– Oh, Dios, ¿para qué volvió? -dijo con voz grave, apretando a Laura con tanta fuerza que parecía querer estrujarla.
– Dan, ¿qué estás diciendo? -exclamó, forcejeando para librarse del abrazo-. Es… era tu amigo, y tú lo querías. ¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¿Acaso desearías que hubiese muerto?
– No quise decir que le deseaba la muerte, Laura… no, muerto no. -Con expresión horrorizada, se sentó pesadamente y ocultó la cara entre las manos-. Oh, Dios -gimió desdichado, sacudiendo la cabeza.
Viéndolo, ella también sufrió. Comprendía el conflicto de emociones que hacía cambiar a Dan, que lo hacía sentirse disgustado consigo mismo. El mismo conflicto a veces se debatía dentro de ella porque amaba a dos hombres, a cada uno de manera distinta, pero con la suficiente intensidad para no querer herir a ninguno de los dos.
– Dan -dijo con tristeza, apoyándole las manos en los hombros caídos-, yo también estoy muy confundida.
Dan alzó hacia ella su rostro torturado y vio que lágrimas no vertidas le brillaban en los ojos. Deseó que no expresara sus sentimientos, pero, con un matiz de pesadumbre en cada palabra, y mientras se dirigía al extremo opuesto de la habitación, Laura siguió:
– Sería una mentirosa si te dijese que no siento nada por él. Lo que existe entre Rye y yo viene desde la infancia. No puedo hacerlo desaparecer ni fingir que jamás existió. Lo único que puedo hacer es reflexionar y tratar de adoptar la decisión correcta para… para cuatro personas.
Dan podría haber pronunciado las mismas palabras, con la misma sinceridad… lo que existía entre Rye y él también venía desde la infancia, pero saberlo complicaba más todavía la situación. Oyéndolo, comprendió que su lugar de esposo de Laura, en el mejor de los casos, era incierto pues setecientos dólares y la escritura de la casa no necesariamente serían una escritura sobre el corazón de la mujer.
La contempló desde el otro lado de la habitación en penumbras. Tenía las manos crispadas, y el rostro era una máscara de emociones en conflicto. De pronto, supo que no podía afrontar la verdad y fue hacia la puerta, tomando la chaqueta de un tirón y poniéndosela.
– Salgo un rato.
La puerta se cerró de un golpe, dejando una ausencia tan profunda que Laura sintió que la devoraba. Le llevó unos minutos creer que de verdad se había ido, porque nunca salía por la noche salvo para llevar a Josh a dar un paseo o a visitar a sus padres. Pero esa noche era diferente. Esa noche, Dan escapaba.
Estuvo ausente dos horas, y lo esperó levantada. Cuando entró, se detuvo de golpe.
– ¡Todavía estás levantada! -exclamó sorprendido, y una chispa de esperanza le hizo levantar las cejas.
– Necesitaba que me ayudaras con los cordones -le explicó.
La esperanza se esfumó. Se volvió, colgó la chaqueta del perchero y dejó las manos sobre el poste unos segundos, como si necesitara tiempo para serenarse.
Por fin se volvió, aún sin alejarse de la puerta.
– Yo… lamento que te hayas quedado levantada.
– Oh, Dan, ¿adónde fuiste? -le preguntó, con expresión afligida.
Él la miró distraído unos segundos hasta que respondió, en tono bajo y herido:
– ¿Acaso te importa?
El dolor oscureció los ojos de Laura.
– Claro que me importa. Hasta ahora, nunca te habías ido así. Así… enfadado.
Dan se tiró del borde del chaleco y fue hasta la mitad de la habitación.
– Pero estoy enfadado -dijo sin rastros de emoción-. ¿Tendría que haberme quedado así? ¿Hubieses preferido eso?
– Oh, Dan, dejemos…
Pero no sabía cómo terminar. ¿Dejemos qué? ¿Vayamos a la cama y olvidémoslo? ¿Finjamos que todo sigue igual? ¿Que Rye Dalton no existe?
Observándose mutuamente, los dos sabían por qué Laura dejó la frase inconclusa: era imposible fingir. Rye estaba entre ellos a cada hora, de día y de noche.
Dan suspiró, fatigado.
– Ven -dijo-. Es tarde. Te ayudaré a desvestirte; así podremos dormir.
Dejó caer los hombros y fue hasta donde estaba Laura, la tomó del codo y la condujo hacia el dormitorio.
