– ¿Están trabajando en el encargo para el próximo viaje del Omega?

– Así es -confirmó el anciano, y siguiendo la mirada del muchacho, decidió que convendría desaparecer con discreción.

Se hizo el silencio mientras Rye colocaba las dos últimas duelas en una banda de madera que las sujetaba en la base, mientras en la parte superior se abrían como los pétalos de una margarita.

– Rye, ¿podemos hablar un minuto? -preguntó Dan, tenso pero cortés.

El tonelero levantó la vista un instante y volvió a su trabajo. Ayudándose con un torno, enroscó la cuerda alrededor de los pétalos de duela.

– Sí, adelante.

Empezó a dar vueltas a la manivela del torno, sintiendo que Dan se acercaba a él por atrás, mientras las cuerdas iban cerrando los pétalos acompañándose con un chirrido.

– Sé que has estado viendo a Laura en la plaza, todos los días.

– Nos hemos encontrado un par de veces.

– ¿Un par de veces? No es así como me lo contaron.

– Ahora que lo pienso, deben haber sido algunas veces.

A cada vuelta de la manivela, las duelas quedaban más próximas, y la cuerda se tensaba como los músculos faciales del visitante.

– ¡Quiero que eso se termine! -ordenó Dan.

– Hemos conversado en la plaza, ante cientos de ojos atentos, y con el niño entre nosotros.

– Aún así, la gente habla… es un pueblo pequeño.

Las duelas ya estaban juntas, curvándose en el medio. Rye recogió un aro de metal, lo colocó alrededor, y lo calzó, golpeándolo con maza y broca.

– Sí, es verdad, y todos saben que ella es mi esposa.

– No, ya no lo es. Quiero que te apartes de ella.

Por fin, las manos de Rye se quedaron quietas y miró a Dan a los ojos.

– ¿Y ella qué opina al respecto?

Dan palideció y endureció la mandíbula.

– Lo que sucede entre nosotros no es asunto tuyo.

– Lo que hay entre vosotros es mi hijo, y ya lo creo que es asunto mío.

Ese era un hecho que Dan no podía negar, y que le hacía sentirse atravesado por el temor. Le tembló un poco la voz:

– ¿Lo has usado para alejarla a ella de mí?

Rye giró, furioso, y tiró las herramientas sobre un banco, donde cayeron con estrépito.

– Maldición, ¿por quién me tomas, Dan? El chico no tiene idea de que soy su padre. No tengo intenciones de volverlo en contra de ti, ni de hacerlo elegir entre nosotros dos. Lo único que pasó fue que Laura lo llevó a la plaza para que yo pudiese verlo un poco, conversar con él, conocernos.

– Me contó que le llevaste barras de caramelo y, el otro día, me mostró un diente de ballena que dice que tallaste para él.

– Sí, yo se lo di, no lo niego. Pero, si estuvieses en mi lugar, ¿podrías contenerte y no hacer lo mismo?

Las miradas de ambos se encontraron, Rye, con expresión defensiva, Dan, colérica. Y sin embargo, un ramalazo de culpa azotó a Dan, seguido por la comprensión de lo que sería si a él se le exigiese que renunciara al papel de padre. Pero siguió, en tono severo:

– Desde el día en que nació, vi crecer a Josh. Estuve ahí, junto a Laura, el día que zarpaste, cuando te suplicó que no te marcharas. Estuve cuando lo bautizaron, y cuando enfermó por primera vez y la madre necesitaba apoyo moral, a alguien a quien contarle sus miedos. Después de que nos casamos, me turné con ella para pasearlo por la noche, cuando contrajo tos ferina, cuando le salían los dientes, cuando le dolían los oídos, y… ¡y los cientos de veces que llora un recién nacido! Estuve cuando cumplió el primer año, y cada cumpleaños después de ese, mientras tú estabas ausente… ¡cazando ballenas!. -Se dio la vuelta-. Y jamás sentí que lo amara menos porque fuera tuyo. Tal vez, por eso mismo, lo amé más, quizá traté de compensarlo por el hecho de que te… hubiese perdido a ti.

Rye fijó la mirada seria en los hombros de Dan.

– ¿Y ahora, qué quieres? ¿Que te dé las gracias? Bueno, las tienes, pero eso no te da derecho a impedirme que lo vea.

Dan se dio la vuelta otra vez, furioso.

– ¿Y a ella junto con él?

Las miradas chocaron cuando se enfrentaron, uno a cada lado del barril a medio hacer hasta que, de repente, Rye se puso a trabajar otra vez, volviendo el barril para colocar el aro del otro extremo.

– Yo esperaba que tú lucharas por ella; ¿acaso tú esperabas menos de mí? Confórmate con que no haya ido a reclamar esa cama donde te acuestas con ella… sabes que también me pertenece.

