Era una mañana cálida, que vibraba con los gritos exuberantes de las gaviotas y el rechinar de las ruedas por las calles. Rye dio la vuelta a una carreta que pasaba y saltó sobre la nueva acera adoquinada. Mientras andaba a grandes zancadas furiosas hacia Market Square, el viento agitaba el cabello descolorido por el sol y le azotaba las mangas abullonadas.

Los granjeros vendían flores frescas y manteca desde carros de madera de grandes ruedas. Los pescadores pregonaban abadejos, arenques y ostras, y, en las traseras de los carretones, los carniceros mantenían fresca la carne cubriéndola con pesadas telas mojadas. En un extremo de la plaza, un subastador gritaba su cháchara a medida que iban saliendo a la venta muebles y artefactos domésticos.

Rye buscó con la vista entre los vendedores hasta que encontró los manchones luminosos de los cítricos: limas, limones y naranjas apiladas en pirámides en las carretas, ofreciendo un tentador despliegue de colores. El perfume era delicioso y las frutas eran siempre codiciadas, porque sólo aparecían en esa época.

Dio un largo paso y recogió una naranja de piel brillante, sintiendo que se le hacía agua la boca, y admitiendo que el anciano tenía razón: la fruta era tentadora y era bueno salir al aire fresco y meterse en medio del bullicio del mercado. Había un constante estrépito de voces: el redoble agudo del subastador, los gritos indolentes de los dueños de las carretas y el canturreo musical de los vendedores que intercambiaban banalidades, y allá arriba las gaviotas que interrumpían, exigiendo trozos de pescado, migas de pan o cualquier cosa que pudiesen arrebatar.

Rye apretó la naranja, eligió otra y se la acercó a la nariz para aspirar su picante perfume frutal, diciéndose que debía ser más tierno con su padre, pues no tenía la culpa de que él estuviese en semejante situación. Había sido más que paciente con él las pasadas semanas, cuando Rye se encolerizaba o se ponía melancólico y silencioso. Sonrió, resuelto, mientras elegía frutas de la pirámide. Había elegido tres naranjas perfectas cuando oyó una voz junto a él que ronroneaba:

– Caramba, señor Dalton, ¿usted haciendo las compras?

– Señorita Hussey… buenos días -saludó, volviéndose al oír esa voz.

La joven lo miraba bajo el ala de un sombrero de color lavanda, con una sonrisa seductora.

– Sí, mi padre tenía un antojo, y cree que todavía soy un aprendiz de pantalones cortos.

Rió con aire indulgente.

Ella también rió, y empezó a elegir sus propias naranjas.

– Mi madre me mandó con el mismo propósito.

– Debo admitir que son tentadoras. Estoy impaciente por pelar una para mí. -Sonrió con picardía y la miró de soslayo-. Pero no se lo diga a mi padre pues, si lo hace, me hará correr aquí todas las mañanas, como si fuese la criada.

– Señor Dalton, si usted tuviese esposa no tendría que molestarse en venir al mercado a comprar naranjas.

– Tengo esposa, señorita Hussey, aunque al parecer no me sirve de mucho.

Se le escapó sin que pudiera contenerse y lo lamentó de inmediato pues las mejillas de DeLaine Hussey se habían cubierto de un sonrojo poco favorecedor, y comprendió que la joven no sabía qué decir. Se apresuró a concentrarse en la elección de la fruta, negándose a mirarlo a los ojos. Rye le tocó la mano un instante:

– Le pido disculpas, señorita Hussey. Cinco años en el mar me han hecho olvidar los buenos modales. La he puesto incómoda. He dicho algo muy desagradable.

– De cualquier modo, es verdad. Todo el pueblo se pregunta qué piensa hacer ella al respecto, viviendo ahí, en su casa, con el mejor amigo de usted…

Tartamudeó y se interrumpió, y se le dilataron los ojos de sorpresa al ver a la mujer y al niño que habían aparecido, en silencio, por el otro lado de la carreta.

Rye vio a Laura un segundo tarde, pero de inmediato retiró la mano de la de DeLaine Hussey. Al lado del exagerado atavío de la joven, Laura era la imagen de la simplicidad femenina, de pie en el sol, con el ala de un gracioso sombrero amarillo inclinado sobre la cara y un gran lazo de satén debajo de una oreja. Aunque el vestido tenía cintura ceñida, ese día no tenía miriñaque puesto, y Rye no pudo menos que preguntarse si llevaría el corsé: era tan delgada que, mirándola, no podía deducirlo.

