Pero casi todas las noches, cuando terminaban las lecciones, Dan se quedaba en la casa por un breve lapso para después ponerse la chaqueta y el sombrero y salir en busca del solaz que, al parecer, le proporcionaba el alcohol. Entonces ella se paseaba inquieta por la casa, tocando los innumerables objetos de lujo que Dan le había comprado: la pila de cinc, la parrilla de latón para asar, colocada delante del hogar y, encima, el torno con manivela para dar vueltas a las carnes puestas a asar. A veces, deslizaba los dedos por la repisa mientras recorría la habitación silenciosa, y contemplaba las piezas de metal blanco que Dan había insistido en comprar, para que no tuviera que estar constantemente fundiendo y rehaciendo las de peltre, que se rompían, se torcían o se agujereaban a menudo.

Después, comenzó a llevarle regalos: primero apareció con jabón perfumado, y la convenció de que dejara de tomarse la molestia de prepararlo ella. Cuando Laura protestó, Dan restó importancia al regalo insistiendo en que no era costoso, pues cualquier candelera de la isla podía hacerlo con los mismos materiales y empleando procesos similares a los que se utilizaban para fabricar velas. Cuando atracó un barco proveniente de Francia, llegó a la casa con un colorido azucarero pintado y barnizado y un bote para guardar té.

Ella sabía por qué le traía regalos cada vez más a menudo, y esas constantes ofrendas aumentaban su sentimiento de culpabilidad. Incluso cuando los aceptaba, se preguntaba cómo romper con esa buena vida que él les brindaba, tanto a ella como a su hijo, sin dañar a ninguno de ellos.

Cuando volvió del viaje al continente, Rye se encontró con que había recibido un cheque… de parte de Dan. El alquiler de la casa. Obstinado, se negó a hacerlo efectivo, ¡y le gritó a Josiah que hubiese sido como aceptar una renta de Dan por el uso de Laura!

Entretanto, la muchacha necesitaba hablar con alguien, una persona que pudiese ayudarla a ordenar los confusos sentimientos de una mujer que sopesaba el deber hacia un hombre y resistía la tentación de buscar a otro: de este último, durante el día llevaba apretada contra el corazón la ballena que le había tallado, y de noche, su imagen poblaba sus sueños.

Descartó la posibilidad de ir a hablar con su madre. Tampoco podía hacerlo con sus amigas casadas, porque también eran amigas de Dan. Sólo quedaba su hermana Jane, que vivía en Madaket Harbor, a media hora de caminata hacia el Oeste.

El marido de Jane era pescador, y seguía la costumbre de salir de pesca en Nantucket y alrededores, de acuerdo con la temporada: en marzo, el arenque que poblaba los canales de las islas; en abril, el bacalao y el abadejo, en el extremo oriental de la isla. Pero Laura sabía que, en ese momento, John Durning debía de estar pescando bacalao en Sankaty Head, y que ella y Jane podrían conversar tranquilas.

Se puso una abrigada capa con capucha y cruzó las colinas al oeste del pueblo, siguiendo una línea paralela a los altos acantilados que recorrían la curva interior de la isla, dichosa de hallarse otra vez en los salados brezales, aunque el día estuviese nublado y amenazara con llover. Mientras Josh la precedía dando saltos, Laura avanzó por Cliff Road, que se curvaba entre las zonas más estrechas de Long Pond. Al aproximarse a las colinas del lado Noroeste de la isla y mirar más allá de Madaket Harbor, apenas se distinguía la isla Tuckernuck a través de la llovizna que caía. Se puso a temblar, y se apresuró.

La casa de Jane era del mismo tipo que la suya, gastada por las inclemencias del tiempo y, a medida que crecía la familia, se le habían agregado dos cuartos en voladizo, pues Jane tenía seis hijos, y cualquier día se podía encontrar allí a otros tres, entorpeciendo el paso… ¡hasta dar la sensación de que brotaban niños de entre las tablas que formaban los muros! Jane se movía con sorprendente calma en medio del barullo y las peleas, frenando las riñas que necesitaban ser arbitradas, atendiendo las exigencias constantes de alimento, y limpiando la suciedad inevitable que seguía a las meriendas de los niños con leche y tartas de mermelada.