El cruel comentario dio en el blanco y Dan se apresuró a tomar revancha.

– Y yo creo que es para lo único que la quieres, a juzgar por lo que recuerdo.

– ¡Maldición, hombre, vas demasiado lejos! -vociferó Rye Dalton, apretando los puños y dando un paso adelante con aire amenazador, con el mazo aún en la derecha.

– ¿Ah, sí? ¿Acaso me consideras tan ignorante para no saber lo que hacíais cada vez que huíais solos, cuando teníamos dieciséis años? ¿Crees que no sufría, deseándola mientras veía cómo corría tras de ti como si yo no estuviese vivo siquiera? Si crees que la dejaré hacerlo otra vez, estás muy equivocado, Dalton. Ahora es mía, y ya esperé bastante a tenerla para mí.

Rye sintió que bullían dentro de él la ira y la violencia pues, a semejanza de casi todos los que robaban besos, jamás sospechó que otros hubiesen adivinado.

– La amo -dijo, sin rodeos.

– La dejaste.

– Ya he regresado. ¿Y si dejamos que ella decida?

– Yo soy la alternativa legal, y estoy dispuesto a ocuparme de que esos encuentros se acaben.

Ya casi como de pasada, Rye tomó una azuela y se puso a igualar el contorno irregular de una duela.

– Tienes derecho a intentarlo -reconoció-. Te deseo buena suerte.

Dan cedió, admitiendo que no esperaba lograr más de lo que logró, irritado porque Rye no negaba nada y presentaba pelea franca, irritado aún más por el temor de que este rival pudiese ganar. Giró sobre los talones y salió con pasos coléricos, rozándose con Josiah que, con aire indolente, estaba sentado junto a la puerta, sobre un barril.

Cuando entró, se encontró con Rye blandiendo la azuela con furia, ya disipada toda apariencia de desinterés. El viejo chupó la pipa y se quedó mirándolo sin hablar, alertado por las arrugas que crispaban el ceño del hijo.

Pero eso no fue nada comparado con la rabia que más tarde provocó la visita de Ezra Merrill, quien apareció ante la puerta doble y entró con timidez.

– Buenos días, Josiah.

Parecía nervioso.

– Ezra -saludó el encanecido tonelero. Entornó los ojos y vio que Ezra buscaba a Rye, que estaba trabajando en el fondo de la tonelería-. ¿En qué puedo ayudarte?

– En realidad, vengo a ver a tu hijo.

– Bueno, ahí está.

Ezra carraspeó y avanzó hacia Rye, que dejó de golpear el fondo de un barril que estaba ajusfando, y miró sobre el hombro.

– Hola, Ezra. -Se volvió sin soltar el martillo-. ¿Necesitas que te haga algo?

El visitante volvió a carraspear.

– En realidad, n-no… He venido en misión oficial. Me ha contratado Dan… eh, quiero decir, Daniel Morgan, o sea que actúo en su nombre.

Fue evidente cómo se crispó la mano en el mango del martillo. Ezra fijó la vista en ella y luego la levantó de nuevo.

– ¿Y ahora, qué diablos se propone?

– ¿Es usted el propietario de la casa que se encuentra al final del callejón comúnmente llamado Crooked Record?

Rye echó una mirada al padre, y luego volvió otra vez la vista al abogado, con las cejas fruncidas.

– Bueno, por el amor de Dios, Ezra, sabes tan bien como yo que soy dueño de esa casa. Todos los habitantes de la isla lo saben.

El rostro de Ezra Merrill estaba rojo como una manzana de otoño.

– He sido autorizado por Daniel Morgan para hacerle una oferta de setecientos dólares por la compra de la casa, sin ninguno de los muebles o enseres que estén dentro desde hace cinco años o más, y que está en libertad de llevarse.

Dio la impresión de que el tonelero crepitaba, como en medio del silencio que precede a la tormenta.

– ¿Qué? -refunfuñó Rye, dando un paso hacia Ezra y apretando la cabeza del martillo contra la palma de la mano.

– He sido autorizado para hacerle una oferta…

– ¡La casa no está en venta! -vociferó.

– El señor Morgan me ha dado instrucciones de…

– ¡Vuelva y dígale a Dan Morgan que mi casa no está en venta, como tampoco lo está mi esposa! -estalló, avanzando hacia Ezra, que retrocedía con los labios apretados y los ojos parpadeando asustados.

– Entonces, ¿usted… yo… debo decirle a… eh, al señor Morgan que rechaza su oferta?

A medida que Rye hacía retroceder al tembloroso letrado hacia la puerta, haciendo temblar el techo, literalmente, iba subrayando cada palabra con pequeños empujones del martillo en el pecho de Merrill.

