Cuando Josh y Rye aparecieron ante su vista, allá abajo, Laura se detuvo. Estaban lejos, y la risa infantil llegaba débil en la brisa, y la de Rye, por un momento, llegó más clara. Estaban estirados sobre la hierba, junto con la perra. Rye, tendido de lado con los tobillos cruzados y el mentón apoyado en la mano, masticando una hoja de hierba. Al lado, su hijo apoyaba la cabeza sobre la perra, que estaba dormida junto al amo con el hocico entre las patas, tomándose un descanso. Era una escena de honda serenidad, con la que Laura había soñado en infinitas ocasiones. El hijo que amaba junto a su padre, al que también amaba, y sólo faltaba ella para completar el círculo familiar.

La pregunta de Jane resonó otra vez en su mente: ¿Quién podrá decir que no fue casualidad que te encontrases con él en el páramo?

Observó al hombre tendido allá abajo, en un campo de dauco florecido. ¿Quién lo sabría? ¿Quién lo sabría? Con el viento en la cara, el sol sobre el cabello y el corazón bailoteándole con ritmo acelerado, bajó la colina.

Laura supo en qué momento Rye la vio llegar, aunque siguió tendido y relajado, y lo único que se movía eran los ojos azules, siguiendo su avance. Cuando llegó lo bastante cerca para oírlo, pasó la brizna a la comisura de la boca, y dijo:

– Ahí viene tu madre.

Con gestos lentos, descruzó los tobillos y se sentó, apoyándose en una nalga, levantando la rodilla y apoyando en ella el brazo.

– ¿Ya tenemos que irnos? ¿Tenemos que irnos? -suplicó Josh, subiendo a la carrera para salir al encuentro de la madre y abalanzándose sobre ella con un abrazo gigantesco que aplastó las faldas contra los muslos de Laura.

Ella le sonrió y le revolvió el pelo, pero sus ojos se posaron en Rye cuando respondió con dulzura:

– No, todavía no.

El niño la soltó, y Laura se acercó hasta quedar junto a los pies de Rye. El dobladillo de su falda rozó la pernera del pantalón, al tiempo que la mirada de él bajaba desde los hombros al pecho y a la cintura, y luego subía de nuevo hacia los ojos castaños.

– ¿Le gustaría dar un paseo alrededor de Hummoek Pond? -le preguntó.

En lugar de contestarle directamente, Laura le preguntó a Josh:

– ¿Te gustaría dar un paseo alrededor de Hummoek Pond?

El niño giró hacia el hombre:

– ¿Ship también viene?

– Sí.

La brizna se balanceó en la boca de Rye.

– Bueno, sí… ¡entonces, yo también! -le contestó a la madre.

Laura vio a Josh y a Ship correr, mientras Rye se quedaba donde estaba, siguiendo con la vista al niño hasta que la distancia fue lo bastante grande para que no pudiesen oírlos. Entonces la miró y su mirada atrajo la de ella como la costa atrae a la rompiente.

– Me preguntaba si querías ir a caminar por Hummoek Pond.

– Más que nada en el mundo -respondió ella, con sencillez.

Rye levantó una mano. La mirada de Laura pasó del niño que subía trabajosamente la colina a la mano callosa. Sin más vacilaciones, apoyó su mano en la del hombre, y los dedos fuertes encerraron los suyos, y se aferraron para ayudarla a incorporarse.

Hummoek Pond era una de las lagunas de una cadena que se extendía de Norte a Sur por el centro Oeste de la isla. Tenía la forma de una J, cuya curva inferior se estiraba hacia la costa Sur de Nantucket, donde el agua dulce de la laguna casi se tocaba con el salado Atlántico. De niños habían pescado ahí percas blancas y amarillas, y él le había enseñado a colocar lombrices de tierra en el anzuelo. Años atrás, habían ido de excursión a Ram Pasture, y caminaron como ahora, desde North Head hacia el océano, que se podía oír a lo lejos pero no se veía.

– He soñado con hacer esto contigo y con Josh -dijo Rye detrás del hombro de Laura.

– Yo también. Pero en mis sueños, tú le enseñabas a Josh a pescar, como me enseñaste a mí.

– ¿O sea que aún no sabe?

– Todavía no.

– Entonces no lo han educado correctamente -dijo, aunque en tono risueño.

– Es muy hábil con cometas y zancos.

– Sí, me contó lo de los zancos. -Se puso serio-. Tú y Dan lo habéis educado bien. Este Josh es un chico estupendo.

Pasaron por una franja de violetas blancas, el sol en las mejillas, sólo atentos a la proximidad mutua, al anhelo de estar más cerca aún. Tenían tanto para decirse, tanto para sentir… y tan poco tiempo.

