– Quítatelo tú. Yo quiero observar. Allá, en alta mar, lo que más recordaba era tu imagen desvistiéndote.
Hizo girar una mano con la palma hacia arriba, luego la otra, y depositó un beso lánguido en cada una para luego apoyarlas sobre las cintas. Se acomodó sobre los talones, observando, recordando las primeras veces en que la vio desvestirse.
Laura soltó las cintas sin prisa y, a medida que lo hacía, un torrente de sensaciones la tornaron audaz y tímida, pecadora y glorificada, mientras la mirada de él se clavaba en la suya. Tomó el borde de la prenda que le llegaba a la cintura, se la sacó por la cabeza y luego dejó caer los brazos a los lados, dejando que la camisa pendiera, olvidada, de sus dedos.
La mirada de Rye acarició los pechos desnudos, los pezones morenos expuestos al sol, la red de líneas rojas entrecruzadas sobre la piel. Laura, inmóvil, vio cómo subía y bajaba la nuez de Adán, y cómo luego se ponía de rodillas, y apoyaba con suavidad las palmas tibias sobre sus costillas, acercándola, y besando la marca de la ballena tallada en el centro del vientre y del pecho. Las ballenas comunes del corsé habían dejado otras marcas a los lados, y él les aplicó el mismo tratamiento, recorriéndolas con la punta de la lengua, empezando por el hueco tibio debajo del pecho y resbalando hacia la cintura. Las manos acariciaron la espalda cálida, acercándola a él, al tiempo que los labios, por fin, cubrieron uno de los dulces y oscuros pezones.
Laura cerró los ojos, flotando en una líquida marea de deseo, con una mano tanteando el cabello del hombre y la otra en el hombro de él, empuñando un trozo de camisa y retorciéndola mientras él pasaba al otro pecho, tironeando, chupando, provocándole espasmos de deseo que le recorrían los miembros como cuchilladas.
Encerrándole las caderas con un brazo fuerte, la atrajo hacia su pecho y estrechó a la mujer que había deseado durante cinco dolorosos años. Después de largos minutos de deleite, se echó atrás para contemplarla. Laura, a su vez, bajó la vista para mirarlo, enmarcado por sus pechos descubiertos, y sonrió viendo los dedos oscuros que acariciaban su carne suave y blanca, modelándola a su antojo, con expresión maravillada en el semblante. Libre de pudor, miró, se regocijó y dejó crecer la marea de emociones.
– Creí que te recordaba perfectamente, pero en mis recuerdos nunca fuiste tan maravillosa. Oh, mi amor, qué suave es tu piel.
Rodeó con la lengua la circunferencia externa de una esfera y luego su cima, dejando un ancho círculo mojado en la piel. Luego se apartó y observó cómo el aire evaporaba y enfriaba, y el pezón se erguía, excitado, como una fruta madura que otra vez estimuló con la lengua y los dientes.
Laura se inclinó sobre el hombro de Rye y tiró para soltar la camisade los pantalones: necesitaba tocar algo más que la ropa. Obediente, él se sentó y levantó los brazos permitiendo que la camisa pasara por su torso y sus muñecas. Sujetando la prenda, Laura hundió la cara en la tela suave y aspiró hondamente el perfume que retenía.
Una mano impaciente le arrebató la camisa y la arrojó a un lado.
– Siéntate -le ordenó con tono áspero.
Laura le obedeció de inmediato, y se sentó sobre los calzones con volantes, apoyando las palmas en la hierba detrás de ella. Fascinada, vio cómo Rye le levantaba un pie y empezaba a quitarle un zapato. Lo arrojó sobre el hombro antes de quitarle la media y levantar el otro pie.
Logró sacarle el segundo zapato sin apartar los ojos de su cara, mientras Laura no perdía un sólo movimiento del excitante proceso, cada ondular de los músculos de esas manos que la desvestían. El segundo zapato y la media se unieron a los otros, y Rye sostuvo los pies con ambas manos, pasando el pulgar por la sensible cara interna. Mientras acariciaba el pie, los ojos recorrían el cabello revuelto, los pechos desnudos, los calzones.
– Eres bella.
– Tengo arrugas en el vientre.
– Aun con las arrugas, eres bella. Amo cada una de ellas.
En cuclillas, con las rodillas bien separadas, levantó un pie, besó el arco y luego el pequeño hueco bajo el hueso del talón, contemplando la boca hechicera que se abría y la lengua atrapada entre los dientes. Apretó la planta del pie en el centro de su pecho duro, moviéndolo en pequeños círculos bajo la mirada de ella… haciéndola sentir el vello sedoso, los músculos duros, la cadena y el diente de ballena, pendiendo sobre los dedos desnudos del pie.
