mirando de soslayo al alto y joven tonelero que avanzaba por la acera, dio una chupada a la pipa y refunfuñó:

– ¡Ahá!

Dejando atrás el barullo del embarcadero, Rye pasó ante depósitos que olían a brea, cáñamo y pescado. De las refinerías donde se derretía la grasa para convertirla en aceite de ballena, llegaba esa pestilencia sempiterna, mezclada con volutas del humo gris que brotaba de los calderos.

Pero el esbelto marino casi no advirtió el hedor, y tampoco las miradas inquisitivas que lo espiaban desde las tiendas de lámparas, de sogas y desde la carpintería, mientras recorría a zancadas las calles empedradas, adentrándose en el corazón del pueblo. En la cabecera del muelle, entró en la calle Main, más baja y recta. Ante él, emergiendo del gran puerto, y ascendiendo en suaves cuestas rumbo a la colina Wesco Hills, se extendía la ciudad donde había nacido. ¡Ah, Nantucket, mi Nantucket!

La isla, un afloramiento solitario en el Atlántico Norte, avanzaba unos cincuenta y cinco kilómetros hacia el mar, alejándose de los riscos de barro de Martha's Vineyard hacia el Oeste, y hacia las marismas barridas por el viento de Cape Cod, hacia el Norte. Nantucket, que era conocida como la “Pequeña Dama Gris del Mar”, ese día hacía honor a su nombre, dormida bajo un arco de cielo azul, con sus cabañas plateadas que relucían como piedras preciosas sin pulir bajo el alto sol de primavera. Las calles adoquinadas formaban un fuerte contraste con el verde asombroso de la hierba nueva de primavera que crecía junto a los senderos, que abría paso a retazos más claros de arena y de guijarros, a medMa que se iba tierra adentro. Las brisas saladas barrían los brezales abiertos, cargadas con la fragancia de las ciruelas maduras y de las bayas de arrayán, mientras que, en los jardines, los manzanos florecían en perfumadas explosiones blancas.

Se detuvo para recoger una, llevársela a la nariz y gozar de la delicada fragancia, que era más preciosa aún por ser de la tierra firme y no del mar. Respiró hondo, como si quisiera compensar los cinco años de no haber disfrutado ese placer. Entonces pensó otra vez en Laura, se puso serio, y se encaminó, decidido, en dirección a la casa.

Le bastaron unos minutos para llegar a un raro callejón cubierto de conchillas de un blanco deslumbrante. Tintinearon, aplastadas por sus botas, y Rye alzó más el arcón de marinero al oír ese ruido conocido, el perfume de las flores de manzano, las familiares chozas. Al comprender que, por fin, iba hacia su hogar, una oleada de loca impaciencia le recorrió el cuerpo.

Llegó a una encrucijada en forma de Y, cuya rama izquierda se alejaba hacia Quarter Mile Hill, mientras que la derecha se estrechaba, y subía una suave cuesta donde descansaba una pequeña vivienda típica de la isla, con techo a dos aguas, de una planta y media, con los lados y el tejado recubiertos de tejas de madera plateadas por el viento, la sal y la intemperie hasta adquirir el brillo suave de una perla gris. Hacía décadas que las ventanas guarnecidas de plomo habían sido fundidas para hacer balas, como un sacrificio entregado a la Revolución, pero a cada lado de la puerta resplandecían pequeños paños de vidrio enmarcados de madera, y blancas persianas se abrían como brazos, dejando entrar el día primaveral.

Al los lados del umbral de madera ya había geranios, los preferidos de Laura. Una nueva cerca de siempreverdes bordeaba el lado Oeste de la casa, y una hiedra se acurrucaba contra la pared del hogar. Rye observó, sorprendido, el techo de una vertiente que había sido añadido después de que él se marchara de la casa.

Mientras hacía crujir los últimos metros del sendero cubierto de conchas, en la torre de la iglesia Congregacionista sonó la sirena del mediodía. Sonaba cincuenta y dos veces por día, desde que Rye tenía memoria. En ese momento, llamaba a los ciudadanos de Nantucket a almorzar, pero a él le pareció que la reverberación le estallaba en el corazón, como bienvenida personal al hogar.

A poca distancia de la casa se apartó del sendero, para acercarse sin ruido. La puerta delantera estaba abierta, y el olor a comida le salió al encuentro. Una vez más, una oleada de excitación le sacudió el corazón, y de pronto se alegró de que Laura hubiese decidido esperarlo en la intimidad del hogar, en lugar de hacerlo en el muelle público.