– Quiero que Josh te conozca, Rye, y que sepa que eres su padre.

– Yo también. Pero empiezo a comprender que no será tan fácil decírselo. Ama tanto al padre que ya tiene como yo al mío.

A un lado había crecido un montecillo de hierbas, y Rye la sujetó por el codo para ayudarla a conservar el equilibrio. Mirlos de alas rojas se balanceaban sobre las cañas fibrosas de la espadaña y la juncia, que crecían en la orilla pantanosa de la laguna, y los observaban severos, bien agarrados, mientras Rye también agarraba con fuerza el codo de Laura, que andaba a saltos a su lado buscando suelo más firme.

– Pero quiero que seamos una familia -deseó en voz alta.

– Yo también.

Abrazaron esa idea y avanzaron, sin prisa por esa tarde que era un don, ese lujoso tiempo compartido, aunque ya limitado por la duración de la caminata. Fueron recorriendo la costa irregular de la laguna, pasando por zonas donde espesas matas rastreras de moras rojas los tentaban con su mullido follaje. Sin embargo, sólo podían caminar y, por el momento, se contentaban con un roce ocasional de los dedos o un encuentro de las miradas, mientras el niño y la perra iban explorando más adelante.

El rumor del océano se hizo más fuerte, y la rompiente era ahora como un plumón blanco a lo lejos. Pronto el ruido los rodeó, y se detuvieron donde el agua se había retirado, y la marea menguante había esparcido medusas, que descubrieron el niño y la perra.

– ¡No las toques! -advirtió Rye en voz alta-. ¡Pican!

El animal ya lo sabía, y se mantuvo alejado. El niño retiró la mano para luego seguir adelante con los descubrimientos. Rye escondió la mitad de las manos dentro de la cintura del pantalón, y adoptó la postura de piernas separadas que adquirió en contacto con la tripulación de cubierta. Siguió con la vista a Josh, con expresión amorosa.

– He perdido tanto… El sólo hecho de hacerle una mínima advertencia se convierte en una alegría para mí.

Las miradas se encontraron, en una mezcla de dulzura y amargura.

– Cuando supe que te habías ido al continente, creí que no pensabas volver.

– Fui a encargar duelas crudas. -Volvió la mirada al océano-. Pero, cuando estuve allí, consulté a un abogado con respecto a… a esta situación en la que estamos atrapados. Tenía la esperanza de que me dijese otra cosa pero, al parecer, eres esposa legítima de Dan.

Laura contempló la ondulación del contorno del mundo, allá en el horizonte.

– He pensado en divorciarme de él -dijo en voz queda, sorprendiéndose incluso a sí misma, pues no pensaba admitirlo.

Percibió el gesto de Rye, que se volvía hacia ella, sorprendido:

– No es frecuente.

– No, y tampoco lo es que un marino muerto regrese desde las entrañas del océano. Tendrán que comprenderlo. -Volvió el rostro hacia él, con expresión suplicante-. ¿Cómo podía saberlo yo? -preguntó en tono quejumbroso.

– No podías saberlo.

Estaban en un arenal abierto, y allí no había nada más que la resaca, un niño y un perro, visibles desde un kilómetro y medio de distancia. Aún así, Rye se mantuvo firme y se contuvo de abrazarla.

– Rye, ¿no te molesta lo que estamos haciéndole a Dan?

– Trato de no pensar en él.

– Se ha puesto a beber todas las noches.

– Sí, me he enterado.

Giró con brusquedad la cabeza hacia Miacomet Rip, y su semblante se puso sombrío.

– Tengo la sensación de que lo he empujado a empezar -dijo Laura.

Rye se volvió hacia ella con renovada intensidad.

– No es nuestra culpa, como tampoco lo es de él. Es… la providencia.

– La providencia -repitió la mujer, triste.

Rye percibió que se alejaba, y la miró, con seriedad.

– Laura, no puedo… -empezó a decir, pero se llevó la mano a la boca y luego preguntó, bruscamente-: ¿Acaso tendré que esperar… hasta que te concedan el divorcio?

– No.

Repentinamente, volvió la vista hacia ella, pero Laura miraba hacia el horizonte.

– Entonces, ¿hasta cuándo?

– Hasta mañana -respondió serena, sin dejar de contemplar el rryar.

Rye le rodeó el codo con los dedos y la hizo volverse hacia él, con delicadeza.

– Quiero besarte.

– Yo quiero recibir tu beso -confesó. Ni la primera vez con él recordaba haber sentido una impaciencia sexual como esta-. Pero aquí no… ahora no.

Rye exhaló un suspiro sibilante y la soltó. Se volvieron, observaron a un aguzanieves que saltaba sobre las olas, devorando insectos marinos, y el hombre comprendió los escrúpulos de la mujer y la importancia de la decisión que había adoptado.