En cuanto entró en la casa de su hermana, Laura supo que había cometido un error al elegir un día lluvioso para una charla confidencial. El clima había confinado a sus seis sobrinos dentro de la casa y, al parecer, cada uno de ellos había llevado consigo un batallón de amigos. Josh estaba en la gloria, porque fue inmediatamente incluido en el juego de búsqueda del tesoro, en cuyo desarrollo toda la tribu se dispersó por los rincones de la sala, sin dejar de lado las faldas de Laura y de Jane: los niños no vacilaron en revisar los bolsillos de ambas mujeres, sus orejas, e incluso sus zapatos, en busca del tesoro escondido.

Risueña, Jane estimuló el alboroto sugiriéndoles posibles escondites, mientras Laura se impacientaba cada vez más. Pero cuando ya desesperaba de tener una ocasión para abordar el tema, fue Jane misma la que lo trajo a colación:

– Toda la isla habla acerca de tú y Rye… y de Dan, por supuesto.

– ¿En serio? -preguntó Laura, sorprendida.

– Se dice que te encuentras con Rye en secreto.

– ¡Oh, Jane, no es verdad!

– Pero has estado viéndolo, ¿no es así?

– Sí, claro que lo he visto.

Jane observó a su hermana un instante, y le dijo.

– También nosotros. Tiene un aspecto maravilloso, ¿verdad?

Laura sintió que se sonrojaba, y sabía que Jane la observaba con atención, mientras proseguía.

– Vino a visitarnos, trayendo unas chucherías que había tallado para los niños, aunque no sabía que teníamos tres más. Se sorprendió bastante al saber que teníamos hijos como para tripular un ballenero. -Jane rió entre dientes y luego, poniéndose seria, posó la mirada de los ojos almendrados en la hermana-. Lo han visto mucho caminando por las marismas, y dicen que recorre la costa con la perra pegada a los talones, y que él mismo tiene aspecto de perro perdido.

La imagen de Rye desolado, vagando por la isla con Ship pegada a los talones hizo que el semblante de Laura se crispara.

– Oh, Jane, ¿qué debo hacer?

Se tapó los ojos, ahora arrasados por las lágrimas.

Uno de los niños pasó chillando, pero Jane lo ignoró y acarició el cabello de su hermana en gesto de simpatía.

– ¿Qué quieres hacer?

– Quiero impedir que alguien resulte herido -sollozó, desdichada.

– No creo que eso sea posible, pequeña.

Al oír el apelativo cariñoso, Laura tomó la mano de la hermana y se la apoyó un instante en la mejilla, para luego apoyarla sobre la mesa, donde quedó entre las dos.

– Si lo que dicen es cierto, entonces los he hecho desdichados a los dos. Rye, vagando por las dunas con la perra, esperando que yo le diga que sí, y Dan, que sale todas las noches de casa para beber hasta que se le pasa el miedo de que le diga que no. Y, entre ellos, Josh, que no tiene ni idea de que Rye es su padre. Ojalá supiera qué hacer.

– Tienes que hacer lo que te dicte el corazón.

– Oh, pero… tú no has visto la expresión de Dan cuando vuelve a casa con otro regalo para mí, con la esperanza de que… oh, Jane, es espantoso. -Otra vez estalló en lágrimas-. Ha sido tan bueno conmigo… y con Josh.

– Pero, ¿tú a quién amas, Laura?

Los ojos enrojecidos elevaron la vista. Los labios temblorosos se separaron. Laura tragó saliva, y bajó la vista de nuevo.

– Tengo miedo de responder.

Jane volvió a llenar la taza.

– ¿Porque los amas a los dos?

– Sí.

Acercando la mano por encima de la mesa, Jane frotó con suavidad el dorso de la de Laura.

– Yo no puedo decirte lo que tienes que hacer. Lo que puedo decirte es esto: yo ya estaba casada cuando… bueno, cuando tú y Rye os convertisteis en adolescentes. Os vi crecer ante mis ojos. Observé lo que sucedía entre vosotros, y el modo en que Dan te seguía con la misma expresión que debe de tener ahora, cuando te lleva regalos, intentando conquistar tu amor. Querida Laura… -Con un dedo, levantó la barbilla trémula de su hermana, y la miró a los ojos castaños de expresión angustiada-. Mucho antes de que os casarais, yo sabía cómo eran las cosas entre tú y Rye. Lo supe porque John y yo estábamos tan enamorados que fui capaz de reconocer los síntomas en otros. Vosotros dos no podíais quitaros la vista de encima… y sospecho que tampoco las manos, cuando estabais solos. ¿Sería descabellado por mi parte preguntarte si tu actual desdicha tiene algo que ver con eso?

– Jane, no hemos hecho nada desde que él regresó. Él… nosotros…

Tartamudeando, terminó por quedarse callada.

– Ah, ya entiendo. Quisieras que sucediese.