Junto a la cama, la mujer le dio la espalda, y cuando se paró detrás de ella percibió el olor a coñac en el aliento de Dan. ¡Pero si él no era hombre de beber! La culpa la invadió mientras los dedos del esposo recorrían la hilera de ganchos en la espalda. Cuando el vestido estuvo suelto, Laura se lo quitó y esperó. Se produjo un largo silencio tenso, quieto, y supo que la vista de Dan estaba clavada en su espalda desnuda. Por fin, le desató los cordeles del corsé y los aflojó, pero cuando ella se inclinó para salir del aro de ballenas rígidas, chocó de espaldas con él y así supo que no se había movido. Se incorporó y, de repente, los brazos de él le rodearon el torso y la abrazó con gesto posesivo. La boca se abatió, dura, contra el costado de su cuello y la lengua le dejó una pincelada de coñac en la piel.
– Oh, Laura, no me dejes -le suplicó, apretándole los pechos, reteniéndola junto a su cuerpo.
A través de la tela delgada de los calzones, Laura sintió la erección. El aliento de Dan le provocaba deseos de apartarse, pero no lo hizo. Cubrió las manos de él con las suyas y echó la cabeza atrás, sobre el hombro de él.
– Dan, no te dejo. Estoy aquí.
Dan bajó la mano por el cuerpo de Laura, ahuecándola sobre el monte de su feminidad con un apretón fuerte y desesperado que casi la levantó del suelo.
– Laura, te amo… siempre te he amado… nunca supiste cuánto… te necesito… no me dejes.
La letanía siguió, desesperada, hecha de súplicas que tenían intenciones de enardecerla y, más bien, le provocaban compasión. Le desabotonó la cintura y deslizó la mano sobre el vientre desnudo, y ella obligó a su cuerpo a responder. Pero sólo sintió sequedad, y se crispó cuando la caricia se hizo más íntima. Esa brusquedad no era propia de Dan y le hizo comprender el alcance de su desesperación. Trató de convencerse de que tenía que tranquilizarlo y, aún así, cuando la hizo volverse entre sus brazos y la besó, el gusto del coñac le revolvió el estómago.
– Tócame -le suplicó, y Laura lo hizo, pero el gesto le recordó lo diferente que era el cuerpo de Rye.
El latigazo de la culpa fue inmediato, y la forzó a poner en sus caricias y sus besos más de lo que sentía. Con todo, pensar en Rye provocó la primera y débil sensación entre sus piernas y por eso siguió pensando en él, para facilitar las cosas, incluso mientras Dan se arrancaba la ropa, apagaba la vela, y la hacía acostarse. Mientras el cuerpo del hombre se movía sobre el suyo, Laura evocó el gajo de naranja -dulce, luminoso, jugoso-, resbalando entre los labios de Rye, dejando sabrosas gotas en la boca sonriente. Imaginó la lengua de Rye que recogía las gotas, aunque era la de Dan la que se deslizaba por sus labios. Pero, al fin, su cuerpo se volvió receptivo, y las caderas de Dan se movieron sobre las suyas un instante antes de embestirla con fuerza y temblar. Para él terminó cuando para Laura casi no había empezado.
Sintiendo el peso de su cuerpo sobre ella, Laura recordó el desván de la caseta de botes del viejo Hardesty, recordando aquellas veces con Rye, y sintió ganas de llorar. «Oh, Rye, Rye, si estuvieses junto a mí…»
Sin embargo, cuando Dan se durmió, Laura se sintió avergonzada de haber usado el recuerdo de otro hombre para excitarse.
Capítulo9
Al día siguiente, Josiah no dijo nada cuando Rye subió a la vivienda a la hora habitual y luego regresó con marcas recientes del peine en el cabello, y la camisa pulcramente metida en la cintura del pantalón.
– No tardaré -dijo el joven saliendo por las puertas dobles con paso confiado.
Pero tardó más que de costumbre, porque esperó, vigiló, y recorrió la plaza con la vista hasta que se dio por vencido treinta minutos después. Se oyó la advertencia que marcaban sus botas antes de que entrase, irritado, por la puerta de la tonelería, con los labios apretados y una expresión de ira contenida.
Josiah guiñó los ojos tras el humo de la pipa, siguiendo al hijo con la vista.
– Así que hoy ella no ha aparecido -comentó en tono tranquilo.
El puño de Rye se estrelló como un ariete sobre un banco de trabajo.
– ¡Maldita sea, ella es mía!
– Pero Dan no lo admite.
– Ella quiere serlo.
– Sí, pero, ¿eso qué importa, si la ley está del lado de Dan?
– Del mismo modo que la ligó a él, la ley puede liberarla.
El ceño de Josiah se hizo tan profundo que casi ocultó los ojos gris azulado tras las cejas grises.
