La mirada de Rye subió hacia los rizos diminutos que escapaban del sombrero, luego a los labios de Laura, apenas separados, y a los ojos castaños, atrapados en los de él.

– ¡Jesús, cómo te he echado de menos! -exhaló.

Los labios de ella se abrieron más, y tartamudeó:

– N-no digas eso, Rye.

– Es la verdad.

– Pero es mejor que no lo digas.

– ¿Y ahora también puedo sentirme desdichado pensando en el niño?

Pero la idea la hacía tan desdichada a ella como a él. Había percibido la añoranza del hombre en cada mirada que lanzaba a Josh, en cada retazo de la conversación y en el don insignificante de una naranja pelada: la primera ofrenda de un padre a su hijo.

– Rye, lo siento.

– Sueña con cometer los mismos errores que yo.

– Tiene un buen pad… un buen hombre para educarlo.

– Sí, es cierto, y saberlo me hiere en lo vivo.

– Por favor, Rye, no te sientas así: lo haces más difícil.

Él echó una mirada fugaz al edificio de ladrillos que estaba al otro lado de la plaza, donde Dan Morgan debía estar trabajando ante su escritorio.

– ¿Has hablado con él? ¿Le has dicho… le has preguntado?

Laura negó con la cabeza, apoyó el mentón en el pecho y, de repente, las naranjas quedaron difuminadas por las lágrimas.

– No puedo. Perder a Josh ahora lo mataría.

– ¿Y yo? Josh es mi hijo… ¿acaso has pensado en lo que yo estoy sintiendo?

– He pensado miles de veces en lo que estás sintiendo, Rye. -Elevó hacia él una mirada atormentada, y Rye vio lágrimas suspendidas de sus pestañas-. Pero, si pudieses verlos a los dos juntos…

– ¡Los he visto! ¡Los veo! Los veo en mis pesadillas, como estaban el día que volví a nuestro hogar. Pero eso no cambia el hecho de que yo quiero ser su padre ahora, aunque empiece con cuatro años de atraso.

– Tengo que irme, Rye. Ya hemos estado demasiado tiempo juntos. Sin duda, Dan va a descubrirlo.

– ¡Espera! -La retuvo con un movimiento rápido de la mano ancha sobre la manga amarilla. Del contacto se irradiaron estremecimientos por el brazo de la mujer. Contemplando esos ojos castaños, Rye comprendió la reacción, y retiró la mano de inmediato-. Espera -repitió, con más suavidad-. ¿Quieres encontrarte conmigo aquí, en el mercado, mañana por la mañana? Tengo algo para darte… algo que hice para ti.

– No puedo aceptarte regalos, pues Dan haría preguntas.

– De este no se enterará. Por favor.

Cuando levantó la vista, Laura vio que el semblante de Rye desbordaba de dolor y añoranzas, y se preguntó si sólo sería cuestión de tiempo que se entregase a él… por completo. Retrocedió un paso sintiéndose culpable por pensarlo, se colocó otra vez a distancia segura, y aún así, no pudo negarle lo que pedía.

– Será preferible que no nos encontremos otra vez ante el puesto de naranjas.

Rye miró alrededor, observando la plaza atestada.

– ¿Ya has plantado el jardín?

– Buena parte… no todo.

– ¿Necesitas semillas?

– Chirivías.

– Nos encontraremos junto al carro de flores. También venden semillas.

– De acuerdo.

Las miradas se encontraron por última vez.

– No me fallarás, ¿verdad, Laura, amor?

Laura tragó saliva, pues nada deseaba tanto como echarle los brazos al cuello y besarlo ahí mismo, y que toda la plaza se fuese al infierno.

– No, no te fallaré, Rye, pero ahora tengo que irme.

Se dio la vuelta con el corazón colmado de una dicha que hacía años no sentía, esa exquisita tortura del primer amor invadiéndola una vez más. La embriaguez de las citas secretas, de compartir intimidades mínimas bajo las narices de los demás. Cuántas veces habían hecho cosas por el estilo… Y aunque hacerlas de nuevo era peligroso, la idea la sedujo de un modo que la hizo sentirse más vibrante, más llena de vida de lo que se sentía desde que Rye Dalton se había embarcado.

No había dado más que tres pasos cuando oyó su voz queda desde atrás.

– Trae al niño. Casi no lo conozco.

Sin volverse, Laura asintió y se encaminó a la parte baja de la plaza.


