¡Él se acerca! ¡Está viniendo!
Imaginarlo estrechándola contra su pecho hacía correr por sus miembros oleadas de expectativa.
Con el rabillo del ojo, sorprendió un movimiento y dejó de girar, llevando los dedos al costado del pecho, como si quisiera retener el corazón dentro del cuerpo.
En el límite del claro apareció Rye y la perra que, como de costumbre, se detuvo junto a las rodillas del amo. Los ojos azules sorprendieron una etérea visión de piqué blanco que giraba y giraba, y la sombra del sombrero de paja de ala ancha dibujaba un encaje sobre el rostro levantado. Desde la coronilla flotaba una cinta verde menta, que revoloteaba sobre el hombro para luego posarse sobre la piel desnuda que dejaba ver el escote cuadrado del corpiño.
Las miradas se encontraron. Los sentidos se estremecieron. Laura no sintió el menor embarazo por haber sido sorprendida en semejante demostración de abandono, porque quería demasiado bien a Rye para ocultarle sus impulsos.
Él estaba embutido en unos ajustados pantalones de color tostado y una camisa de muselina blanca, en asombroso contraste contra las hojas verdes de la vid silvestre que le hacían de fondo. Tenía un pulgar enganchado en la cintura y otro en un saco cerrado con un cordel, que le colgaba del hombro.
Contempló a la mujer que lo esperaba, sin sonreír ni moverse, pero con el corazón palpitándole salvaje.
¡Laura, has venido! ¡Has venido!
La cintura esbelta estaba ceñida por una cinta de satén verde, como la del sombrero. Amplia falda blanca, semejante a una nube, que los tallos de hierba levantaban, mientras que el corpiño apretaba las costillas, levantando los pechos que -hasta desde la distancia que los veía Rye-, subían y bajaban con más rapidez desde que lo había visto.
Dejó deslizar lentamente el saco al suelo, con los ojos fijos en Laura, y le ordenó en voz suave:
– Quédate.
Lo oyó pronunciar la palabra en medio del silencio y, al tiempo que la perra se echaba al suelo a esperar, Laura se quedó inmóvil, sin respirar, como si la orden fuese para ella.
Rye dio un primer paso lento y luego otro, también parsimonioso, sin apartar jamás la mirada de ella. Las botas altas arrancaban susurros al rozar la hierba. El corazón de Laura clamaba bajo los dedos finos, aún apretados contra el pecho. Cuando él se detuvo cerca, se bebieron con la mirada, en silencio, largo rato, hasta que al fin Rye alzó una mano lánguida acercándola a la oreja de Laura, atrapó la cinta verde enganchándola en la curva de un dedo, y tiró lentamente hacia abajo hasta rozar la piel desnuda sobre el ajustado corpiño.
– Satén -dijo en voz muy suave, pasando el dorso del dedo índice arriba y abajo, entre el pecho y la cinta.
La carne de Laura subía y bajaba más rápido bajo el nudillo del hombre. Vio que la mirada de Rye seguía la trayectoria de la cinta verde hacia la parte más plena del pecho, y volvía lentamente a sus labios. Del fondo de su garganta brotó una sola palabra medio ahogada:
– Sí.
La respuesta instantánea fue una sonrisa.
– Se interpone en mi camino.
Sin embargo, jugueteó con la cinta, rozándola de arriba abajo, de arriba abajo, y el aleteo del satén contra el hueco del cuello le puso la piel de gallina. Él estaba muy cerca, con las botas lustrosas sepultadas bajo la montaña de frunces de su falda.
Los ojos azules como el cielo que le servía de fondo detuvieron su mirada en cada rasgo de la mujer, y los de ella recorrieron el rostro de él, con su piel del color de una nuez, iluminada por el sol de la tarde, el cabello y las nuevas patillas que le daban un aspecto algo extraño. Lo raro era que los dedos de Laura todavía estaban ahuecados sobre su propio pecho: sentía sus latidos acelerados, y se preguntó si él también los detectaba, cuando se inclinó con gestos lentos, y sacó el nudillo para dar paso a los labios cálidos, abiertos. Con delicadeza, tocó la piel satinada que cubría la clavícula y apartó la cinta.
Un torrente de emociones inundó a Laura, que cerró los párpados y tocó la cara de Rye por primera vez.
– Oh, Rye -suspiró, ahuecando la mano en el mentón, apoyando los labios en el cabello.
Su fragancia era tal como la recordaba, una mezcla de cedro, el tabaco de la pipa del padre y ese matiz que, para ella, era la brisa marina, pues no se le ocurría otro nombre.