Dejó el arcón junto al camino, se pasó los dedos temblorosos por el cabello descolorido que le caía sobre el rostro como algas, exhaló un suspiro nervioso que le elevó el pecho un instante, y cruzó el umbral.

Miraba al Sur, y llevaba directamente al patio, desde el cuarto en que se guardaban las conservas. Escudriñó en la penumbra, todavía deslumbrado por el fuerte resplandor de afuera. No hizo el menor ruido, aunque le pareció que el corazón le latía tan fuerte que debía de alertar a la mujer de su presencia.

Laura se inclinaba sobre un hogar gigantesco, y llevaba un vestido azul de flores que le llegaba hasta el suelo, y un delantal blanco de tela casera que usaba a modo de agarrador, mientras revolvía el contenido de un caldero de hierro que colgaba de la cabria.

Contempló la parte de atrás de la cabeza con el grueso nudo de cabello del color de la nuez moscada, la espalda esbelta, el contorno insinuado de las caderas bajo el algodón azul. Canturreaba quedamente acompañando el golpeteo de la cuchara contra el caldero.

A Rye se le humedecieron las manos y, al hallar todo tan similar a como estaba cuando lo dejó, se sintió aturdido. La contempló en silencio, regodeándose en la simple familiaridad del regreso al hogar, a esa mujer, a esa casa.

Laura volvió a tapar la olla y se estiró para dejar la cuchara sobre la repisa, mientras que él imaginaba la elevación de los pechos, el color café de sus ojos y la curva de los labios.

Por fin, dio un suave golpe en la puerta abierta.

Sobresaltada, Laura Dalton miró sobre el hombro. La silueta de un hombre alto se recortaba en el vano de la puerta, rodeado por el halo de la luz del mediodía que lo iluminaba desde atrás. Distinguió los hombros anchos, una mata de pelo, un bulto colgando entre la muñeca y la cadera y los pies separados, como para aguantar un viento fuerte.

– ¿Sí?

Se dio la vuelta, secándose en el delantal y llevando una de las manos a los ojos, para protegerlos. Guiñando, se adelantó con pasos inseguros hasta que el borde del vestido quedó iluminado por la luz del sol, entraba hasta el suelo de madera. Se detuvo y vio esos ojos tan conocidos, la piel cobriza, las cejas y el cabello descoloridos… y los labios que besó por primera vez en su vida.

Contuvo una exclamación y se llevó las manos a la boca. Se le dilataron los ojos y se irguió, como golpeada por un rayo.

– ¿R-rye?

Su corazón enloqueció. Se puso pálida, y tuvo la sensación de que el cuarto giraba alrededor, bajo su mirada estupefacta. Por fin, dejó caer las manos y balbuceó, con voz ahogada:

– ¿R-rye?

El recién llegado alcanzó a esbozar una sonrisa trémula, mientras la mujer trataba de comprender lo increíble: ¡ante ella estaba Rye Dalton!

– Laura -pronunció él, ahogándose un poco antes de continuar con tono áspero por la emoción-. Después de cinco años, ¿eso es todo lo que se te ocurre decir?

– ¡R-Rye, Dios mío, estás vivo!

El hombre dejó caer el chaquetón marinero al suelo, dio una zancada, inclinando la cabeza, abrió los brazos y la mujer corrió hacia él, hundiéndose con fuerza en el estrecho abrazo.

«¡Oh, no, oh, no, oh, no!», protestó la mente de Laura, mientras esos brazos que tan bien recordaba la alzaban, apretándola contra una tosca camisa de rayas que olía a mar. Cerró con fuerza los ojos, y luego los abrió mucho, como para aquietar sus sensaciones, que volaban sin control. ¡Pero era Rye! ¡Era Rye! ¡Su abrazo era capaz de romperle las costillas, y su cuerpo, con las piernas muy separadas, se apretaba contra el de ella, las mejillas bronceadas, cálidas y ásperas, desbordaban vida! Sus brazos hicieron lo mismo que miles de veces, antes, lo que ansiaba hacer desde entonces: rodearon los hombros amplios y lo abrazaron, mientras apoyaba la sien sobre las patillas largas y las lágrimas le quemaban los ojos. Entonces, Rye alzó la cabeza. Sus manos callosas y anchas circundaron el rostro de Laura, y la besó con la impaciencia que había crecido en esos cinco años. Esos labios tibios y conocidos, se abatieron sobre los de ella antes de que la razón pudiese intervenir. La lengua voraz buscó y encontró las profundidades de su boca, haciendo que los años se disolvieran en el olvido. Se apretaron con el dulce tormento del reencuentro, sus corazones bailaron una danza violenta, y el abrazo y el beso borraron toda noción del tiempo.