De un costado del sendero recogió unas varas de dauco, otras cuantas flores que parecían ojos castaños y luego contempló el ramo con unas falsas artemisas.

– ¡Lo veo, lo veo! -exclamó Josh, cuando las aspas enrejadas aparecieron en la cima de la colina-. ¿Crees que el señor Pond me dejará montar en el mástil?

– Veremos si están enganchados los bueyes.

Como iba sin sombrero, Laura estaba medio deslumbrada cuando volvió la cara hacia el sol de las dos de la tarde, que formaba una aureola detrás del molino. Las aspas giraban lentamente. Entonces tuvo la impresión de que un centro oscuro se separaba del sol y se diferenciaba de él; se protegió los ojos con el antebrazo y vio que adoptaba la forma de un hombre bajando la cuesta en dirección a ellos.

Al verlos, el hombre se detuvo. Laura no podía distinguir el rostro, pero vio un par de piernas largas y esbeltas, calzadas con botas altas, y unas mangas blancas que ondulaban en el viento. Un instante después, otra silueta oscura rodeó los tobillos del hombre y se detuvo junto a él: un perro… un gran Labrador amarillo.

– Rye… -susurró, sin saberlo.

El nombre acudía a sus labios como la respuesta a un ruego muchas veces repetido.

Por un momento, tanto el hombre como la mujer permanecieron inmóviles; las briznas de hierba acariciaban las rodillas del hombre, que estaba más arriba que ella; Laura sujetaba las faldas con una mano, y la sombra del ramillete de flores silvestres se dibujaba en su rostro. El niño corrió colina arriba y la perra bajó, pero ni Rye ni Laura lo advirtieron. El viento atrapó la falda de percal rosado, haciéndola ondular hacia atrás, mientras dos corazones se remontaban y se zambullían.

Luego, Rye se inclinó hacia delante y bajó la colina a trote lento, casi saltando, elevando un poco los codos, descendiendo la cuesta con una ansiedad que impulsó a Laura hacia arriba, ya sujetándose la falda con las dos manos. Se encontraron con Josh y Ship entre los dos: el niño entusiasmado, y la perra excitada, completamente ensimismados uno en el otro, igual que ese hombre y esa mujer. Josh cayó de rodillas, y Ship no sólo meneaba la cola sino todo el cuerpo.

– Jesús, Rye, ¿es tuyo? -preguntó Josh, sin importarle otra cosa que la perra y la lengua rosada que trataba de eludir, risueño.

– Es ella -corrigió Rye, sin quitar la vista de Laura.

– Ella -repitió Josh-. ¿Es tuya?

– Sí, es mía -respondió con los ojos azules clavados en el rostro de la mujer que tenía delante.

– Apuesto a que en verdad la quieres, ¿no es cierto?

– Sí, hijo, la quiero -fue la ronca respuesta.

– ¿Hace mucho que la tienes?

– Desde que era niño.

– ¿Cuántos años tiene?

– Los suficientes para saber a quién pertenece.

– Jesús, ojalá fuese mía.

La única respuesta a eso, dicha en voz baja, fue:

– Sí.

Hubo una pausa larga, trémula, sólo interrumpida por el susurro del viento en las faldas de la mujer y el siseo de la hierba. Laura tuvo la sensación de que en su pecho acababa de florecer un prado de flores silvestres. Tenía los labios entreabiertos, y bajo el corpiño de percal rosado el corazón le palpitaba furioso. Los rodeaban las colinas de Nantucket y, por un momento, todo lo demás desapareció.

Súbitamente supo que tenía que tocarlo… sólo tocarlo.

– Hola, señor Dalton. No me imaginé… que lo encontraría aquí.

Las palmas del hombre encerraron las de ella, las retuvieron como un tesoro, y contempló los ojos de la mujer sobre la cabeza dorada del hijo de ambos, que jugaba a sus pies.

– Hola, Laura. Me alegro de que me encontrase.

La palma de Rye era callosa, dura, familiar.

– Íbamos al molino a comprar harina.

Rye metió el dedo índice y el medio entre el puño de la manga y la piel delicada de la parte interna de la muñeca, y cubrió el dorso de la mano femenina con la otra de él. Sintió bajo las yemas el pulso acelerado de Laura.

– Y yo fui al molino a recibir un encargo de barriles.

– Bueno -dijo Laura, riendo nerviosa-, al parecer, todos hemos salido a disfrutar del buen tiempo.

– Sí, todos.

En ese mismo momento, Josh se levantó de un salto, y sólo entonces se percataron de lo prolongado y acariciador que había sido el apretón de manos. Rye la soltó de inmediato. Pero Josh y Ship no hacían otra cosa que saltar y retozar en círculos, dejándolos en paz para que pudieran seguir devorándose con los ojos.

