Entonces subió el sol para espiar sobre el borde del océano y echar sobre Nantucket su mirada roja, convirtiendo esos brazos de niebla en miembros lánguidos, rosados, que ora se estiraban, ora se flexionaban, se movían sin descanso bostezando, como bocas cada vez más grandes hasta que la mañana roja y dorada se derramó sobre todo.

El bosque de mástiles era la imagen de la quietud; cada navio dormía sobre la superficie satinada del agua.

Al menos por un instante, pareció que todas las criaturas de la tierra, del cielo y del mar, silenciosas y respetuosas, esperaban, como Rye y su perra, para rendir homenaje al espectáculo de luz y color que anunciaba el día.

Una por una, las negretas levantaron vuelo en pos de pequeños peces plateados, agitando los reflejos de mástiles, vergas y tirantes. Los moteados aguzanieves, en la primera carrera por la costa desierta, se detenían y se columpiaban como borrachos, como si el espectáculo de la mañana también los embriagase.

A continuación aparecieron las gaviotas, perezosas basureras que esperaban al primer barco que se moviese, y con ellas sus hermanos, los gaviotines, esperando lo mismo para seguirlas.

Abajo, en el pueblo que ceñía la bahía, tañó la campana de la torre de la iglesia Congregacionista, lanzando al aire su apacible toque de diana, y el primer falucho soltaba amarras, seguido por otros, avanzando hacia el sitio llamado «el cordón de la bahía», junto a la barra, donde a comienzos del verano se agrupaban los peces azules.

Rye se quedó holgazaneando todo lo que pudo, hasta que sintió la espalda rígida y el estómago de la perra gruñó al mismo tiempo que el suyo.

Se elevó el olor del humo desde la chimenea de la herrería del fabricante de velas, los almacenes y la panadería. Pronto resonó el martilleo metálico del herrero, y la fragancia de los bizcochos marineros cociéndose en hornos de barro le indicó a Rye que era hora de irse.

Se levantó, con desgana y, seguido por la perra emprendió el camino de regreso a través de los brezales, hacia el costado del embarcadero, donde las gastadas puertas de madera se abrían y las tiendas cobraban vida. Pasó ante la cordelería y oyó el retumbo de las ruedas de acero que rodaban hacia atrás sobre los rieles de la máquina que daba forma a las cuerdas, retorciendo hebras de Manila y con virtiéndolas en cuerdas. Desde el taller del tallador de barcos llegó el golpeteo sordo del martillo sobre el cincel, y más adelante, por la misma calle, Rye dio los buenos días con un cabeceo al empleado, que estaba clavando en la ventana un cartel: «Velas de esperma – Superiores a todas en belleza y fragancia cuando se extinguen – Doble duración que las de sebo».

Ah, Nantucket… aunque a veces se sintiese atrapado allí lo amaba. Había olvidado la belleza de los sonidos, olores y paisajes que se mezclaban, y que simbolizaban la estrecha relación entre todas las maneras que existían allí para ganarse la vida.

Se detuvo a comprar una rosquilla para el desayuno, y le ordenó a Ship que lo esperase fuera de la panadería hasta que salió, comiéndose un crujiente buñuelo. Le ofreció uno al animal, y llevó otro para Josiah, que acababa de levantarse, la pipa apagada ya metida entre los dientes, esperando el primer apisonado del día.

Se pusieron a trabajar juntos, colocando el aro a un barril mojado de unos cien litros de capacidad, cuyas duelas habían estado en remojo toda la noche. Trabajaron en buena compañía, pues el humor irritable que Rye tenía el día anterior se había evaporado, reemplazado por una ansiedad a duras penas contenida que Josiah no pudo entender hasta más avanzada la mañana, cuando el hijo subió saltando los peldaños hacia la vivienda de la planta alta y volvió, minutos después, silbando, con camisa y pantalones limpios y el cabello pulcramente peinado.

Comentó en tono indiferente:

– Veo que esas naranjas le embotaron el filo a tu lengua. Creo que iré todos los días a comprártelas.

– Sí, hazlo.

El viejo rió, sin quitarse la pipa de la boca.

Esa mañana volvió a sonreír al ver que Rye salía de la tonelería silbando otra vez, con paso ágil.