Sujetaba con fuerza la mano del niño, y mirando a Laura, Rye olvidó todo lo que no fuera su imagen. De repente recordó la presencia de la otra mujer y retrocedió como reconociéndola, pero antes de que pudiese hacerlo, Laura sonrió y dijo:

– Hola, señorita Hussey. Qué agradable volver a verla.

– Hola -respondió DeLaine con expresión agria.

– Hola, Rye -dijo entonces Laura, girando hacia él el ala del sombrero.

Abrigó la esperanza de que DeLaine Hussey no advirtiese cómo se le subía el corazón a la garganta al ver a Rye, alto y apuesto, hasta el punto de que le daban ganas de comérselo junto con las tres naranjas que tenía en la mano abierta. El sol acentuaba el azul de sus ojos y ponía de relieve la franja de pecho expuesta, convirtiéndolo en un suntuoso dorado detrás de la camisa blanca.

– Hola, Laura -logró decir, olvidadas por completo las naranjas y DeLaine Hussey mientras contemplaba ese rostro que lo perseguía día y noche.

La expresión de Laura reveló lo que sentía pues, de repente, los labios rosados perdieron la sonrisa y se entreabrieron. Los ojos, negándose a obedecer la orden de cautela, muy abiertos, clavaron la vista en los de él para después bajar al pecho bronceado, y luego subió otra vez. Oprimió con tanta fuerza la mano de Josh que el chico se retorció, dio un grito de dolor y después se soltó.

Recordando la presencia del niño, Rye le sonrió:

– Hola, Josh.

– Tú eres el del nombre raro.

– Sí, ¿lo recuerdas?

– Te llamas Rye.

– Sí, así es. Entonces, la próxima vez espero un buen saludo cuando nos encontremos.

Pero volvió la vista una vez más hacia Laura, y ella no pudo resistir preguntar con dulzura:

– ¿Ustedes dos están comprando naranjas?

Rye se puso encarnado, y el sonrojo fue claramente visible en el rostro bronceado hasta llegar al color de un penique de cobre, más oscuro de lo que Laura recordaba de antes del viaje en el Omega.

– Eeeh, no… bueno, sí, yo salí a comprar naranjas para Josiah.

– Y yo estaba comprando naranjas para mi madre -intervino la señorita Hussey, frunciendo la boca.

– Y nosotros salimos a comprar naranjas para papá -canturreó Josh, inocente.

Esa palabra puso serio a Rye, que observó la expresión de Laura.

A DeLaine Hussey no se le escapó el intercambio de miradas, pero se empecinó en permanecer allí.

– Bueno, ¿qué les parece si todos comemos una… yo invito -ofreció Rye, sin poder pensar en ningún otro modo de aflojar la tensión.

– ¡Mmm… me encantan las naranjas! -exclamó Josh, ansioso y con los ojos brillantes.

– ¿Cuál prefieres?

Resultó evidente que Laura y Rye estaban tan ansiosos como Josh. El hombre contemplaba las manos regordetas que tocaban todas las naranjas, como si fuese muy importante cuál elegía. Ese primer encuentro inocente bajo el radiante sol del verano en el ajetreado mercado de la plaza parecía representativo de todas las experiencias de paternidad que Rye se había perdido, y Laura no tuvo corazón para negarle esa pequeña alegría. Los ojos le brillaban, encantados, cuando al fin Josh eligió una naranja y la depositó en la mano grande de Rye, exclamando:

– ¡Esta! -como si con eso resolviese un intrincado enigma.

Rye rió, jubiloso y apuesto, apropiándose del corazón de Laura que veía cómo los dedos oscuros y esbeltos arrancaban la piel de la naranja para su hijo.

Sintiéndose una absoluta extraña en esa pequeña escena de familia, DeLaine decidió que era hora de retirarse, y disparó una radiante despedida hacia Rye y una breve inclinación de cabeza a Laura, que resultó innegablemente grosera.

En cuanto estuvo lo bastante lejos para no oírlos, Rye captó la mirada de Laura,

– Estuve preguntándome cuándo volvería a verte -dijo, muy consciente del significado implícito y conteniendo el deseo de tocarla.

– Vengo al mercado todas las mañanas.

– ¿Todas las mañanas? -repitió, maldiciéndose a sí mismo por las oportunidades perdidas.

– ¡Eh, date prisa, Rye! -exigió Josh, viendo que el proceso de mondado se demoraba mientras Rye y Laura se regalaban mirándose las caras.

– ¡Sí, sí! -respondió Rye, con su acento marinero, apartando con desgana la atención de la mujer el tiempo suficiente para terminar.

