Al anochecer, a veces estaban de pie sobre los altos riscos que dominaban el abandonado Codfish Park, donde los pescadores subían su pesca y la dejaban secar en los bastidores de madera, en primavera y en otoño, cuando abundaba el bacalao.

Por las mañanas, después de que la marea alta depositaba las ofrendas del Atlántico en las costas del Sur de la isla, Rye y Ship solían encontrar buscadores de algas revolviendo los restos de los botes abandonados, aunque el hombre casi no notaba la presencia de otras personas en la misma franja de playa que él recorría.

Otras veces, él y Ship se abrían paso alrededor de las lomas de Saul's Hill, ahuyentando bandadas de mirlos. En otra época, estos pájaros constituían tal plaga que todo varón habitante de la isla tenía asignada una cantidad que debía matar para poder obtener autorización para casarse.

– Ah, Ship -suspiraba buscando a tientas la cabeza del animal-, si pudiese matar quinientos mirlos y, de ese modo, quedase libre para casarme con ella…

Llegó un día en que no soplaba un solo hálito de viento, y los dos contemplaban el mar casi inmóvil. Las orejas de Ship se alzaron y se le erizó el pelo del lomo. Alerta, se puso en guardia, buscando detrás de ella para identificar el origen del violento siseo que llegaba no se sabía bien de dónde. Pero no se veía nada, y sólo se oía una especie de fantasmagórico silbido, como si algo dejara escapar un gigantesco chorro de vapor. Los viejos denominaban bramido a ese inexplicable sonido que emitía el océano, aunque todos ignoraban su origen y sólo sabían que, sin duda, era seguido por vientos malhumorados, portadores de lluvia, que soplaban hacia el Este.

Fiel a la predicción, antes de que terminase el día el cielo parecía haber bajado sobre la tierra, y tenía un amenazador tono gris verdoso. Sorprendió a Rye y a Ship contemplando las agitadas aguas de Miacomet Rip, donde las corrientes ocultas empujaban y chupaban la base de la isla, al tiempo que los vientos hacían revolotear el cabello del hombre, azotando el aire alrededor de su cabeza como salpicaduras de mar.

A esto siguieron tres días de intensa lluvia que golpeaba desde el Sur, y que les obligó a quedarse dentro. La cuarta mañana la lluvia acabó, dejando un banco de niebla tan densa que nublaba hasta las curvas ondeadas de las costas de la península Coatue.

Tras los tres días de confinamiento forzado, Rye estaba nervioso e irritable. Por eso, cuando a media mañana del cuarto día salió el sol y el cielo azul fue extendiéndose lentamente de Oeste a Este, Josiah le sugirió que fuese a Mill Hill a tratar el cambio de barriles por harina, transacción habitual entre el tonelero y Asa Pond, el molinero.

Poco después de mediodía salió con la perra a cumplir el encargo, contento de librarse una vez más de la tonelería. El sol, ya alto, hacía brillar los adoquines de la calle Main, y en maceteros, en los alféizares de las casas que flanqueaban calles más angostas, se derramaban alegres manchas de geranios rojos y coralinos. Rye recordó los geranios que había junto a la puerta de Laura y se preguntó si también habrían florecido, pero hizo un esfuerzo y la apartó de su mente.

Con Ship a los talones pasó ante Sunset Hill, donde se erguía la casa de Jethro Coffin, uno de los primeros moradores de la isla, desde hacía 150 años. Pasó junto a los acantilados de Nantucket, donde las aguas verde claro señalaban la presencia de la barra, y las de color azul oscuro, la de aguas más profundas de la bahía. Encima, un par de gaviotas blancas perseguían a una negra, y sus agudos chillidos entrecortados resonaban en la tarde estival.

Siguió avanzando hacia los cuatro molinos de viento de diseño holandés, que subían las pendientes de las cuatro colinas que quedaban hacia el Sur y el Oeste del pueblo. El molino de Asa Pond había sido construido en 1746 con madera recogida de los buques hundidos, pero cuando empezaba a presentarse a la vista sobre la colina parecía atemporal, con sus cuatro brazos de rejilla recubiertos de velas de lino que, en ese momento daban al Sudoeste, gracioso y desmañado a la vez; el suave girar de los brazos, cuyas velas se rizaban como las de un velero, le daba la gracia; desgarbado por la larga pértiga que se extendía desde la parte trasera, como la gmpa de una extraña bestia agazapada sobre el suelo. El grueso mástil de madera sobresalía de la estructura y se apoyaba en una rueda, por medio de la cual se podía hacer girar toda la construcción para adaptarse a la dirección del viento. La rueda había formado un surco circular en la tierra, y Rye saltó sobre él, cruzó el círculo de hierba y subió la escalera hacia el piso del molino propiamente dicho, que quedaba en la parte alta.