Tanto para Laura como para él era una sensación potente caminar hacia la plaza para encontrarse. El encuentro era inocente aunque ilícito, de inexpertos que sabían pues, aunque ya habían sido marido y mujer y compartido las más recónditas intimidades del matrimonio, ahí se veían empujados de vuelta al comienzo, como niños ignorantes. Se acercaban a la plaza desde direcciones opuestas, con espíritu inquieto, estirando el cuello para captar esa primera imagen del otro, con los corazones palpitantes y las manos húmedas.

Laura divisó a Rye con el agudo instinto de un pato cabezón buscando plancton. En cuanto distinguió la cabeza rubia que avanzaba hacia ella entre vendedores, mercancías y tenderos, contuvo el ansia de sonreír y agitar la mano, y el deseo mayor aún de correr hacia él.

Fue arduo contener la sonrisa que pugnaba por abrirse en su rostro al verlo avanzar, las mangas amplias ondeando en la brisa, la cabeza descubierta bajo el sol estival, el cabello que ya iba oscureciéndose en las raíces, y las cejas que también iban perdiendo la decoloración después de unas cuantas semanas en tierra firme. Y en su rostro bronceado ella leyó la ansiedad que, también él, trataba de controlar.

Ante su proximidad, el corazón de Laura se volvió ingrávido, agitado por la ansiedad, tan punzante ahora como en aquellos lejanos días en el almacén de los botes, cuando conocían juntos las primeras maravillas del amor.

– Hola -dijo Rye, como si no fuese el día más glorioso que existió jamás.

– Hola -respondió, pasando los dedos por un cajón de semillas de chirivía, como si tuviesen algún interés para ella.

– Me alegro de verte otra vez.

«¡Te amo! ¡Estás hermosa!»

– Y yo a ti.

«No puedo olvidarte. Yo siento lo mismo».

– Hola Rye.

Era Josh, mirando hacia arriba. El hombre se apoyó en una rodilla, y le presentó las golosinas.

– Hola, Joshua. ¿Viniste a oír otra vez al subastador?

Josh se puso radiante, y su mirada voló de inmediato de la cara de Rye a los dulces y luego otra vez al hombre, para responder, con acento marinero:

– Sí.

Rye rió con paternal entusiasmo.

– Sí, ¿no es cierto? Ayer lo decías de otro modo.

– Me gusta más así.

Complacido, entregó al niño las golosinas y le ordenó.

– Bueno, entonces vete. Yo cuidaré a tu madre.

Josh salió corriendo sin hacérselo repetir. Laura observó a Rye, que seguía apoyado sobre una rodilla, el codo apoyado en esta, la manga blanca y amplia cayendo sobre la pernera azul del pantalón.

En ese preciso instante, el joven levantó la vista hacia ella y se irguió cuan largo era, para poder contemplarla a su antojo y sorprender el brillo de los ojos castaños antes de que la mirada de Laura se posara otra vez sobre las semillas de chirivía.

– Te lo he traído -dijo Rye en voz baja, dando un vistazo a la plaza para cerciorarse de que nadie los escuchaba o los observaba.

– Ah, ¿sí?

Laura ladeó la cabeza, lo miró, y luego otra vez a las semillas. Como no preguntó en qué consistía el regalo, él se sintió obligado a dilatar la entrega.

– Hoy te has puesto un sombrero encantador.

– Gracias.

– Y me gustan esos rizos que se asoman alrededor.

– Gracias.

– Y tienes la boca más bonita que he visto hoy.

Las comisuras de esa boca se elevaron, y en las mejillas florecieron rosas.

– Gracias.

– Y no me molestaría besarla otra vez lo antes posible.

– ¡Rye Dalton, basta de eso!

Ella también miró alrededor, alarmada.

Rye rió y le atrapó la mano, metida dentro del cajón de semillas.

– ¿Qué me has traído? -ya no pudo contener la pregunta.

Él sacó de la manga la ballena, que quedó a medias oculta bajo las semillas. Mientras la ocultaba en su propia manga, las mejillas de Laura se sonrojaron aún más. Supo que no podría leer lo que había escrito hasta que estuviese sola.

– ¡Oh, Rye una ballena tallada!

Levantó los párpados y se tocó la garganta con un dedo.

– ¿La usarás?

– Es… es muy…

– Personal -concluyó él.

– Sí.

Laura pareció observar las semillas con aire recatado.

– E íntimo.

– Sí.

La mano de Laura pasó al cajón de semillas de calabaza, mientras Rye continuaba:

– Como mis sentimientos por ti cuando la hice… como son ahora mis sentimientos.

Contempló la frente de la mujer, oscurecida por el sombrero, y deseó que ella lo mirase otra vez.

