– Mira lo que hemos hecho.

Laura giró la cabeza para espiar sobre el hombro de él, junto a su cadera.

Rye miró alrededor, y vio que ella tenía en la mano un puñado de césped arrancado de raíz. Sonrió y le miró la otra mano: tenía otro puñado de hierbas. De repente, Laura levantó las manos y dejó caer los terrones de los dedos como en una especie de celebración, y luego la rodeó los hombros con los brazos. Rye giró junto con ella, hasta quedar los dos de costado, estirando una mano para sacudirle la palma.

– ¿He sido muy rudo contigo?

Mirándolo a los ojos, Laura le respondió con ternura:

– No, oh, no amor. Necesitaba que fuera exactamente así.

– Laura… -La acunó con dulzura, cerrando los párpados apoyados en su cabello-. Te amo, mujer, te amo.

– Yo te amo a ti, Rye Dalton, como te he amado desde que supe lo que significaba esa palabra.

Yacieron juntos, uniendo los latidos de sus corazones, dejando que el sol les secara la piel. Tras unos minutos, Rye giró el hombro hacia atrás y estiró el brazo, con la palma hacia arriba. Laura hizo lo mismo y, con los ojos cerrados, gozaron y descansaron. La mujer, apoyada a su izquierda, con la derecha jugueteaba, lánguida, con el vello de su pecho. Sin mirar, él la tomó y se llevó los dedos a los labios, para ponerla luego otra vez sobre su pecho.

– Laura.

– ¿Eh?

– ¿Qué quisiste decir antes cuando dijiste que habían sido cinco años para ti?

Por un momento no respondió, pero al fin dijo:

– Nada. No debí decirlo.

Rye contempló el cielo, por el que flotaba una sola nube.

– Dan no te lleva hasta el climax, ¿verdad?

Al instante rodó hacia él, y le cubrió los labios con los dedos.

– No quiero hablar de él.

Rye apoyó el mentón en una mano y se puso de costado, de cara a ella.

– Eso fue lo que quisiste decir, ¿no es cierto?

Pasó la yema de un dedo entre los pechos bajando hacia el vientre, hasta el nido de vello que retenía la tibieza del sol en sus rizos, la tibieza de él en su refugio. Vio cómo se le formaba carne de gallina en la piel, aunque tenía los ojos cerrados. Apretó el triángulo de vello castaño:

– Esto es mío. Siempre ha sido mío, y la idea de que él lo tiene me ha hecho desgraciado cada una de las noches en que dormí solo desde que regresé al hogar. Por lo menos, no lo posee por entero. -Le dio un beso en la barbilla-. Me alegro.

Laura abrió los ojos y lo miró.

– Rye, no tenía derecho a decir lo que dije. Debí…

Los labios de él la interrumpieron. Luego, Rye alzó la cabeza y le acarició la barbilla con un nudillo.

– Laura, yo te enseñé a ti y tú a mí. Aprender juntos concede derechos.

Pero ella no quería estropear el día con conversaciones que pudiesen arrebatarles ni una pizca de felicidad. Le dirigió una sonrisa radiante y, contemplándole el rostro desde el nacimiento del cabello hasta el mentón, dijo:

– ¿Sabes lo que he estado deseando hacer desde que volviste?

– Creí que acabábamos de hacerlo.

Apareció el hoyuelo en la mejilla.

– No, eso no.

– ¿Entonces, qué?

– Explorar cada una de esas marcas de viruela con la punta de la lengua, y tocar esto… -apretó las dos manos contra las patillas-…así.

Sonriendo, él se tendió de espaldas, colocando a Laura encima de él.

– Explora todo lo que quieras.

Lamió cada una de las marcas, y terminó con la séptima, sobre el labio superior. Levantando la cabeza, apoyó las manos sobre las patillas y observó con deleite ese rostro.

– Me gustan, ¿sabes? Son… muy masculinas. La primera vez que te vi con ellas, me pareciste… bueno, casi como un extraño, alguien tentador pero prohibido.

Lánguido, le acarició las caderas y luego pasó a las nalgas desnudas.

– ¿Todavía te parezco un extraño? -le preguntó risueño.

– En cierto sentido, eres diferente.

Bajó el labio inferior con el dedo índice, y después lo soltó para que se cerrara otra vez.

– ¿Cómo?

– La manera en que te paras, como si el barco fuese a inclinarse en cualquier momento. Y tu modo de hablar. Antes hablabas igual que yo, pero ahora cortas los finales de las palabras. -Hizo un mohín y pensó-. Di, «Querida Laura».

– Queria Laura -repitió, obediente.