– Me he esforzado mucho por hacer lo correcto. Me mantuve alejada de ti -siguió diciendo Laura-. Pero hoy, cuando te he visto bajando esa cuesta… -Se miró los pies-. Yo… ya no sé qué está bien y qué está mal.

– Lo sé. A mí me pasa lo mismo. Yo sigo caminando todo el tiempo que tengo libre, pero no puedo huir de mí mismo. Estás presente en todos los sitios que solíamos recorrer.

– Se me ocurrió una manera -le dijo Laura, al aguzanieves.

– ¿Una manera? -La miró con expresión interrogante.

– Josh quiere pasar un día en casa de Jane.

– ¿Ella sospechará?

– Sí, creo que sí. No; sé que sí.

– ¿Y entonces…?

– Ya sabe lo que siento. Nunca logré ocultarle casi nada. Me dijo que sabía lo que sucedía con nosotros, y lo que hacíamos incluso antes de casarnos. Ahora nos ayudará.

– ¿Y qué me dices de… él?

– Se lo diré esta noche.

– Sí, y mañana por la mañana vendrá a la tonelería y tendré que matarlo para que no me mate a mí.

Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa.

– No, no le diré eso. Lo que le diré es que quiero divorciarme.

Rye se puso serio.

– ¿Quieres que esté presente cuando se lo digas?

Laura contempló ese rostro, con el cabello como algas agitadas por el viento.

– Quiero que… estés en cualquier lugar donde yo me halle. Pero no. Esa parte tendré que hacerla por mi cuenta.

Rye escudriñó la playa en ambas direcciones: sólo estaban ellos. Josh jugueteaba con los bordes de las olas que iban y venían. Cediendo un impulso, inclinó la cabeza y dio un rápido beso a Laura.

– Lo siento, no puedo contenerme. Pensé que la travesía en el ballenero había sido un infierno, pero nunca en mi vida he sufrido un infierno semejante al de estas últimas diez semanas. Mujer, cuando te recupere, no te perderé de vista nunca más.

– Rye, busquemos un lugar.

Se sonrieron mirándose a los ojos, casi sin poder resistir el anhelo.

– No será difícil. Los conocemos todos, ¿verdad?

Le acarició los brazos un estremecimiento de impaciencia.

– Sí -respondió en voz baja y sensual, imitando el acento de él-. Sí, los conocemos todos, Rye Dalton.

El dejó escapar un agudo silbido entre los dientes. El niño y la perra se asomaron.

– ¡Vengan! ¡Vamos andando! -gritó.

Hallaron un sitio a sotavento de la laguna Hummock, donde terminaba el extremo del lazo que casi se cerraba sobre sí mismo. Ahí, al abrigo de un grupo de pinos y robles, encontraron un claro secreto que las zarzas y los brezos blancos habían aislado del resto del mundo. Sobre ese enrejado natural colgaban enredaderas de uvas silvestres, formando una glorieta engalanada de cintas verdes. Hierbas que llegaban a la altura de la cadera alfombraban el claro, y diminutas flores asomaban, tímidas. En algunos sitios, donde, seguramente, habría dormido algún ciervo, la hierba estaba aplastada. Las ardillas se perseguían y chillaban en los árboles. No había viento, y el sol se abatía sobre todos ellos, incluidos Ship y Josh, que jugaban en el prado.

– ¿Aquí? -preguntó Rye, mirando a Laura.

– Aquí -confirmó.

Ambos sintieron que se les aceleraba el corazón.

Capítulo11

Sus ruegos fueron escuchados, pues el día siguiente amaneció sin nubes, despejado como un diamante perfecto. Laura llevó a Josh a la casa de Jane y llegó al claro la primera. Separando las enredaderas, se metió dentro y se quedó un momento inmóvil, escuchando. La tarde estaba tan silenciosa que creyó oír el martilleo que llegaba desde los astilleros, a más de seis kilómetros de distancia. Pero quizá sólo fuese el martilleo de su propio corazón, que golpeaba mientras contemplaba ese óvalo rodeado de árboles… protegido, íntimo, perfecto.

Olía a hierbas y a pino, y a tiempo a solas y, levantándose las faldas hasta los tobillos, dio la cara al sol, con los párpados cerrados, y sintió sobre la piel sólo la tibieza y una sensación de que todo estaba bien. Abrió los ojos y describió un amplio círculo: sólo la rodeaban sombras de vegetación, que la abrazaban en un mundo estival propio. Giró más y más rápido, con los brazos extendidos a todo lo ancho en feliz abandono y las faldas revoloteando en torno de los tobillos, como un molinete.