Laura dirigió la vista al punto que miraban las dos mujeres. Parecía que en la barra no sucedía nada más trascendente que unos pocos pescadores colocando redes para atrapar peces pequeños. Desde ahí, las siluetas de los que buscaban eran muy pequeñas, y no pudo distinguir la de Dan entre ellas. ¿En qué estaría pensando allá, en los botes, al ver que las redes salían vacías una y otra vez? ¡Por Dios, cuánto tiempo hace que están echándolas! ¿Dos horas, mientras Rye y yo yacíamos desnudos, en el prado, engañándolo? La primera oleada de culpa la inundó, y le dejó el estómago revuelto.
Contempló los hombros erguidos de las dos mujeres que estaban al final del muelle, pensó en su tarde con Rye y gritó para sus adentros: «¡Dios querido, qué he hecho!»
Advirtió de pronto que había demorado todo lo posible el momento de acercarse a Hilda, y se acercó a ella. Durante generaciones, las mujeres de Nantucket habían aprendido a esperar a sus hombres marineros con la espalda erguida y, al apoyar la mano en el hombro de Hilda, Laura sintió que era la encarnación de ese aprendizaje: la espalda de la mujer estaba rígida como una barba de ballena.
– Hilda, acabo de enterarme.
Hilda se volvió, manifestando el mismo estoicismo que el capitán Silas,
– Allá fuera está Dan, y también Tom, con los otros. Lo único que podemos hacer es esperar.
La dura espalda se volvió.
Laura imitó la postura de Hilda y de Dorothy, abrazándose a sí misma, y se estremeció mientras escudriñaba el agua esperando ver a Dan, atormentada por el recuerdo del momento en que recibió la noticia de la muerte de Rye. Oh, esa muerte sin cadáver. No, Dan no. Otra vez, no.
Tras ella sintió unos pies que se arrastraban, y al darse la vuelta se encontró con Ruth, la hermana mayor de Dan, con dos tazas de café humeante en las manos. Observando el vestido blanco y el sombrero de ala ancha de Laura, en cada músculo del rostro de Ruth estaba impresa la severidad. Tenía los ojos enrojecidos y la boca fruncida con una expresión que iba más allá de la angustia. Mirando a su cuñada con semblante ominoso, apretó más los labios y arqueó las cejas, como si supiera…
Pasó junto a Laura, entregó las tazas a su madre y a su tía, abriéndose paso con la actitud de alguien que quiere dejar bien claro que sería ella la que ofreciera el consuelo allí.
Laura retrocedió, pero Ruth se volvió y la miró, con ojos entrecerrados.
– Tratamos de encontrarte. Dan estaba fuera de sí.
Laura tragó saliva, más asqueada aún por la necesidad de mentir.
– Pasé la tarde en la casa de Jane.
Ruth no intentó disimular lo que opinaba de su vestido, completamente inapropiado para cruzar los páramos a pie. La mirada crítica la inspeccionó del cuello a los pies, y volvió hacia arriba.
– Bueno, podrías haberle dicho a Dan a dónde ibas.
– Yo… creí que él lo sabía. Josh tenía ganas de salir y de pasar la tarde con los primos.
Pero la expresión de Ruth le indicó que no creía una palabra. ¿Habrán mandado a alguien a la casa de Jane, a buscarme? ¿Jane habrá intentado cubrirme?
Sin añadir palabra, la mujer se apartó, acercándose a su madre con gesto protector y, al mismo tiempo, manteniendo a distancia a su cuñada.
¡Lo sabe! ¡Lo sabe! Y si ella lo sabe, poco faltará para que lo sepa toda la isla. Ruth se encargará de eso.
Por primera vez, observó las caras de las personas que había en el muelle: ahí estaba DeLaine Hussey, Ezra Merrill, y… ¡hasta Charles, el primo de Rye! ¡Todo el pueblo era testigo de que había tardado en llegar! Sintió por dentro un temblor incontrolable. Se sentía sacudida, no sólo por el acto de esa tarde, sino también porque en ese momento estaba más preocupada por ser descubierta que con la tragedia que estaban viviendo.
«No, no es verdad -se dijo-. Te importan estas personas. Sus penas son tuyas».
Aún así, Ruth Morgan había dado en el blanco, Laura se sentía manchada, apartada, sumida en el remordimiento. Se mantuvo lejos de las tres mujeres, contemplando el lamentable espectáculo que se desarrollaba en el agua. Allá, cerca de la barra, los que buscaban habían echado las redes, izaron el ancla, y enfilaban las proas hacia la costa.
De la garganta de Hilda Morgan brotó un sonido ahogado. Se tapó la boca y miró hacia los botes que entraban y lloró, apoyada en el hombro de Dorothy Morgan.