– ¿Lo ves? Queriiia Laura…

Rió entre dientes y él la imitó.

– Bueno, eres mi queria Laura -dijo Rye.

Ella rió de nuevo.

– Me temo que se te ha pegado, pero es encantador, así que no me importa.

Rye le dio una afectuosa palmada en el trasero.

– ¿Tienes hambre?

– Ya estás otra vez, mi salobre muchacho -le respondió, en su mejor imitación del acento de Nueva Inglaterra-. ¡Sí, estoy famélica!

Rye lanzó una carcajada y los dientes blancos relampaguearon al sol, dándole otra palmada, y ordenando:

– Entonces, quítate de encima de mí. He traído comida.

Un minuto después, se vio arrojada y sentada al estilo indio, mientras que Rye se alejaba a grandes pasos a donde Ship montaba guardia, custodiando el saco. Laura observó cómo se flexionaban los músculos fuertes de las nalgas y los muslos, viéndolo cruzar el claro en busca de las provisiones. De inmediato, la perra se puso alerta y se incorporó. Rye se apoyó en una rodilla, rascó un poco a Ship y le hizo unas caricias que le demostraran el afecto del amo. A continuación, los dos volvieron juntos, con el saco de comida.

Laura los observó y, cuando se acercaron, se incorporó sobre las rodillas para recibir a Rye, como si se hubiese ido por mucho tiempo.

– Ven aquí. -Le tendió los brazos abiertos y él se abalanzó contra ella. Laura apoyó la cara contra la parte baja del vientre, después contra la virilidad ahora flaccida y luego se apartó y levantó la vista hacia su cara, que estaba inclinada hacia ella, sonriente-: Eres un hombre hermoso. Podría mirarte eternamente caminar desnudo sobre la hierba, sin apartar jamás la vista. -Rye le tocó el rostro-. Te amo, Rye Dalton.

Apretó los brazos que rodeaban las caderas del hombre. Los ojos azules la miraron, risueños, con una expresión de plenitud que no habían tenido desde su regreso.

– Yo te amo a ti, Laura Dalton.

La nariz fría y húmeda de Ship los dividió cuando la perra la apoyó en el costado desnudo del cuerpo de Laura. La mujer se apartó de un salto, ceñuda pero riendo.

Él también rió y se dejó caer sobre la hierba, pasando la mano en gesto rudo y afectuoso sobre la cabeza de la perra.

– Está celosa.

Laura miró cómo abría el saco.

– ¿Qué has traído? -preguntó.

Rye metió la mano dentro:

– ¡Naranjas! -Una naranja voló muy alto sobre la cabeza de Laura, que la atrapó, estremecida de risa-. Para la dama a la que le gusta compartir naranjas con los señores de la manera más provocativa.

Esbozó una sonrisa burlona, que provocó una mueca a Laura.

– Ah, naranjas. Tal vez, hoy tendrías que haber invitado a DeLaine Hussey. Tengo la impresión de que hace años que la señorita Hussey quiere echar mano a tus naranjas.

– Yo sólo comparto mis naranjas contigo.

Cuando levantó la vista, el hoyuelo pareció realmente atractivo. Y luego se hizo más hondo cuando la vio sentada sobre los talones, con los pechos proyectados adelante escondidos impúdicamente tras un par de naranjas.

– Y yo sólo comparto mis naranjas contigo.

Las anchas manos morenas se extendieron para apretar la fruta.

– Mmmm… tienes unas naranjas hermosas, maduras, firmes. Me encanta compartirlas.

Inclinó la cabeza como para probarlas con los dientes, pero ella le apartó la mejilla con una naranja.

– ¡Qué modales, Rye Dalton! Tienes que pedirlas de buena manera.

Entonces, Rye se lanzó hacia ella haciéndola caerse de espaldas en la hierba, y las carcajadas de los dos se elevaron sobre el prado, bajo la mirada perezosa de la perra.

– ¡Yo te enseñaré la manera correcta de compartir una naranja, muchacha!

En el forcejeo, una de las naranjas se fue rodando, pero Rye atrapó la otra y dominó a Laura, la puso de espaldas y se arrodilló, apoyando una rodilla bien colocada en el torso de ella.

Laura la empujó, riendo con dificultad.

– Rye, no puedo respirar.

– Me alegro. -Arrancó un trozo de piel de naranja que cayó sobre la mejilla de la mujer, quien movió la cabeza a un lado, riendo más fuerte-. Primero tienes que pelarla así.

Otro pedazo de cascara cayó sobre el ojo cerrado.

– ¡Rye Dalton, grandote pendenciero!