– Por Dios, Jane, lo he combatido.

– Sí. -La pausa de Jane fue elocuente-. Así que Rye anda por las dunas con la perra, y tú vienes a llorar a mi cocina.

– Pero estuve casada con Rye menos de un año, y cuatro con Dan. ¡Le debo algo!

– Y a ti… ¿qué te debes a ti? Por lo menos la verdad. Que si la falsa noticia de la muerte de Rye Dalton no hubiese llegado jamás a Nantucket no estarías casada con Dan más que cuando tenías diecinueve años y elegiste a Rye.

– ¿Y qué hay de Josh?

– ¿Qué pasa con él?

– Quiere mucho a Dan.

– Es joven y flexible. Se adaptaría al enterarse de la verdad.

– Oh, Jane, si pudiera estar tan… tan segura como tú…

– Estás segura. Lo que sucede es que estás asustada.

– Estoy legalmente casada con Dan. Haría falta un divorcio.

– Fea palabra. Es suficiente para asustar a cualquiera que haya sido criado en esta región puritana, y para que los más benevolentes te miren con desprecio en la calle. ¿Es eso lo que estás pensando?

Con gesto cansado, Laura negó con la cabeza y apoyó la frente en la mano.

– Ya no sé qué es lo que pienso. No sabía que todos en la isla nos observaban a Rye y a mí con tanta atención.

Jane se quedó pensativa largo rato; después se irguió en la silla, tamborileó con la mano sobre la mesa como si fuese un juez bajando el martillo, y comentó:

– Se dice que es frecuente ver a Rye vagando por las dunas. Si te encontraras por ahí con él, ¿quién podría asegurar que no fue por casualidad? ¿Y quién os vería?

– Caramba, Jane…

Pero antes de que pudiese agregar algo más, se abrió la puerta y entró John Durning, robusto y vocinglero, lanzando un atronador saludo a los niños y depositando un franco beso en la boca de su esposa, antes incluso de quitarse el impermeable amarillo. Saludando con un alegre hola y una sonrisa a Laura, se colocó detrás de la silla de Jane y le apoyó las manos a los costados del cuello, masajeándola con los pulgares, mientras bromeaba:

– ¿Qué hay para que un hombre se caliente el cuerpo al llegar a su hogar con un tiempo como este?

Jane giró la cabeza para sonreírle:

– Hay té, entre otras cosas.

El evidente cariño entre los dos, y la manera en que disfrutaban de su mutua compañía y bromeaban, recordó a Laura cómo solían ser las cosas con Rye cuando llegaba a casa. Era como eso: la sonrisa, la caricia atrevida, las frases con doble intención. Los simples hechos cotidianos se veían magnificados hasta convertirse en algo sublime, porque eran compartidos.

Si te encontraras por ahí con él, ¿quién podría asegurar que no fue por casualidad?

Y aunque sin duda era tentador, desde ese día Laura evitó con cuidado las dunas.


A los habitantes de la isla se les había hecho habitual ver a Rye Dalton y a su perra vagando por los caminos. Podía vérselos al principio y al final del día, andando por los innumerables senderos del interior de la isla, o por alguna de las playas de arena blanca, el hombre delante, la perra pisándole los talones.

A menudo se recortaban las siluetas de los dos contra el encendido cielo, hacia el Naciente, en los amaneceres cargados de rocío, sentados en la cima de Folger Hill o de Altar Rock, los puntos más altos de la isla, y como telón de fondo, la vista panorámica de la lengua de tierra bordeada de blanco y el infatigable Atlántico más allá. Y si el amanecer era sombrío, los viejos pescadores que vivían en las minúsculas chozas en las costas de Sconset, solían verlos a los dos emerger de los velos de neblina en la orilla del mar, merodeando abatidos con la cabeza gacha, el hombre con las manos metidas en la delantera del pantalón, mientras que la perra daba la impresión de que hubiese imitado al amo si le fuera posible.

Otras veces, esos dos compañeros inseparables corrían por la superficie endurecida del pedregal; los tacones de Rye se hundían en la arena apisonada y las huellas iban desapareciendo a medida que las olas las lavaban, mientras que Ship, con la lengua colgando a un lado de la boca, galopaba sobre la resaca a la par del hombre, que corría como si lo llevaran los demonios, con el aliento entrecortado, obligando a su cuerpo a superar los límites físicos. Agotados, caían jadeando sobre las arenas planas; él boca arriba, contemplando la profundidad del cielo; la perra, escudriñando el ondulado horizonte como si buscara velas.