Detrás de ellas, Laura se sintió impotente. Quiso extender la mano para consolar a Hilda, pero estaba flanqueada por Ruth y Dorothy. Hilda, Hilda, lo siento. ¿Fui yo la causa de todo esto? No fue mi intención. Se mordió los labios para no llorar, viendo que los botes se acercaban cada vez más. «Que esté vivo», rogó, aunque por la expresión de los hombres que se acercaban supo que no habían encontrado al padre de Dan ni vivo ni muerto. Tenía los ojos secos cuando distinguió la cara de Dan entre los otros. ¿Qué responderé cuando me pregunte dónde estaba? ¿Más mentiras?
Como si tuviese un sexto sentido, Ruth se dio la vuelta y la atravesó con una mirada que condenaba y sentenciaba. Un instante después, esos ojos con expresión de reproche trasladaron su mirada a un punto detrás de su hombro, donde se clavó, hasta que la propia Laura se dio la vuelta y vio qué era lo que miraba la cuñada.
Ahí, a un par de metros tras ella estaba Rye, todavía vestido con la ropa que había usado esa tarde. Con expresión sombría, miró a Laura, y luego al bote que se acercaba.
Descubrió a Dan entre los que se acercaban, y volvió a mirar a Laura. Ya sabía en qué dirección marchaban los pensamientos de la mujer, y tuvo que contenerse para no correr a su encuentro y decirle: «Laura, Laura, habría sucedido de todos modos. Nosotros no tenemos la culpa».
Advirtiendo que Ruth observaba el diálogo mudo, apartó la vista de Rye. Pero, cuando se volvía hacia los botes de búsqueda, la mirada de reproche de Ruth siguió fija, fría y condenatoria, haciéndola sentirse transparente.
Los botes de fondo plano llegaron a la costa, y Laura volvió a ver el rostro atribulado de Dan, los ojos hundidos y vacíos, la piel mortalmente pálida. Todavía llevaba el traje de lana que se había puesto esa mañana para ir al trabajo, y al verlo entre los hombres vestidos con ropas toscas, el sentimiento de culpa de Laura creció. Vio que tenía las mangas mojadas en el codo, los pantalones arrugados y estropeados, y lo imaginó sentado en el banco alto, ante el escritorio. Imaginó que levantaba la vista cuando alguien se le acercaba con la espantosa noticia, que corría a la casa de ambos para contárselo a ella, y no la encontraba. ¿Habría paseado desesperado por la habitación, preguntándose dónde estaría? ¿Se habría sumado a la partida de búsqueda, doblemente preocupado por la ausencia de su esposa cuando la necesitaba? ¿Habría estado echando esas redes toda la noche, sumándose a su pena las sospechas acerca de Laura y Rye?
Los hombres, abatidos, se agruparon en el muelle para enfrentarse a la siguiente tarea angustiosa: consolar a las mujeres acongojadas por el duelo. Dan se precipitó sobre su madre, estrechándola en los brazos, apoyando la mejilla en su pelo, mientras la mujer lloraba abrazada a su hijo. Laura vio cómo la madre buscaba fuerzas en él, el hijo concebido con el hombre que el mar le había arrebatado: un padre, un esposo, perdido para ellos en el ciclo inexorable de la vida.
Vaciló, apesadumbrada e insegura, esperando que Dan la viera. Cuando la vio, pasó a su madre a los brazos del tío, la tía y la hermana, y se acercó a su esposa. Laura se dio cuenta de que echaba una rápida mirada a Rye, que estaba detrás de ella, y luego la apretó contra su pecho. Ella lo abrazó con fuerza, abrumada por las emociones: pena, vergüenza, culpa y amor. Se aferró a él, oyendo flotar el horrible sonido del llanto de Hilda y de Tom Dalton, y advirtió que Dan no emitía sonido, no hacía otra cosa que tragar con movimientos convulsivos junto a su sien. Se aferró a ella, atrapándola en un abrazo aplastante, bajo la mirada de todo el pueblo y de Rye Dalton.
Por fin, dijo con voz ahogada:
– Ha n-navegado… junto a esa b-barra toda su vida… -como si no pudiese aceptar que una cosa semejante pudiese suceder.
– Lo sé, lo sé -fue lo único que se le ocurrió a Laura. La meció atrás y adelante, y los ojos de la mujer se desbordaron de lágrimas.
– ¿Dónde estabas? Te busqué por todas partes.
La pregunta fue como una espina que le atravesaba el corazón, y no tuvo otra alternativa que responder con una verdad a medias:
– Llevé a Josh a la casa de Jane.
– Yo estaba tan… -Se interrumpió tragando saliva, y Laura lo sintió temblar-. Te necesitaba.
