– ¿Le molesta si esperamos aquí? Preferiría hacerlo así.

Sentándose en uno de los bancos, el capitán Silas señaló el otro con la boquilla de la pipa.

– Siéntense.

Los tres, Rye, Dan y Laura se sentaron en el banco, en ese orden. A Laura le pareció que había cierta forma de justicia en el hecho de que, ese mismo día, cuando habían traicionado a Dan, quedaran al final uno a cada lado de él, ofreciéndole apoyo y consuelo, juntos. Laura sostenía la mano de Dan y apoyaba la cabeza contra las tablas plateadas de la cabaña, aturdida y asqueada por la culpa. Si Zachary estaba muerto, sin duda se debería al largo brazo de la justicia, que se extendía para castigar y darle a ella una lección. Oprimió con más fuerza la mano de su esposo, y esperó a que volviese la marea.

El crepúsculo se derramó sobre la isla y la bahía. Llegaron los aguzanieves a anidar, acompañados por los fúnebres silbidos de los frailecillos. Al fin, se acalló el incesante quejido de las gaviotas cuando se acomodaron para pernoctar sobre pilotes y vigas del muelle, bien alimentadas y satisfechas. Desapareció el viento, y los lengüetazos blandos del agua bajo el muelle parecían los únicos sonidos del mundo hasta que se oyeron las solemnes notas de las vísperas, lanzadas por las campanas de la iglesia.

Pronto volvería la marea pero, ya, trajese el cuerpo o no, sería funesta.

Los párpados de Laura se cerraron, y revivió el horror del momento en que llegó a la isla la noticia de la muerte de Rye, de los días posteriores. Sintió el roce de la manga de Dan en el brazo. Estaba completamente inmóvil, resignado. Ahora sería ella quien lo consolara, como antes él la había consolado a ella. Abrió los ojos y contempló la melancólica postura, inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas y, al hacerlo, también vio a Rye. Cerró otra vez los ojos y se resignó a seguir siendo la esposa de Dan.

Cuando abrió los ojos, sintió la mirada de Rye sobre ella y, al volverse, vio que tenía la cabeza apoyada contra la pared, y el rostro vuelto hacia ella. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, los pies apoyados en el suelo, las rodillas bien separadas, y los ojos azules la observaban, fijos. En esos ojos leyó los recuerdos de esa tarde, que volvían envueltos en una belleza hechicera. Sin embargo, en esa expresión pesarosa y amorosa a la vez también había desesperanza, y durante largo rato no pudo apartar la vista. Luego, como si se hubiesen puesto de acuerdo, los dos volvieron otra vez la cara hacia la bahía.

En ese momento, Dan suspiró. Alzó los hombros, luego los dejó caer y fijó la vista en las tablas del suelo. Laura le apoyó la mano en la espalda, y los ojos de Rye captaron el gesto. Dan miró a la mujer sobre el hombro, luego de nuevo al embarcadero y, como si buscara la seguridad de que la vida seguía, preguntó:

– ¿Dónde está Josh?

Mientras respondía, Laura sintió que la mirada de Rye la seguía.

– Está en la casa de Jimmy.

– ¿Se divirtió en la casa de Jane?

Lo único que pudo responder, fue:

– Sí… sí, le encanta ir allí.

– ¿Qué hicieron hoy?

Laura se escarbó el cerebro, tratando de rescatar aunque fuese una hilacha del parloteo de Josh cuando volvían a la casa, y que casi no había retenido. Notó que Rye contenía el aliento esperando su respuesta y, de pronto, recordó algo de lo que le había dicho Josh:

– Hicieron tortitas de barro con agua salada.

Vio por el rabillo del ojo que los hombros de Rye se aflojaban, aliviados, y bajaba los párpados, y sintió una nueva tortura: comprobar que ella y Rye se comportaban con doblez. Para su horror, Dan se estiró, se frotó la nuca y comentó:

– No sé si es por la mención de comida o qué, pero sigo sintiendo olor a naranja.

Rye casi saltó del banco y a Laura le ardió la cara, pero Dan no se volvió.

– Dan, ¿tienes hambre? -preguntó Rye.

– No, creo que no podría comer aunque me esforzase.

De todos modos, Rye se alejó y volvió con café, para sentarse otra vez alejado de Dan, y manteniendo con esfuerzo la vista alejada de Laura. Llegó el crepúsculo. Terminaron el café. Alguien llevó emparedados, pero nadie comió. Dan suspiró de nuevo, se levantó del banco y caminó sin rumbo por el muelle, clavando la vista en el agua, de espaldas a Rye y a Laura, de los que sólo lo separaba el ancho de sus hombros.