– Pero sólo a medias, para que tengas de dónde agarrarte.

¡Plop! El trozo de cascara cayó sobre la nariz, que frunció, mientras le empujaba la rodilla.

– Salde…

Rye la ignoró, dejando que se retorciera, mientras él seguía con la tarea sin inmutarse.

– Y cuando la parte más jugosa queda descubierta… -El conquistador dejó caer otro trozó de cascara, que cayó sobre el labio superior de la conquistada-…ya estás lista para compartir la naranja.

Aunque seguía empujándole la rodilla, tuvo que morderse el labio para contener la sonrisa. Señorial y esbelto, la retenía acostada, con la mirada de los ojos azules fija en la boca de ella mientras levantaba la naranja y le clavaba los dientes. Mientras la masticaba con los labios mojados y dulces, Laura cada vez prestaba más atención a lo audaz de la pose, que dejaba las partes principales colgando desnudas, encima de ella. Rye dio un segundo mordisco, lo saboreó sin prisa, y tragó.

– ¿Quieres un poco? -preguntó, arqueando una ceja.

– Sí.

– ¿Un poco de qué?

– De tu naranja.

– ¡Qué modales, Laura Dalton! Tienes que pedirla de buena manera.

– Por favor, ¿podría comer un poco de tu naranja?

Los ojos del hombre registraron el cuerpo, yendo de un pecho medio aplastado por la rodilla, a la carne blanca del estómago, el triángulo de vello, la ondulación de las caderas, y subiendo otra vez hacia el rostro.

– Creo que sí.

La naranja descendió lentamente hacia la boca de Laura, que abrió los labios poco a poco hasta que, al fin, la pulpa suculenta quedó atrapada entre sus dientes y arrancó un trozo haciendo girar la cabeza, sin apartar nunca la mirada ardiente de los ojos azules, engañosamente feroces. Se aflojó la presión de la rodilla, y empezó a rozarla contra el pecho hasta que el pezón se irguió, topándose con la aspereza del vello de la pierna.

Laura tragó, y se lamió los labios, pero los dejó entreabiertos y brillantes.

– Mmm… es dulce-murmuró.

– Sí, dulce -respondió, en voz ronca, mientras sus ojos provocaban extrañas reacciones en el estómago de la mujer.

– Te toca a ti -dijo Laura en voz suave.

– Sí, así es.

Apartó la rodilla del pecho de ella. La mano morena se movió sobre ella sujetando la naranja. La fuerza se evidenciaba en la muñeca ancha, las venas azules del dorso, los músculos sobresalientes de años de trabajar con los toneles. La mirada de Laura estaba atrapada por los dedos que se cerraban sobre la naranja. Se sobresaltó un poco cuando la primera gota fría cayó sobre su pecho. Con expectativa creciente, vio cómo los dedos apretaban, exprimían, haciendo caer el jugo en un chorro frío por el valle entre los pechos, su ombligo, su estómago y bajando por un muslo.

La cabeza de Rye descendió lentamente hacia ella, y fue recorriendo con la lengua el rastro dulce de jugo, lamiéndolo de Laura, que tenía los ojos cerrados mientras su corazón se deslizaba como en un trineo.

Había estado cinco años en el mar a bordo de un ballenero lleno de hombres lascivos, que no tenían otra cosa que las conversaciones y los recuerdos para hacer más soportable el transcurso del viaje. Y Rye Dalton había aprendido escuchando.

Y, como había hecho en el desván de una caseta de botes, y en la tonelería, ante el fuego, enseñó a Laura cosas nuevas acerca de su cuerpo. Cuando bajó la cabeza para chupar la dulzura de la naranja, la bañó con un placer con el que jamás había soñado. Y después, peló otra naranja y se la dio, viendo cómo se le dilataban los ojos mirando lo que le ofrecía, para luego tomarla sin prisa, mientras él se tendía sobre la hierba, recibiendo ahora él el baño de placer.

Capítulo12

La tarde declinaba y no tuvieron más remedio que prestar atención a la campana de la torre de la iglesia, que tañía cada cuarto de hora. Acostados de espaldas, con los tobillos cruzados y una rodilla levantada, las plantas de los pies se tocaban. Rye tenía a Laura de la mano, y frotaba distraído el pulgar en la palma de ella.

– ¿Sabes lo que hice la noche antes de que zarparas? -preguntó Laura, sonriendo al recordar.

– ¿Qué hiciste?

– Puse un gato negro bajo una tina.

Rye estalló en carcajadas y apoyó la cabeza en la muñeca libre.

– ¡No me digas que crees en ese cuento de viejas!