Tenía los ojos bien cerrados y la mejilla apoyada en su cabeza.
– Aquí estoy, aquí estoy -lo tranquilizó, aunque la mitad de su corazón iba hacia el hombre que estaba a unos pasos de ella.
Al abrir los ojos, Dan vio que Rye los miraba. Pero la amistad no muere con tanta facilidad como los pescadores de Nantucket… y las miradas de los dos se encontraron, enlazadas por las alegrías de miles de días felices, que llegaban desde el pasado en esa jornada de tristeza. Los dos sintieron la necesidad de consolar y de ser consolados por los seres más conocidos, que querían desde hacía más tiempo. Fueron impulsados por fuerzas que escapaban a su control.
Dan soltó a Laura. El corazón le palpitaba con fuerza, pesado en el pecho, contemplando los ojos de Rye Dalton cargados de una honda tristeza. Cara a cara, tensos y expectantes, fue Rye el que dio el primer paso.
Se toparon pecho a pecho, corazón a corazón, desgarrados por la misma silenciosa agonía, olvidada por unos momentos la competencia por la mujer que los contemplaba, barrida por la gravedad inmensamente mayor de la muerte. Estrechando con fuerza a Dan, Rye se vio invadido por una confusión de sentimientos que no había experimentado jamás: amor y pena por ese hombre, la necesidad de consolarlo y la culpa por lo que habían hecho él y Laura.
– Dan -dijo con voz ronca.
– Rye, me alegra que estés aquí.
Se separaron, y Rye apoyó la mano ancha sobre el hombro del amigo, sintiendo la humedad de la chaqueta de lana.
– Esperaré contigo, si quieres. Él… fue bueno conmigo… un buen hombre.
Dan apretó el antebrazo de Rye con una mano, apretando un instante con más fuerza la mano consoladora contra su hombro.
– Sí, por favor. Pienso que a mi madre le hará bien que te quedes… y… y Laura también.
Los mirones removieron los pies e intercambiaron miradas, algo incómodos. Pasaban la vista de Rye a Dan, y de este a la mujer que estaba entre los dos. El semblante de Laura Dalton era un desfile de angustias, y tenía las manos apretadas contra los pechos. Presenciando el intercambio de emociones, en sus párpados titilaban las lágrimas, que luego rodaban por sus mejillas.
Al fin se separaron, Dan para acercarse a Laura, Rye a Hilda. Cuando la abrazó, la madre de Dan lloró, apoyada en él:
– R-rye…
– Hilda -fue lo único que pudo pronunciar.
Apoyó una mano extendida en el nudo de cabellos grises que llevaba Hilda en la nuca y la abrazó con firmeza, dejándola llorar en silencio.
Regresaron los días en que Rye era un niño, que salía y entraba corriendo en la casa de Hilda, pegado a los talones de Dan. Iba a pescar con Zachary, ofrecía a Hilda los pescados frescos y se quedaba a cenar cuando ella los preparaba. Luego, la mujer les ordenaba a Dan y a él que fuesen a buscar agua para lavar la vajilla, y recibían las reprimendas por igual si la derramaban sobre el suelo limpio. En aquella época, Rye no llegaba más que al hombro de Hilda; ahora, ella casi no alcanzaba al de él. Rye tragó saliva y la abrazó con fuerza.
Contemplándolos, Laura sintió que se le formaba un tremendo nudo en la garganta. Por lo que sabía, era la primera vez que Rye hablaba con Hilda desde su regreso. Recordó que su suegra le había ofrecido consuelo cuando recibió la noticia de que Rye se había ahogado sin dejar rastro. Qué ironía que ahora fuese él mismo el que la consolara cuando su esposo había corrido la misma suerte.
Lanzó una mirada a Dan y lo sorprendió mirando a Rye y a su madre con ojos húmedos, y notó los movimientos convulsos de su garganta.
Al fin, Hilda se soltó de Rye, y la voz del capitán Silas fue la única que logró un efecto calmante, tal vez porque ya había vivido escenas semejantes y había aprendido a aceptarlas.
– Más o menos en un par de horas subirá la marea. Hasta entonces, pueden irse a sus casas. No tiene sentido que se queden aquí. Vayan a sus casas a cenar.
El grupo se separó, dejando paso a Tom y a Dorothy Morgan, que se dispusieron a hacer caso a la sugerencia de Silas. Los siguieron Ruth e Hilda. Detrás iba Dan, flanqueado por Rye y por Laura. El resto de la gente se dispersó, pero cuando los tres llegaron a los gastados bancos que había a cada lado de la puerta de la cabaña de las carnadas, Dan le preguntó al capitán Silas:
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