Rye alzó la cabeza con aparente parsimonia si bien, por dentro, él también estaba impaciente. Pero esto era demasiado bueno para apresurarlo, demasiado bello como para abalanzarse a gozar el lujo que podían permitirse en esa tarde dorada.
– Date la vuelta -le ordenó con suavidad.
Aún no había tocado más que el tentador trozo de piel que cubría la clavícula.
– Pero…
Los labios de Rye eran demasiado incitantes, su caricia, demasiado tentadora.
– Date la vuelta -repitió con más suavidad aun, poniéndole las anchas manos tostadas en la cintura diminuta.
Ella las cubrió con las suyas y se dio la vuelta con mucha lentitud, casi sin poder respirar. Rye sacó las manos y Laura sintió el tirón al alfiler de bronce que sujetaba el sombrero, al mismo tiempo que él preguntaba:
– ¿Qué llevo puesto?
– Una camisa de muselina blanca, los pantalones veraniegos de color tostado que te pusiste aquel día que comimos naranjas en el mercado, botas negras nuevas que yo no conocía y un diente de ballena colgando de una cadena de plata, que se ve por el cuello abierto de la camisa.
– Ahhh… muy bien. Has ganado una recompensa.
Le quitó el sombrero, que cayó en la hierba junto a ella. Las manos anchas con los dedos abiertos se extendieron sobre las costillas, como si Laura fuese una bailarina a la que estuviese sosteniendo en un giro. Tocó con los labios el costado del cuello, sobre la línea del escote, y la mujer ladeó la cabeza para gozar de la gloriosa sensación de esa boca sobre su piel.
– Sus recompensas son muy míseras, señor Dalton -murmuró, sintiendo que su cuerpo se rebelaría si no podía ver más de él de lo que Rye decidía darle, con ese talante de provocación.
– Creo recordar que te gustaba muy lento… ¿o acaso has cambiado? ¿Quieres que sea todo de golpe?
Laura lanzó una risa gutural, pues tenía la cabeza echada atrás, sintiendo la calidez del sol en la mandíbula, y él le mordisqueaba el costado del cuello y lo humedecía con la lengua.
– Mmm, sabes bien.
– ¿A qué?
– A lilas.
– Sí, agua de lilas. -Se movió con sensualidad-. Tú también has ganado una recompensa.
Supo que estaba sonriendo, aunque tenía el rostro hundido en el cuello de ella, y el de Laura estaba alzado hacia el cielo de Nantucket. Le cubrió las manos con las de ella. Por un momento, ninguno de los dos se movió, y lo único que se agitaba era el aliento de él contra el hombro de ella, y el de ella, que elevaba las manos de los dos, apoyadas en el torso. Las manos de Rye eran más anchas que las suyas, los dedos más largos, la piel más áspera. Las guió con suma lentitud hacia arriba, y la sonrisa se desvaneció de sus labios, que se entreabrieron cuando sostuvo las palmas de Rye ahuecadas, apretadas sobre sus pechos. Por un momento, el aliento cesó junto a su oído y se lo imaginó con los ojos cerrados, como estaba ella, e imaginó también las manchas de sol que bailaban una danza loca y eufórica sobre sus párpados.
– Laura, amor-dijo con voz ronca, al tiempo que las manos empezaron a moverse acariciando, reconociendo, y las de ella quedaron sobre las de él, absorbiendo la sensación del contacto-. ¿Estoy soñando o estás aquí de verdad?
– Estoy aquí, Rye, estoy aquí.
Mientras compartían las primeras caricias, las notas lejanas de la campana de la iglesia flotaron a través del prado, entonando el preludio musical de la hora, y luego la hora misma… ¡la una! ¡las dos! Habían crecido escuchando esa campana, ajustando su tiempo a ella, y conocían bien su lenguaje.
– Dos en punto. ¿Cuánto tiempo tenemos?
– Hasta las cuatro.
Una mano abandonó el pecho y le levantó la barbilla. Volviéndose a medias, por fin los labios se encontraron sobre el hombro de Laura, y mientras se besaban, desearon que la campana no hubiese sonado. Rye le puso las manos en la cintura y la hizo girar, casi con crueldad, ella le enlazó un brazo en el cuello, el otro en el torso, mientras él la estrechaba con tanta fuerza que las ballenas del corsé le lastimaron la piel. La boca de Rye se unió a la suya y las lenguas se poseyeron, embistiendo y saboreando, voraces, anhelando más intimidad. Él la sujetó por los costados de la cabeza y la devoró con su boca en una dirección y luego en otra, emitiendo sonidos guturales, como si sintiese dolor. Con el tañido de la campana desapareció toda ficción de desinterés, pero las vibraciones quedaron dentro de los cuerpos de los dos, que se movían rítmicamente uno contra el otro cuando Rye pegó el suyo contra el de ella.