Los sentidos, que habían estado dormidos cinco años, saltaron a la vida dentro de Laura mientras Rye iba bajando el pie por el centro de su pecho, descendiendo por el vientre duro, la cintura, para apoyarlo, al fin, sobre las duras colinas calientes de su erección. Cerró los ojos, y exhaló un hondo suspiro trémulo. Laura lo apretó con el talón, y Rye se balanceó hacia delante sobre las rodillas, y las manos de la mujer aferraban puñados de hierba. Cuando abrió otra vez los ojos, estaban preñados de pasión.
– En este preciso instante, te deseo más que en el almacén de Hardesty, cuando teníamos dieciséis.
El calor del cuerpo de Rye quemaba a través de los pantalones, y tenía una mano posada sobre el tobillo de Laura.
Sostenida sobre los codos, echó la cabeza atrás y, cerrando los ojos, dijo con voz ahogada:
– Pensé que jamás volvería a sentir tus manos sobre mí. He deseado esto desde… desde el día en que te marchaste. Lo que está sucediendo dentro de mí ahora jamás pasó desde aquel día… sólo contigo.
– Cuéntame lo que está sucediendo.
Se acercó a ella de costado, apoyándose sobre una mano en la hierba y ahuecando al fin la otra en la entrepierna de la mujer, madura y dispuesta, al tiempo que se inclinaba, besándole el cuello que se ofrecía.
La única respuesta fue una exclamación apasionada, más expresiva que cualquier palabra que hubiese pronunciado, con la cabeza echada atrás, las palmas firmemente apoyadas en la tierra y las caderas proyectándose hacia arriba, tentadoras. Rye la exploró a través del algodón de la prenda íntima como había hecho la primera vez, años antes, bajando más la cabeza para besar la punta de la barbilla, mientras ella se movía rítmicamente contra su mano.
– Déjame ver el resto de tu persona.
Laura alzó la cabeza.
– En un minuto. -Lo empujó por el pecho hasta hacerlo retroceder sobre la hierba, y quedó apoyado sobre los codos, ahora invertidas las posiciones-. Tus botas.
Sin ceremonias, levantó el pie izquierdo y, trabajando con persistencia, intentó sacarle la bota, pero sus esfuerzos resultaron vanos, Rye no pudo contener una sonrisa, al ver que su rostro se contraía en una mueca.
– ¿Por qué usas… las… botas… tan apretadas? -refunfuñó-. No las llevabas así antes.
– Son nuevas.
Rye disfrutó cada instante de la lucha de Laura, que luego cambió de posición provocando una sonrisa más ancha aún al ver las plantas sonrosadas de los pies, a cada lado de su larga pierna.
– Laura, tendrías que verte sentada ahí, sin otra cosa que esos calzones con volantes, tirando de mi bota como una moza ordinaria.
– No… se… sale.
Pero en ese preciso instante, la bota salió, y Laura estuvo a punto de caerse de espaldas. Estalló en carcajadas, mirándolo a los ojos, y arrojó la bota sobre el hombro para luego hacer trepar sus manos por la parte interior de la pernera y quitarle las medias de lana.
– ¿Yo te hice estas? -preguntó, sujetándola en el aire.
– No, las hizo otra mujer.
– ¿Otra mujer?
Frunció las cejas.
Los ojos azules guiñaron, pícaros.
– Sí: mi madre. Es un par viejo que encontré en mi casa, en un baúl.
– Ah.
Reapareció la sonrisa de Laura mientras el calcetín volaba por elaire, y ella se encargaba sin demora de la otra bota y el otro calcetín, que pronto se unieron al anterior.
Con un movimiento veloz, Rye se levantó del suelo y la hizo caer enganchándola de la cintura con un brazo, y rodando con ella por la hierba hasta que el cabello quedó revuelto y los pechos, agitados. Tumbado sobre el cuerpo de ella, se miró en los ansiosos ojos marrones, la boca atravesada por un mechón de cabello que había caído durante el juego. Su boca se abatió sobre ella sin hacer caso del mechón, abierta y salvaje, en un voluptuoso intercambio de lenguas, al mismo tiempo que con la mano izquierda le sujetaba la cabeza por atrás, y la derecha apretaba un pecho con intensidad casi dolorosa. Levantó con fuerza la rodilla entre las piernas de ella y los cuerpos se retorcieron juntos en inquietas embestidas, mientras rodaban hacia los costados, besándose con ardor desenfrenado que, por el momento, no dejaba lugar para la ternura.