Dentro flotaba el polvo de grano, siempre presente en el aire por el cereal que caía desde el tubo alimentador sobre la muela, y los aprendices cribaban la harina, dándole diversos grados de molido. Los suelos de madera elevados vibraban constantemente por el golpeteo de los engranajes de madera, cuando rodillos gigantescos encajaban en piñones de roble del torno. El olor del grano era agradable para Rye, pero, a través de las motas de polvo suspendido, vio que Asa tenía un pañuelo atado sobre la nariz y la boca para protegérselas mientras trabajaba. El molinero lo saludó con la mano y señaló la puerta: el estrépito de las muelas y el golpeteo de los engranajes hacía imposible cualquier conversación. Asa salió del molino tras él, quitándose el pañuelo de la cara, y los dos se detuvieron junto a la base del edificio, realizando la transacción bajo el agradable sol veraniego mientras las velas les proporcionaban un mudo acompañamiento.


También Josh estuvo inquieto y aburrido los tres días que duró el mal tiempo. En cuanto el cielo empezó a despejarse, le rogó a Laura que lo llevase a recoger frutos de arrayán, uno de sus entretenimientos preferidos. Como ella le explicara, paciente, que aún no estaban lo bastante maduros, Josh insistió en dar otro paseo a casa de la tía Jane. Al fracasar también esta sugerencia, pensó en otra de sus diversiones favoritas: un paseo al molino, donde a veces le permitían montar en el mástil mientras los bueyes hacían girar la construcción en el sentido del viento. Pero Laura le contestó, casi de mal modo:

– No, no tengo tiempo. Hay que quitar la maleza del jardín, y el mejor momento es ahora, inmediatamente después de la lluvia.

– Pero, mamá, el señor Pond podría…

– ¡Joshua!

Rara vez lo llamaba por el nombre completo.

Las comisuras de la boca de Josh descendieron, y merodeó por el jardín mientras la madre trabajaba, aburrido, haciéndole preguntas con respecto a bichos, polillas de las calabazas, y pepinos enanos. Se acuclilló entre las filas y señalaba con dedo inquisitivo cada maleza que la madre tocaba, preguntándole:

– ¿Esa cuál es? -Y también-: ¿Cómo sabes que no es una planta buena?

– Lo sé, eso es todo. Hace mucho tiempo que hago esto.

Josh miró cómo arrancaba unas cuantas hierbas más.

– Yo puedo hacerlo.

Laura casi no lo miró.

– Josh, ¿por qué no te vas a jugar?

– Papá me dejaría.

– ¡Bueno, yo no soy papá, y tengo mucho que hacer!

Siguió arrancando maleza mientras Josh revoloteaba alrededor, con la mejilla apoyada en una rodilla, canturreando desafinado y cavando la tierra con un dedo.

Laura avanzó por una hilera, y Josh siguió observándola. Unos momentos después, se acercó a ella de cuclillas y le mostró, orgulloso, una planta que había arrancado.

– Mira, mamá, yo puedo ayudar… ¿lo ves?

– Ohhh, Josh -gimió-, has arrancado un nabo que estaba creciendo.

– Oh. -Lo contempló desolado, y luego le dirigió una sonrisa radiante-. ¡Volveré a plantarlo!

Impaciente, la madre replicó:

– ¡No, Josh, no sirve! Una vez que lo arrancas, se seca y muere.

– ¿En serio? -preguntó, confundido y decepcionado porque sólo pretendía ayudar.

– En serio -respondió disgustada, y luego siguió arrancando malas hierbas.

Josh permaneció unos momentos junto a ella, observando el nabo inmaduro, que ya estaba marchitándose.

– ¿Qué es morir? -preguntó con toda inocencia.

Sin quererlo, la asaltó la idea: morir es lo que creímos que le pasó a tu padre, y la razón por la que me casé con otro. Perturbada e irritada con el niño, exclamó:

– ¡Josh, tíralo y búscate otra cosa para hacer! Si sigues fastidiandome con tus preguntas interminables, jamás terminaré!