Se dejó caer al suelo llevándola consigo, y cayó sobre ella en un revuelo de piqué blanco. Alzando un brazo, lo pasó por la nuca de Laura y la inclinó hacia él mientras ella le depositaba besos en los párpados cerrados, las sienes, el espacio debajo de la nariz y el cuello.
– Oh, Rye, te reconocería por el olor aunque tuviese los ojos tapados. Podría reconocerte entre todos los hombres del mundo sólo por el olfato.
Sin abrir los ojos, Rye rió entre dientes, y dejó que ella siguiera olfateándolo y besándole toda la cara y el cabello.
– Mmm -canturreó Laura en su deleite, con la nariz metida en las ondas suaves que tenía Rye sobre la oreja.
– ¿A qué huelo? -preguntó él.
– A cedro, a humo y a sal.
Rió de nuevo y posó otra vez su boca en la de ella, lanzándose a un largo y ardiente juego con las lenguas. Laura recorrió con las manos los músculos firmes del pecho, y la palma de él se apoyaba en el costado del pecho de ella, permitiendo que el largo pulgar lo explorase hasta que el pezón le envió un dulce ramalazo de dolor, como pidiendo que lo liberase de su estrecho confinamiento.
Laura metió la mano dentro de la camisa. Los dedos que revoloteaban sintieron que la cadena estaba tibia, el vello era sedoso, el pezón masculino, pequeño y duro. Bajo su mano, los músculos se tensaron hasta que, con un gemido, volvió la cara hacia los pechos de ella, abrió la boca voraz sobre la delantera del vestido y su aliento cálido pasó a través de la tela. Luego, atrapó la tela entre los dientes y tiró de ella, lanzando sonidos inarticulados que provenían del fondo de su garganta.
– ¿La tienes puesta?
Se echó atrás, soltando la tela blanca.
Las miradas se encontraron, mientras Laura recorría con un solo dedo el contorno de una patilla, desde la sien donde latía el pulso hasta la curva debajo del pómulo.
– Sí, la tengo puesta.
– Eso supuse. Puedo palparla.
– Desde que me la diste, la he usado todos los días.
– Déjame verla.
Pero se demoró así, echado sobre el regazo de ella, contemplando el delicado rubor de las mejillas, los ojos castaños, los párpados ya pesados por la excitación. Se incorporó apoyando una palma junto a la cadera de ella, con los ojos al mismo nivel.
– Date la vuelta -le ordenó con dulzura.
Se apartó de las faldas, se arrodilló detrás y la tela susurró y se hinchó, cubriendo por completo los muslos del hombre. El cabello de Laura estaba recogido en una cascada de tirabuzones que ella apartó a un lado, presentándole la nuca. La tocó con las yemas de los dedos, provocándole estremecimientos que iban precediendo su contacto a lo largo de toda la línea de ganchos por la espalda. Laura se imaginó las manos de Rye, rudas y hábiles, que sabían controlar tanto el roble como la carne de una mujer. El contraste entre las imágenes la inundó con una oleada de sensualidad en el momento en que él abría el vestido hasta la cintura, y después, más abajo.
El vestido cayó hacia delante; Laura se lo sacó de las muñecas y luego, todavía sentada, buscó el botón de la cintura de su enagua. Observándola, Rye apoyó una mano en el omóplato, encima del corsé, y acarició el hueco del centro de la espalda con el pulgar. Ya el vestido y las enaguas se extendían como una lila recién abierta, de la que Laura era el pistilo. Como una abeja recogiendo el néctar, Rye inclinó la cabeza, besó el hombro terso y luego se incorporó para soltar los cordones de la espalda del corsé. Centímetro a centímetro, iban aflojándose y dejando al descubierto la arrugada camisa. La tocó, indicándole que se pusiera de pie, y ella se levantó con las rodillas temblorosas, apoyándole la mano en el hombro para sostenerse y sacar los pies fuera del cilindro dé ballenas.
Rye elevó la mirada, pero Laura estaba un poco apartada de él, sólo ataviada con los calzones y la camisa. Las manos fuertes y bronceadas le oprimieron las caderas, haciéndola girar lentamente de cara a él sin dejar de contemplarla, y a continuación extendió la mano hacia la cinta que había entre los pechos. Pero las manos se detuvieron y atraparon las de ella, mientras hablaba sin quitarle la vista de encima.
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