Pronto volvió, se sentó otra vez entre ellos, se echó atrás, fatigado, y empezó a hablar en voz queda:

– Me acuerdo cuando llegó la noticia de que tú estabas muerto, Rye. ¿Laura te contó alguna vez lo que le pasa a la viuda de un marino?

– Sí, un poco. Dijo que tú la acompañaste en ese trance.

La garganta de Dan dejó escapar una especie de risa apesadumbrada, y sacudió la cabeza como si quisiera refrescar el recuerdo. Luego se inclinó adelante, presentando otra vez a los dos que estaban tras él la curva de los hombros que expresaba abatimiento, y continuó hablando en tono pesado que parecía brotar de las profundidades de su desesperación:

– Yo fui el que se encargó de ir a… a tu casa a decirle a Laura que el barco en que viajabas se había hundido. Me mandaron a mí porque la noticia llegó a la oficina, y yo estaba allí, trabajando. Claro, sabían que éramos… que éramos muy amigos. Nunca olvidaré el aspecto que tenía ella cuando abrió la puerta.

Hizo una pausa, dejó caer la barbilla sobre el pecho un instante y luego la levantó otra vez y miró, sin ver, hacia el embarcadero.

Laura deseaba que Dan se echara atrás y le obstruyese la visión de Rye, pero no lo hizo. Rye estaba sentado, tenso, mirando con expresión seria la nuca de su amigo.

– ¿Sabes lo que hizo Laura cuando yo le di la noticia? -Como Rye permaneció en silencio, Dan echó una mirada sobre el hombro y luego la dejó perder otra vez en la lejanía-. Se rió -dijo en tono triste-. Se rió y dijo: «No seas tonto, Dan. Rye no puede estar muerto. Me prometió que volvería». Habría sido mucho más fácil si se hubiese quebrado y llorado en ese mismo momento, pero no fue así, hasta que pasaron unos meses. Supongo que era la reacción lógica -me refiero a la negación-, sobre todo teniendo en cuenta que no había un cadáver para demostrarlo.

Laura tenía las palmas húmedas y el estómago revuelto. Quería levantarse de un salto y escapar, pero estaba obligada a quedarse y a escuchar lo que Dan decía:

– Después, cada vez que se avistaba una vela corría a los muelles a esperar, convencida de que era el barco que te traía de regreso, de que todo había sido una equivocación. Me parece verla, todavía, corriendo por la plaza con esa espantosa sonrisa exagerada pegada a la cara, mientras yo me preguntaba qué haría falta para que admitiese la verdad y, después, pudiera seguir viviendo. Recuerdo una noche en que no se veía ninguna vela y, por primera vez, la sorprendí merodeando por el embarcadero vacío, como si quisiera forzarte a aparecer. Le dije que no había ninguna vela, que se engañaba a sí misma, que tú ya no volverías nunca, que la gente empezaba a sacudir la cabeza compadeciendo a la pobre Laura Dalton, que vagaba por los muelles esperando al fantasma de su marido. Me abofeteó… fuerte. Pero después estalló en lágrimas… por primera vez.

¡Basta, Dan, basta!, rogó Laura para sus adentros. ¿Por qué haces esto? ¿Para castigarnos?

Pero Dan siguió:

– Estaba ahí, parada con expresión desafiante, las lágrimas corriéndole por la cara, y me decía: «Pero, ¿no entiendes, Dan? Tiene que volver, porque… porque estoy embarazada de su hijo». En ese momento comprendí por qué había seguido negando tu muerte tanto tiempo.

Ahora era Laura la que miraba hacia el embarcadero con los ojos secos, evocando las horas de vigilia que pasó ahí, exigiendo al mar que le devolviese a Rye. Y la había complacido… pero demasiado tarde. Ahora lo tenía allí cerca, a un cuerpo de distancia, pero separado por un abismo ancho y hondo como el infierno. Y el soliloquio continuó:

– Un día la seguí… creo que era otoño, y se acercaba una tormenta que venía del Noreste. Cuando la alcancé, estaba de pie sobre los acantilados observando el océano, como de costumbre. Esa vez, supe que ya estaba resignada. Por Dios, qué aspecto tan lamentable tenía, con la lluvia corriéndole por la cara, y ella que no se movía como si no supiera o no le importase mojarse. Ella… -Hizo ruido al tragar-. Ya empezaba a redondearse su vientre, y cuando le dije que no debía estar ahí, expuesta al viento y a la lluvia, que tenía que pensar en el niño, me contestó que le importaba un comino el niño.