– Dígale a Dan Morgan que la maldita casa no está en venta y no lo estará jamás, mientras me quede aliento. ¿Está claro?

Rye vio cómo el abogado se escabullía por la calle, sujetando el sombrero en la cabeza calva. El joven apretaba el martillo con tanta fuerza que el mango de nogal pareció comprimirse. Josiah no hizo más que chupar la pipa. Ship retrocedió y se metió en la sombra bajo el banco de herramientas, lanzó un gemido, apoyó la cabeza en las patas, y siguió al amo con ojo vigilante.


Laura jamás había visto tan enfadado a Dan como esa noche, después del enfrentamiento con Rye. Esperó a que Josh se acostara, y entonces dijo sin preámbulos:

– Todo el pueblo sabe que has estado encontrándote con Rye en la plaza, con toda desvergüenza.

– ¿Encontrándome? No se podría calificar de encuentros a un intercambio de saludos.

– Hoy lo vi, y él no lo negó.

– ¿Lo viste… dónde?

– En la tonelería. ¡Tuve que tragarme el orgullo y presentarme allí para exigirle que dejara de cortejar a mi esposa bajo las miradas curiosas de todo el pueblo y, ya de paso, hacerme pasar por tonto!

Laura enrojeció y se dio la vuelta.

– Dan, estás exagerando.

– ¿Ah, sí? -le espetó.

– Claro que sí. Josh y yo hemos conversado con él cuando fuimos de compras, pero nada más… te lo aseguro. -Lo miró, aduladora, y en voz más suave, intentó hacerle entender-: Josh es su hijo, Dan. ¿Cómo puedo impedirle…?

– ¡No mientas más! -gritó Dan-. Y deja de ocultarte detrás del chico. No lo permitiré, ¿me oyes? ¡No quiero que se convierta en un peón mientras que vosotros dos provocáis un escándalo público!

– ¿Escándalo? ¿Quién lo llama escándalo…? ¡No hemos hecho nada malo!

Ansiaba creerle, pero las dudas lo carcomían, fortalecidas por lo que sabía desde el pasado.

– Has estado… haciendo algo malo con él desde… -Entrecerró los ojos, con aire acusador-. ¿Desde cuándo, Laura? -El tono se volviósedoso-. ¿Cuándo empezó todo entre tú y Rye? ¿Cuando tenías quince? ¿Dieciséis? ¿O antes, aún?

El rostro de Laura se quedó exangüe y no supo qué contestar ni qué hacer: permaneció ahí con expresión culpable bajo las acusaciones. Pensar que él lo supo todos esos años y nunca había dicho nada hasta entonces, la dejó atónita.

– No… -suplicó, con voz tenue.

– ¿Que no? -repitió, en tono duro-. ¿Que no te recuerde las veces que dejaste a tu… a tu sombra, creyendo que él no veía las manchas de moras que tenías en la espalda cuando bajabais de las colinas con la boca todavía fruncida, y tus mejillas estaban irritadas por sus patillas, antes de que hubiese aprendido a afeitarse?

Laura se volvió, con la barbilla sobre el pecho.

– Lamento que lo supieras. Nunca tuvimos intenciones de herirte, pero no tiene nada que ver con el presente.

– ¿Ah, no? -La aferró del brazo, obligándola a mirarlo-. Entonces, ¿por qué te vuelves y te sonrojas? ¿Qué pasó entre vosotros en el huerto, la noche de la fiesta en la casa de Joseph Starbuck? ¿Por qué os ausentasteis tanto tiempo sin dejar rastro? ¿Por qué no respondiste cuando te llamé? ¿Cómo crees que me sentí cuando entré a buscarte y supe que todavía no habías vuelto?

– ¡No pasó nada… nada! ¿Por qué no me crees?

– ¡Creerte! ¡Pero si voy por la calle y la gente se ríe entre dientes a mis espaldas!

– Lo lamento, Dan, nosotros… yo…

Se le ahogó la voz.

Dan le clavó la mirada con expresión colérica, y vio que hacía ingentes esfuerzos para no llorar.

– Sí, querida esposa… nosotros… yo… ¿qué?

– No pensé en lo que les parecería a los demás vernos juntos. Yo… te aseguro que no volveré a verlo.

Dan se arrepintió enseguida de haberla hecho darse la vuelta con tanta rudeza. Jamás la había tocado de otro modo que con ternura, ni le dio motivos para que asomara el temor a sus ojos. Con esfuerzo, apartó de su mente la imagen de Rye y estrechó a Laura con fuerza contra el pecho, sintiendo que la perdía incluso cuando le prometía serle fiel. Ocultó la cara en el cuello de la mujer, percibiendo el miedo y la pasión que lo recorrían por dentro. Con todo, Josh era hijo de Laura y de Rye, y lo abrumaba la culpa de negarle el hijo al otro.