– ¿Divorcio?
Rye perforó al padre con su mirada decidida.
– Sí, eso es lo que estoy pensando.
– ¿En Nantucket?
Esas dos palabras no necesitaban mayores aclaraciones. Las rígidas creencias puritanas de los fundadores de Nantucket perduraban; Rye no había oído hablar en su vida de que ninguna pareja de la isla se divorciara.
Con un suspiro se sentó sobre un barril, se inclinó adelante y entrelazó los dedos en la nuca, clavando la vista en el suelo.
Josiah apoyó en el suelo uno de los mangos de la cuchilla de desbastar, se quitó la pipa y cambió repentinamente de tema.
– He estado pensando. En los últimos tiempos, no me sirves de mucha ayuda, arrojando herramientas como si quisieras matar a alguien, rompiendo duelas en buen estado y olvidando en el agua las que dejas en remojo.
Rye alzó la vista: su padre jamás se quejaba; Josiah era el hombre más paciente que conocía. Siguió hablándole, con su seco acento de Nueva Inglaterra.
– Tenemos que establecer acuerdos con los de tierra firme para que nos envíen el suministro de invierno de duelas.
Como en Nantucket no había posibilidad de proveerse, Josiah compraba duelas sin desbastar a los granjeros de tierra firme, que tenían una provisión ilimitada de madera y que, a no ser por esos encargos, tendrían a los trabajadores ociosos durante el largo invierno. Todas las primaveras, cambiaban el suministro de un año entero de tablas de tamaño apropiado por barriles terminados y cubos, arreglo tan provechoso para el granjero como para el tonelero.
– Será mejor que vayas y hables con los granjeros de Connecticut. -En este punto, Josiah señaló a Rye con la pipa-. Me parece que podría convencerte de que fueras y te encargases de esa tarea.
Las palabras del padre empezaron a apaciguar la ira de Rye.
Josiah inclinó de nuevo la cabeza gris sobre el trabajo, y de la cuchilla seguían cayendo espirales de madera y la columna de humo de la pipa se elevaba para luego disiparse sobre su cabeza. Murmuró, como para sí:
– Si yo estuviese sentado sobre ese barril, pensaría en hablar con los abogados de tierra firme para averiguar cuáles son mis derechos. No me conformaría con la palabra de Ezra Merrill de que la cosa ya no tiene remedio.
Con los codos aún apoyados en las rodillas, Rye fijó la vista en la espalda del viejo, que se flexionaba con cierto ritmo cuando los vigorosos antebrazos tiraban y luego retrocedían para arrancar otro pedazo al listón de cedro. Contemplándolo y reflexionando, sintió que se le ablandaba el corazón. Sin hablar, se incorporó, se puso de pie, fue a pararse detrás del padre y apoyó una mano sobre el hombro fuerte y flexible. Sintió cómo abultaban y se endurecían los músculos bajo los dedos, cuando Josiah completó el movimiento. También sin hablar, el anciano dejó quieta la cuchilla y alzó la mirada sabia hacia el hijo, que lo miró con los ojos nublados por la ira. Josiah apretó los labios. Los abrió, dejando escapar una nubécula de humo. Rye le apretó el hombro y dijo en voz queda:
– Está bien, padre, iré. Es justo lo que necesito… gracias.
Josiah asintió, y Rye le apretó otra vez el hombro y luego dejó caer la mano.
Laura supo que Rye se había ido de la isla, y eso le ayudó a mantener la promesa hecha a Dan, aunque tenía la sensación de que él podía ver lo que habitaba en la zona oculta de su mente. Cada vez con más frecuencia, alzaba la vista y lo sorprendía contemplándola con expresión consternada, como si hubiese detectado sus pensamientos secretos. Empezó a sentir la irritación de saber que él tenía derecho a desconfiar de ella, pues aunque su cuerpo permaneciese leal a él, su mente vagaba a menudo con Rye por las colinas.
Le debía mucho a Dan. Había sido un buen esposo y, si era posible, un padre todavía mejor. Le había enseñado a Josh a volar una cometa, a caminar con zancos, a distinguir una gaviota de un gaviotín y a manejar la pluma, cosa bastante difícil. Si hasta Josh comenzaba a dominar el alfabeto y sus letras temblorosas inspiraban los constantes elogios de Dan. Ambos pasaban largas sesiones inclinados sobre la mesa de caballete, con las cabezas juntas. Y cuando se volcaba la tinta, en lugar de cólera mostraba paciencia; cuando las letras salían mal, le daba ánimos en lugar de criticarlo.
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