– ¿Viene… viene a menudo por aquí? -preguntó Laura.

– Sí, Ship y yo caminamos mucho.

– Eso me han dicho.

– ¿Y usted?

– ¿Yo?

– ¿Viene a menudo por aquí?

– No, sólo a veces, camino de casa de Jane.

– Y cuando viene a comprar harina. -Le sonrió, sin dejar de mirarla a los ojos. Laura le devolvió la sonrisa-. Y para buscar flores silvestres.

Laura asintió, bajando la vista hacia el ramo que apretaba entre las manos nerviosas.

– Hace unos días yo también fui a visitar a Jane -dijo Rye.

– Sí, me lo dijo. Fue amable de su parte llevarles regalos a los niños. Gracias.

Ahí estaban, sintiendo que se ahogaban mientras hablaban de trivialidades, aunque habían miles de cosas que querían decirse, preguntarse. Lo más abrumador era el impulso de tocarse. Laura paseó la mirada por su cabello y su rostro. Quería extender un dedo y tocar la nueva línea de las patillas que continuaban la de la mandíbula. Quería entrelazar sus dedos en el grueso cabello del color del centeno, y decir lo que pensaba: Desde que volviste, se ha oscurecido, pero así me gusta más, es como yo lo recordaba. Quería besar cada una de las marcas de viruela de su cara, y decirle, Cuéntame el viaje, cuéntame lo todo.

Josh interrumpió el ensueño visual, preguntando:

– ¿Cómo se llama?

Rye apartó los ojos de Laura y se apoyó en una rodilla… así era más seguro; un momento más, y hubiese tendido las manos hacia ella, pero esta vez no le habría bastado con un apretón de manos.

– Ship.

– Qué nombre tan raro para un perro, ¿no? Los dos tienen nombres raros.

– Sí, los dos tenemos nombres raros. En realidad, ella se llama Shipwreck, porque vino de un barco hundido. La encontré nadando hacia la costa, cuando oí unos ladridos cada vez más fuertes que venían de los bajíos.

La perra lamía el rostro de Josh, y el chico le rodeaba el cuello con el brazo, riendo encantado. Y así siguieron, Josh debajo, con los ojos bien cerrados, riendo entre dientes, y el animal que hociqueaba y lo lamía. Laura y Rye también se unieron a las risas, viendo que Josh se agazapaba como un armadillo y la gran Labrador lo importunaba.

Rye se inclinó adelante, apoyando el codo en la rodilla, y le sonrió a Laura.

– Si no tiene inconveniente, Josh podría quedarse aquí, jugando con Ship, mientras usted va a hablar con Asa. Cuando baje de vuelta, estaremos esperándola.

Negarse habría sido tan imposible como detener el flujo de las mareas. Rye mismo, ahí arrodillado bajo la intensa luz solar, apuesto, añorado, con los hombros hacia delante, las mangas sueltas, sujetando el dorso de una muñeca con la otra mano, era toda una invitación. Los ojos risueños elevaban la mirada hacia ella, esperando respuesta,

Josh se desenroscó para rogar:

– ¡Sí, por favor, mamá! Sólo mientras tú vas al molino.

Laura le dijo, en tono de broma:

– ¿Y qué me dices de montar el mástil?

– De todos modos, los bueyes no están enganchados, y yo quiero quedarme aquí, a jugar con Ship.

Niño y animal rodaron juntos por la hierba.

– Está bien. Enseguida vuelvo.

Cruzó su mirada con la de Rye y la sostuvo, hasta que él asintió en silencio. Entonces, la mano de Laura hizo algo sorprendente, por su propia voluntad. Se posó en la nuca del hombre, mitad sobre el cabello, mitad dentro del cuello de la camisa, al pasar por detrás de él.

Rye giró bruscamente la cabeza, el codo se le resbaló de la rodilla y los ojos azules ardieron, sorprendidos. Pero Laura ya se había vuelto y subía por la colina. Contempló la figura que se alejaba de espaldas, notó cómo la falda rosada abultaba en la cadera, al compás de los largos pasos que daba para subir. Cuando desapareció tras la cima, volvió a concentrarse en Josh y en Ship. Retozaron juntos hasta que la perra, fatigada, se echó al suelo jadeando.

Pronto, Josh también se dejó caer junto a Rye, e inició la conversación.

– ¿Cómo es que tú conoces a mi tía Jane?

– He pasado toda mi vida en la isla. Conocí a Jane cuando yo era un niño, poco mayor que tú.

– ¿Y a mamá también?

– Sí, también a tu mamá. Fuimos juntos a la escuela.

– Yo iré a la escuela, pero el año que viene.