Cuando Rye entró en la tonelería y le arrojó tres naranjas en rápida sucesión para que las atrapase, más rápido de lo que Josiah podía, este notó el cambio en su hijo, pero no dijo nada.

– ¿Lo ves, viejo lobo de mar? No tenías motivo para preocuparte de que te diese escorbuto. ¿Ha vuelto ya el chico?

– Sí, y se fue de nuevo. Tengo la impresión de que está aprovechándose de mí pues, como bien sabes, mi viejo corazón está ablandado y permito que todos mis ayudantes salgan al sol y me dejen aquí, enmoheciéndome en la sombra de este sitio, y atendiendo la tonelería sin nada de ayuda.

Lanzó una risa queda.

– Cuando Chad regrese tengo un encargo para darle, así que sujétalo de la oreja la próxima vez que se le ocurra obstruir la puerta por un minuto.

Cuando Chad regresó, Rye, sacando una moneda del bolsillo le ordenó:

– Quiero que corras a la farmacia de la calle Federal y me traigas todas las golosinas de zarzaparrilla que te den por esto. Quédate con una, pero no te comas las demás en el camino de vuelta aquí -Josiah fingió no prestar atención.

Le había asegurado a Laura que Dan no se enteraría de que él le hacía un regalo, pero no dijo nada con respecto a hacerle obsequios a Josh, si bien sabía que llegaría a oídos de Dan el comentario de que había llevado caramelos de zarzaparrilla al pequeño. Si no podía lograr que Laura diese el primer paso para separarse de su actual esposo, tal vez lograra que lo diese el propio Dan.


Esa noche, Rye abrió el arcón marino, aún evocando la imagen de Laura y el niño parados al sol, con el telón de fondo de las frutas de colores vivos y de un carro tirado por un pony cargado de margaritas, lilas y tulipanes. Después de tantos días solitarios escrutando los rostros de las personas por la calle cada vez que salía, fue completamente inesperado alzar la vista y encontrársela.

¿Cuántas veces en los pasados cinco años había pensado en ese rostro tal como lo vio ese día, con los grandes ojos brillantes, los labios delicados entreabiertos y esa expresión que le confirmaba que seguía sintiendo lo mismo?

El rostro de Laura lo había acompañado los primeros días solitarios en que aún le pesaba en el alma la culpa por haberla dejado sola. Lo había acompañado durante horas interminables, oyendo el rumor de las aguas que rodaban sobre las agitadas planchas de la proa del Massachusetts, mojando las rodillas de madera del mascarón, única mujer que viajaba en el barco. Fue su motivo de euforia en las breves horas en que se arrimaba una ballena al costado del navio y él, instalado en el alcázar, afilaba palas mientras el contramaestre cortaba la grasa. Su único sostén mientras armaba los barriles, sintiendo el repugnante olor de la grasa que empezaba a descomponerse y el ruido del caldero que siseaba y escupía sobre cubierta derritiendo grasa en diversos grados de putrefacción, era el perfume de Laura. Ese nombre fue la plegaria que acudió a sus labios en los días de terror al doblar el cabo de Hornos, cuando estaba convencido de que no la convertiría en una esposa rica sino en una viuda pobre.

Y en los días afiebrados de la viruela, con los sentidos obnubilados, Laura había acudido a él en el delirio, dándole un motivo para luchar por la vida.

Ahora, sacando del arcón un pequeño trozo de hueso de ballena tallado, evocó las imágenes del rostro y el cuerpo que guiaron sus manos cuando trataba de llenar las peores horas, las de esos días exasperantes que todos los hombres a bordo, desde los mozos de cubierta hasta el capitán, que siempre había timoneado un buque de vela, consideraban los más insoportables: los de calma chicha.

Las calmas en que los vientos caprichosos le negaban el aliento a la nave, dejándola flotar a la deriva, sobre un mar sin piedad y sin viento. Las calmas en que la añoranza de la patria se convertía en una tortura. Las calmas en que los días ociosos parecían alargar el viaje, sin provecho alguno, causando una sensación de impotencia absoluta hasta que estallaba la cólera y se producían peleas a bordo.