– Shh, Rye, alguien podría oírte.

– Sí, es muy probable, de modo que, o me aseguras que la usarás o gritaré para que me oigan en todo el mercado que la señora de Daniel Morgan tiene algo en la manga y que se trata de una ballena de corsé tallada por Rye Dalton.

Laura disfrutó del placer de estar con él y que la provocase de esa manera. Sonrió con ganas, y lo miró con unos ojos que también tenían un brillo provocativo.

– ¿Y qué fue lo que has escrito en ella?

– Lo que pensaba desde el momento en que me embarqué, alejándome de ti.

– ¿Me hará ruborizar?

– Eso espero.

Más tarde, cuando volvió a la casa, en efecto, se ruborizó. Leyó el poema, invadida por una extraña mezcla de culpa y excitación; a escondidas, cosió la ballena al corsé, donde quedaría en íntimo contacto entre sus pechos, a partir de ese momento. En verdad, el hecho de tener esas palabras apretadas contra la piel le daba conciencia del deseo de Rye de poseerla otra vez, y aunque fuese un pensamiento prohibido, se permitió ahondar en él. Era mujer, era carnal, y el contacto con la ballena era como si Rye la tocase, la tentara cada minuto del día.

– Estoy usándola -susurró cuando volvieron a encontrarse.

Los ojos de Rye se iluminaron con un brillo de placer, y demoró la mirada en el corpiño de Laura, mientras un nuevo hoyuelo se le formaba en la mejilla derecha.

– Muéstrame dónde.

Laura entrelazó los dedos, cruzó los brazos debajo de los pechos, y apoyó el mentón en los nudillos mientras, alrededor, los pescaderos vendían su mercancía.

– Aquí.

– ¿Falta mucho para que pueda quitártela? -preguntó, provocándole un sonrojo muy revelador.

– Rye Dalton, no has cambiado ni una pizca.

– ¡Gracias a Dios, no!

Rió, pero luego se puso serio e insistió:

– ¿Cuándo?

– Estás acosándome.

– Soy yo el que se siente acosado. Quiero llevarte allá, entre los arbustos de arrayán, y aplastar unos cuantos frutos mientras hago lo que escribí en esa talla… y algo más.

Su única recompensa fue comprobar la frustración de Laura, que se sonrojó y se dio la vuelta para comprar manteca.

A ese siguió una sucesión de días inundados de sol, en que los dos se encontraban del mismo modo, comunicándose con el corazón, el pensamiento y los ojos, antes aún de llegar al punto de cita en la plaza. Esos encuentros eran para ellos como un consuelo, y ninguno de los dos pensó a dónde los conducían. Jamás se tocaban: no podían. Y jamás se encontraron a solas… no se atrevían. Pero los ojos intercambiaban mensajes que no podían decir en voz alta, salvo en esos raros momentos en que recibían la bendición de unos pocos minutos a solas. Además, las breves intimidades que se decían los ponían en peligro de hacerlos ceder.

El verano llegó a su plenitud, tentándolos a vagar por el amado paisaje florecido de la isla, como lo hacían años atrás. En la aldea de Siasconset, la hiedra doméstica crecía y reverdecía sobre las pequeñas chozas plateadas de los terrenos angostos de Sconset y, al mismo tiempo, la hiedra venenosa trepaba por los troncos de los pinos silvestres. Arrayanes y brezos cubrían el pedregal y, en las marismas y tierras bajas, resplandecía las flores cerosas del mirto. Los delicados capullos de color lavanda del madroño rastrero, a los que los peregrinos bautizaron «flor de mayo», abrían paso a las perfumadas flores de las rosas silvestres. Las caléndulas del pantano se elevaban como gotas de sol que hubiesen caído a tierra, y en las lomas más altas brotaban los sellos de Santa María y los falsos nardos.

Entretanto, Laura y Rye oscilaban al borde de ceder a la invitación de las colinas que los seducían con una promesa de intimidad. Pero, antes de haber conquistado esa intimidad, Dan Morgan hizo una visita a la tonelería.

Rye, de espaldas a la puerta, colocaba las duelas de un barril en un aro, cuando oyó decir a Josiah:

– Bueno, hacía tiempo que no te veía, muchacho.

– Hola, Josiah. Supongo que has estado bien.

Pero, al decirlo, miraba a Rye, que seguía trabajando sin volverse.

– No me quejo. El negocio marcha bien, y ha habido poca niebla.

Dan volvió a mirar al viejo.