– ¿En serio?

– Ahá. Papá ya me ha comprado la cartilla, y dice que aportará su cuota de leña para que yo no tenga que sentarme lejos del fuego.

Rye rió, si bien sabía que era verdad: los alumnos cuyos padres donaban leña conseguían los mejores asientos, cerca del hogar.

– ¿Crees que te gustará la escuela?

– Será fácil. Papá ya me ha enseñado casi todas las letras.

Rye arrancó una hoja de hierba y se la puso en la boca.

– Al parecer, te llevas muy bien con tu papá.

– Oh, papá es mejor que cualquier otro que yo conozca… salvo mamá, por supuesto.

– Por supuesto. -Por un instante, Rye dejó vagar la vista por la cima de la colina, y luego la volvió al hijo-. Bueno, eres un niño afortunado.

– Eso es lo que dice Jimmy. Jimmy… -Josh se interrumpió, y frunció la cara, con aire inquisitivo-. ¿Conoces a Jimmy?

Rye negó con la cabeza, encantado con el diablillo: le pareció mejor no admitir que Jimmy Ryerson era su primo segundo.

– Ah. Bueno, Jimmy es mi mejor amigo. Un día te lo presentaré -y agregó, práctico-: si tú llevas a Ship, para que Jimmy también pueda conocerla.

– Trato hecho.

Rye se estiró sobre la hierba, y Josh continuó:

– Bueno, como sea, Jimmy dice que soy afortunado porque papá me hizo unos zancos, y dice que soy el uniquísimo que los tiene. A veces le dejo usarlos, pero Jimmy no puede sostenerse… yo sí, porque mi papá me enseñó a sujetar los palos bajo las… -Estiró el codo sobre la cabeza, se frotó la axila, y se esforzó por recordar-. ¿Cómo se llama esto?

Rye contuvo la risa, y contestó, muy serio:

– Axilas.

– Sí… axilas. Papá dice que hay que poner los palos ahí y sacar el trasero para afuera, pero Jimmy se cae porque sujeta los palos delante de él todo el tiempo: así.

Josh se levantó de un salto, hizo una demostración y, con mercurial agilidad, volvió a arrodillarse.

Rye Dalton sintió que el deleite lo desbordaba. El chico era tan adorable como la madre, espontáneo y de inteligencia rápida.

– Tengo la impresión de que tu padre es un hombre inteligente.

– ¡Oh, es el más inteligente de todos! Trabaja en la oficina.

– Sí, yo lo vi ahí. -Rye arrancó otra brizna-. Tu padre y yo también fuimos juntos a la escuela.

– ¿De veras?

Con la expresión de sorpresa, los ojos de Josh se parecían a los de Laura.

– Sí.

El semblante del chico se tornó pensativo, y preguntó:

– Entonces, ¿cómo es que mi papá y tú habláis diferente?

– Porque yo he estado en un barco ballenero, y oía tanto a los marineros hablar así, que ni recuerdo cuándo empecé yo también a hablar de ese modo.

– Es graciosa tu manera de hablar -Josh rió entre dientes.

– ¿Te refieres a mi manera cortada de hablar? Eso es porque en el barco no siempre hay tiempo de dar discursos. Tienes que decir las cosas rápido pues, de lo contrario, hay dificultades.

– Ah. -Después de un momento-: ¿Te gustó el barco ballenero? ¿Era divertido?

Rye volvió a pasear la mirada por la cima de la colina, y luego la volvió otra vez hacia el hijo y vio en su rostro la misma expresión que veía en el espejo, cuando estaba pensativo.

– Era solitario.

– ¿No llevaste contigo a Ship?

Negó con la cabeza.

– ¿A dónde fue ella?

Rye acercó la cabezota de la Labrador, y le apoyó la mano encima. La perra abrió los ojos lánguidos y los cerró otra vez. Era difícil no responderle como pensaba: Al principio, Ship vivió con tu madre, quizá también mientras fuiste un recién nacido. Quizá por eso ahora os habéis encariñado tanto los dos: porque ella te recuerda.

En cambio, lo que dijo fue:

– Se fue a vivir con mi padre en la tonelería.

– Con razón te sentías solo -se compadeció Josh.

– Bueno, pero ya he regresado -dijo Rye, animado, dedicándole una sonrisa.

Josh también sonrió, y comentó:

– Eres simpático. Me gustas.

Las palabras del niño, impetuosas y sinceras, hicieron brotar fuertes emociones dentro del padre. ¡Ojalá él pudiese gozar de la misma libertad, abrazar a este niño y decirle la verdad! Josh era un pequeño adorable, libre de caprichos y nada consentido. Laura y… y Dan lo habían educado bien.