Ninguno de los tres movió un músculo. Se hubiera dicho que la espalda de Dan estaba tallada en piedra, y las miradas de Rye y de Laura estaban clavadas en ella. La voz se hizo más baja aún, hasta ser apenas un murmullo.

– Esa vez, yo la abofeteé a ella. No sabéis cuánto me dolió hacerlo. Yo… me decía que ella había estado allí, pensando en… en matarse, y junto con ella, al niño. -Ocultó la cara entre las manos-. Oh, Dios -musitó, y se hizo un silencio pesado hasta que al fin levantó la cara, exhaló un profundo suspiro, y continuó-: Habían pasado semanas desde que supimos de tu muerte, pero era la primera vez que Laura lloraba, quiero decir, en serio; se había quebrado y lloraba de un modo que hasta entonces no había podido hacer. Lo que me dijo fue exactamente esto: «Mi corazón se ahogó con Rye…», pero al menos admitía que te habías ahogado.

»Entonces sí accedió a que celebrásemos un funeral. -Por fin, apoyó los hombros y la cabeza en la pared. Cerró los ojos e hizo rodar la cabeza a un lado y otro, con gesto de fatiga-. No quisiera volver a pasar por algo así nunca más. Y aquí estamos, rogando para que… para que…

Ya no pudo continuar.

Tras una larga pausa, se aclaró la voz.

– Un funeral como ese es duro para una mujer. No quiero que mi madre tenga que sufrirlo.

De repente se levantó, recorrió el muelle poblado de ecos y se puso a observar la bahía de Nantucket, mientras los otros dos se preguntaban por qué habría hecho tan dolorosa evocación.

Por momentos, pareció que estuviese preparándose para entregarle a Laura a Rye, para admitir que, con el solo hecho de estar ausente, la había ganado. En otros dio la impresión contraria: de que estaba afirmando su derecho, tanto sobre ella como sobre Josh.

Rye Dalton entrelazó los dedos y los apoyó sobre su estómago. Adentro, las vividas imágenes evocadas por Dan le habían dejado todo revuelto. Y si bien posaba la vista en la apesadumbrada figura que tenía delante, en ningún momento dejó de ser consciente de la presencia de Laura. Quería zanjar el espacio que los separaba y tomarla en sus brazos, besarle los párpados, consolarla por todo lo que había sufrido a causa de él. Tenía necesidad de tocarla como una afirmación de la vida, mientras seguían ahí, esperando la confirmación de la muerte. La amaba, y añoraba compartir con ella esos momentos trágicos. Y, sin embargo, no podía hacer otra cosa que permanecer sentado, con las manos apretadas contra el estómago, para impedir que se tendieran hacia ella.


Se formó la neblina; fantasmagóricos dedos de niebla que daban un extraño cariz a la escena, a la vez que los habitantes del pueblo volvían al muelle. Era el tiempo de la marea muerta, ese momento del mes lunar en que la diferencia entre la marea alta y la baja es mínima. ¿Significaba eso que había más probabilidades de que apareciera el cuerpo? Eso fue lo que Laura pensó. Qué extraño que no supiera la respuesta, después de haber vivido toda la vida en la isla. Después de estar cuatro o cinco horas en el agua, ¿un cuerpo se hincharía? Al ver regresar a Hilda con los demás, revivió el terror que había sufrido antes, al imaginar el cuerpo de Rye en poder del mar alimentando a los peces. Quiso acercarse a ella, consolarla, pero no había modo de aliviar esa angustia. Si no sufría la incertidumbre de una muerte sin cadáver, entonces a la esposa le tocaba la pesadilla de ver el cuerpo deformado, repugnante o, peor aún, si los peces estaban hambrientos, sólo una parte del cuerpo.

La partida de búsqueda se reunió hablando en voces quedas, respetuosas. Llevaban linternas que consumían el precioso aceite de ballena… era una ocasión que lo merecía. Los halos nebulosos de las luces que se refractaban en el espeso aire salino parecían confirmar que los habitantes de Nantucket vivían y morían por las ballenas.

El capitán Silas los distribuyó en grupos de dos y de tres para peinar toda la zona interna del embarcadero. Una vez más, Laura, Dan y Rye se movieron juntos en sentido paralelo a las olas, igual que lo habían hecho infinitas veces en el pasado. La corriente estival del golfo había entibiado las aguas hasta llegar a una agradable temperatura de veintidós grados centígrados y, sin embargo, Rye se sentía helado de temor mientras cumplía la fúnebre tarea, vadeando descalzo los bajíos, preguntándose cuándo chocarían sus pies con un bulto blando e inerte. Dan y Laura arrastraban los pies por la arena mojada de la resaca que dejaba la marea.