Laura entrelazó los dedos en el cabello de Rye, y cerró con fuerza los ojos al cielo azul del fondo, al tiempo que él apartaba la boca de la de ella y la abría sobre el pecho, que empujaba con fuerza hacia arriba, provocándole un dulce dolor que la hacía regocijarse:
– Oh, Rye, Rye, ¿en verdad eres tú, por fin?
– Sí, soy yo, y llevo cinco años de retraso.
La respiración de Rye resollaba como un viento alto y su pecho se hinchaba, torturado, mientras la mirada de los ojos azules quemaba, clavada en los suyos. Entonces, de repente, la soltó, se sentó bruscamente a horcajadas en sus caderas, y comenzó a abrir con impaciencia los botones del pantalón, mientras en sus ojos ardía ese fuego inconfundible. Los de Laura se quemaban con el mismo fuego, mientras se desabrochaba el único botón que tenía en la cintura. Sin quitarse la vista de encima, él sentado sobre ella erguido y alto, como un jinete sobre su montura, un momento después se apartó, pasando una rodilla atrás y haciéndola ponerse de pie, todo en un sólo movimiento.
Calzones y pantalones cayeron al suelo, y un instante más tarde estuvieron cara a cara, separados por la distancia de una mirada, como criaturas de la naturaleza, sin otra prenda que un diente de ballena y una red de líneas rojas que ya estaban borrándose de la piel. Los ojos de ambos se regalaron unos instantes contemplándose así, desnudos bajo el tazón azul del sol, rodeados por la hierba que olía a sal y un entoldado de enredaderas.
Cuando se abrazaron, la fuerza del abrazo casi les quitó el aliento del cuerpo. Laura sintió que sus pies abandonaban el suelo pues él la sostenía alzada, besándole la boca, girando en un círculo de éxtasis. Se debatió y se retorció:
– Rye, bájame, así no puedo tocarte.
– Si me tocas, estoy perdido -afirmó, áspero-. Cristo, han pasado cinco años.
– Sí, amor, lo sé. A mí me pasa lo mismo. -Los ojos de Rye perforaron los suyos con una pregunta y, de inmediato, comprendió que no debió haberlo admitido-. Rye… -Le temblaba la voz-…bájame… ámame… ámame.
Los árboles se ladearon cuando el duro brazo bronceado se deslizó bajo las rodillas para levantarla y, un instante después, los hombros de Laura estaban apretados contra la hierba. Miró el rostro de Rye enmarcado por el cielo azul, luego, su virilidad que se balanceaba y, de inmediato se estiró para asirla y guiarla a su lugar… Él era como terciopelo sólido, ella, líquida, y la primera embestida fue para Laura una explosión de deseo que no había experimentado desde la última vez que celebró el acto con Rye. Y entonces comenzó, rítmico y fluido. Y dejaron de ser él y ella para ser, sencillamente, ellos… uno.
Se arquearon juntos bajo el sol estival que se derramaba sobre la espalda de él, mientras se movía proyectando una sombra cambiante sobre el rostro y los hombros de Laura. El diente de ballena se balanceaba desde la clavícula al hueco del cuello de la mujer y siguió, luego, golpeando como un péndulo contra el mentón.
Laura se elevaba, saliendo al encuentro de cada embestida, contemplando el placer en el rostro de Rye, que desnudaba los dientes y aspiraba el aire a grandes sorbos trémulos. Él bajó la cabeza para ver cómo se unían los cuerpos, y Laura también. Cuando aceleró el ritmo, las briznas pincharon los hombros de la mujer, y su cabeza se apretó con más fuerza contra la tierra. Cerró los ojos y cabalgó con él las olas a medida que el cuerpo de Rye provocaba la respuesta del suyo. Fue creciendo y quemando, hasta que empezaron los abrazos internos y un grito ronco brotó de su garganta. Cuando se aproximaba su propio climax, Rye gimió y la embistió con tal fuerza que Laura resbaló debajo de él sobre la tierra, y, sin darse cuenta, se aferró de puñados de hierba en busca de algo a lo cual sujetarse.
Recibió cada gramo de fuerza hasta que su cuerpo se estremeció y alcanzó la plenitud. El grito de Rye flotó sobre el prado mientras se derramaba en ella, y el estremecimiento final le hizo brotar una lluvia chispeante de sudor, que le brilló sobre los hombros.
Cayó sobre los pechos de ella, exhausto, y se quedó así, jadeando hasta que percibió la risa silenciosa que elevaba el pecho de Laura. Levantó la cabeza para mirarla a los ojos.
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