Le entregó media naranja al niño y empezó a quitar la piel a la otra mitad, mirando otra vez a la madre.

Laura no perdía uno solo de los diestros movimientos de los dedos, de las uñas cuadradas que separaban los delicados filamentos con tanta habilidad que no cayó una sola gota de jugo. «Manos, manos -pensó-, es imposible que yo olvide esas manos».

En ese preciso instante, una de esas manos se extendió hacia ella, ofreciéndole un luminoso gajo de fruta. Le miró los ojos. «No es nada -pensó-, nada más que un trozo de naranja, y entonces, ¿por qué siento un diminuto tamborileo que tatúa un mensaje a través de mis venas, diciéndome que responda a la muda insinuación?», mientras aceptaba el ofrecimiento.

Sin apartar la vista de la de ella, Rye se llevó un trozo de naranja a los labios, que se abrieron en lentos movimientos para recibir la jugosa fruta madura, y cuando la mordió, saltó al aire tibio del verano un chorro de suculento jugo.

Como hipnotizada, ella también levantó el gajo con delicadeza, creyendo saborear antiguos recuerdos al hincar el diente en esa maravilla, con todos los sentidos despiertos por el hombre que estaba ante ella.

A su turno, él comió un segundo trozo, y esta vez un dulce riachuelo le corrió por la barbilla, y la mirada de Laura lo siguió, incapaz de contenerse.

Una súbita carcajada de Rye rompió el hechizo y ella lo imitó mientras él se desataba el pañuelo rojo para enjugarse la barbilla y luego se lo ofrecía.

Cuando se lo pasó por los labios, olía a sal, a cedro y a él. Rye peló otra naranja para Josh, que estaba demasiado entretenido para notar las miradas que intercambiaba su madre con el alto tonelero.

– Así que ¿vienes al mercado todas las mañanas? -preguntó Rye.

– Bueno, casi todas. Josh y yo venimos a buscar leche.

– Y yo también la llevo -declaró Josh, orgulloso, limpiándose los labios de naranja con el dorso de la mano y provocando la risa de los dos adultos.

Algo infinitamente dulce colmó el corazón de Rye. Se había perdido la experiencia de ser padre de este niño, y no sabía siquiera que para un chico de cuatro años eran un gran logro cargar una jarra de leche. Compartir por primera vez ese descubrimiento con el niño era una revelación fuerte.

– ¡No me digas! -exclamó Rye, inclinándose para tantear los bíceps de Josh-. Ya me lo explico. Tienes unos buenos músculos en ese brazo. Debes de haber izado trampas o tirado de redes.

Josh lanzó una risa alegre.

– Todavía no tengo suficiente edad para eso, pero cuando sea grande como mi papá, seré ballenero.

Rye lanzó una mirada fugaz a Laura y luego volvió la vista al hijo.

– Los balleneros están muy solos en esos grandes barcos, Josh, y a veces, como se van por tanto tiempo, echan mucho de menos la diversión. Tal vez convendría que fueses empleado, como… como tu papá.

– No, no me gusta la oficina. Ahí dentro está oscuro, y no se puede oír bien las olas. -Después, con la característica volubilidad infantil, casi sin hacer pausa, cambió de tema-. Quiero oír al subastador, mamá. ¿Puedo ir a escucharlo?

La miró desde abajo, entrecerrando los ojos.

Captando la mirada suplicante de Rye y el martilleo de su propio corazón, que parecía haber duplicado el ritmo, aunque sabía que sería más seguro mantener a Josh junto a ella, obedeció el dictado de su corazón. ¿Qué podía ocurrir ahí, en medio del mercado?

– Está bien, pero quédate allí hasta que yo vaya a buscarte, y no vayas a ningún otro sitio.

– ¡Sí, sí! -respondió, imitando el acento de Rye.

Salió disparando hacia el extremo más bajo de la plaza.

La mirada de Rye siguió al niño, y dijo en voz suave:

– Ah, qué guapo es.

Estaban solos, pero titubeaban en mirarse o decir una palabra más. Laura buscó recomponerse dándose la vuelta hacia las naranjas, y eligiendo algunas iba guardándolas en su bolso, que se cerraba con una cuerda. Mientras movía la mano de una a otra fruta, a su lado Rye hacía lo mismo. Apretó una, la separó, apretó otra pero, al fin, la mano se quedó inmóvil. Hubo una larga pausa de inmovilidad, hasta que Laura levantó la vista y encontró la de él sobre ella, complaciéndose en mirarla a gusto, ahora que no estaban DeLaine y Josh con ellos.