Había compartido las calmas con compañeros de a bordo que combatían el aburrimiento con el único pasatiempo a mano: pintar y tallar conchas marinas y maderas. Al principio, cuando Rye tomó un cuchillo para tallar un hueso de ballena, se mostró torpe e impaciente. Como las primeras piezas que salieron de sus manos eran toscas y no valía la pena conservarlas, las arrojaba por la borda. Pero insistió y, con ayuda de los otros, pronto logró un acabado pasador de cabos -cuña para separar las hebras de una cuerda-, y luego un bastón. A continuación, probó con un cofrecillo para alhajas, y cuando estuvo lustrado, con las líneas del tallado hondas y certeras, los compañeros dejaron de burlarse diciéndole que hiciera una ballena para corsé, porque sabían que había dejado a su esposa en tierra.

La ballena era una tira de barba unos treinta centímetros de largo, y del grosor de una uña, y podía meterse dentro de la pestaña de tela en la delantera de un corpiño, como esos listones que se meten en las velas. Era algo muy personal, y tenía el propósito de recordar a la mujer que lo usara que debía mantenerse fiel al navegante hasta que este regresara.

Pese a todas las bromas, ninguno de ellos talló una pieza con el cuidado con que él hizo la ballena, pues al final terminó siendo una válvula de escape de la soledad y un símbolo de su esperanza en el fin del viaje.

Cuando terminó la ballena para el corsé de Laura, fue lo más terso que había hecho hasta el momento, y pulió las imperfecciones con carburo de silicato hasta que quedó satinado como el pecho mismo de la destinataria. El diseño consistía en el entrelazamiento de las rosas silvestres de Nantucket entre las cuales él y Laura habían jugado de niños, con unas gaviotas y un delicado corazón bordeado de conchillas. Pensó mucho tiempo en el mensaje que grabaría, modificando durante semanas un breve poema, hasta que estuvo convencido de haber logrado las palabras exactas.

En ese momento, sacando la ballena del arcón, las leyó:

Hasta que mis labios amantes

Se posen con amor sobre tu pecho rosado

Usa este regalo hecho de hueso

Y sabe que sólo de ti anhelo el beso.

Mientras la tallaba jamás imaginó que tendría el significado que había llegado a cobrar. Se preguntó si Laura la guardaría en lo más profundo de algún cajón de la cómoda, o si la usaría, en secreto, contra la piel.

Evocó el rostro iluminado por el sol bajo el ala del sombrero amarillo, y recordó los alegres rayos que traspasaban el sabroso trozo de naranja haciéndolo casi transparente, hasta que los dientes blancos de Laura se hincaron en él. Recordó los ojos castaños y cómo habían captado la atención de él, y cómo le brillaba en los labios el jugo de la naranja. Pensó en el modo en que había agarrado la mano de Josh, al principio, para luego permitirle disfrutar de sus privilegios de padre.

Y el corazón se le llenó de esperanzas.

Capítulo8

Esa noche, a Rye le resultó imposible dormir. La ansiedad lo hacía revolverse constantemente hasta que, al fin, a las cuatro de la mañana, se puso un grueso suéter, encontró las botas en la oscuridad, junto a la nariz fría de Ship, que se despertó al oírlo, y se acercó a ver qué pasaba.

Juntos, se escabulleron fuera y se sentaron en el primer escalón, mientras Rye se calzaba las botas y susurraba:

– Muchacha, ¿qué te parece si trepamos a esa roca, como solíamos hacer?

La cola de Ship respondió por ella, y la lengua rosada quedó colgando, a un lado de la boca.

Rye le rascó el mentón, se puso de pie y le susurró:

– Vamos, amiga.

Juntos atravesaron el pueblo dormido, el bulto tibio del animal apretado contra la pierna de Rye. Los adoquines brillaban, húmedos, pero pronto los dejaron atrás para recorrer una calle arenosa que los llevó a los senderos de Shawkemo Hills, todavía envueltos en la bruma, y desde donde subieron hasta Altar Rock, el punto más elevado de la isla.

Treparon y se sentaron uno junto a otro, como habían hecho antes cientos de veces, el hombre alto y esbelto con las piernas flexionadas y las pantorrillas cruzadas, rodeándose las rodillas con los brazos, la perra al lado, sentada sobre los cuartos traseros. Inmóviles como monolitos, esperaron el espectáculo que tantas veces habían compartido y, al comenzar, el hombre apoyó una mano en el lomo del animal.

El verano se acercaba al solsticio, y reinaban la quietud y el silencio del amanecer. En esos últimos minutos purpúreos antes de que asomara el sol, la bahía parecía un espejo bajo las innúmeras hileras de velos de niebla de color lavanda. Entre esas capas de bruma, las ondulaciones de la isla se veían como montañas violáceas, apoyadas en la respiración del océano, nada más.