La pequeña boca tembló, y el niño se pellizcó la mejilla con un dedo sucio. Al instante, Laura se odió por ser tan impaciente con su hijo, que sólo quería ayudar. En los últimos tiempos, esto ocurría con frecuencia, y cada vez se prometía que no volvería a hacerlo. Deseaba ser como Jane, con la misma paciencia cercana a la santidad hacia su pandilla de hijos. Pero Jane era muy dichosa, ¡y la felicidad era lo que marcaba la diferencia! Cuando una era feliz, podía manejar las cosas con más facilidad. En cambio, su tensión creciente buscaba una válvula de escape, y a veces la encontraba en situaciones inesperadas y, por desgracia, su hijo cargaba con las consecuencias. Para empeorar las cosas, Laura comprendió que Josh decía la verdad: Dan le hubiese explicado con toda paciencia cómo distinguir las malezas de las verduras, por más que eso retardase la tarea.

Josh hacía valientes esfuerzos por no llorar, pero las lágrimas titilaban en las pestañas doradas mientras observaba el lamentable nabo malogrado, preguntándose por qué mamá estaba tan molesta. Laura suspiró y se apoyó en los talones.

– Josh, querido, ven aquí.

La barbilla del niño se hundió más en el pecho, y las lágrimas rodaron una tras otra.

– Josh, mamá lo siente. Tú sólo querías ayudar, ¿verdad?

El chico asintió, sin levantar la cabeza.

– Ven aquí si no quieres que mamá también llore, Josh.

Josh alzó los ojos cuajados de lágrimas hacia ella, dejó caer el nabo y corrió a los brazos de su madre, abrazándola con vehemencia, hundiendo la cabeza entibiada por él sol en su cuello. Laura se arrodilló en el surco de la huerta, estrechando con fuerza al hijo de Rye contra el delantal, sintiendo que le faltaba poco para echarse a llorar.

«Estoy cambiando, -pensó-, pese a mis esfuerzos para conservar la ecuanimidad en mi matrimonio. Estoy volcando mi irritación en Josh, me siento infeliz con Dan, y no trato bien a ninguno de los dos. Oh, Josh, Josh, lo lamento. Si fueras lo bastante mayor para entender lo mucho que amo a tu padre, y que, también, amo francamente a Dan…» Cerró los ojos apoyando la cabeza sobre el cabello del niño, la mejilla de Josh apoyada en su pecho, donde en ese mismo momento tenía oculta la ballena tallada. Lo meció con suavidad, tragándose las lágrimas, para luego apartarlo y poder contemplar ese rostro adorable.

– ¿Sabes?, en realidad, no tengo ningunas ganas de arrancar malezas. ¿Qué te parece si damos una caminata hasta el molino. Necesito encargarle harina a Asa.

– ¿En serio, mamá?

La cara de Josh se iluminó, y con la misma rapidez, olvidó las lágrimas.

– En serio. -Le pellizcó la nariz-. Pero antes tendrás que lavarte las manos y la cara, y peinarte.

Josh ya corría cuatro filas adelante, saltando sobre nabos, guisantes, judias y zanahorias, hacia donde estaban el agua y el jabón.

– ¡A que te gano! -vociferó sin dejar de correr.

– ¡A que no!

Y Laura también se incorporó, se sujetó las faldas, y corrió tras él hacia el patio trasero.

Capítulo10

Era un día radiante: el cielo estaba azul como el ala de un arrendajo, y una brisa suave acariciaba la hierba. La tierra y el mar estaban en calma; unos cuantos barcos se movían en el embarcadero, allá abajo, mientras Laura y Josh dejaban el sendero de conchillas y se dirigían hacia el páramo y las colinas de suaves curvas que se extendían más allá. Pájaros trigueros veían pasar a madre e hijo, y los acompañaban con la música más dulce del verano. Las flores del campo se secaban las mejillas con las caras vueltas hacia el cálido sol. Los saltamontes holgazaneaban y, de vez en cuando, una gaviota giraba allá arriba.

Josh se detuvo a examinar el montículo de un hormiguero, y Laura se unió a él, dándose el lujo de gozar la alegría de contemplarlo a él, en lugar de observar a las hormigas. Dibujando una O de excitación con la boca, el niño exclamó:

– ¡Mira esa! ¡Mira qué grande es esa piedra que lleva!

Laura rió, miró, y se sumió por unos momentos en el mundo en miniatura de los insectos, donde un grano de arena se convertía en un peñasco.

Por fin reanudaron la marcha por el camino arenoso. Alrededor, las colinas estaban engalanadas con las cabezas marfileñas del dauco, que se mecían en la brisa.

– ¡Espera un minuto! -gritó Laura.