Laura miró, nerviosa, hacia la puerta que comunicaba ese cuarto del fondo con la sala y vio que seguía cerrada.

– Rye, no puedo…

– Shh.

Le tocó los labios con los dedos.

Las miradas se encontraron… angustiados ojos azules se sumieron en afligidos ojos castaños.

El contacto de los dedos sobre los labios fue como un bálsamo, pero se esforzó por retroceder.

– Rye, no me toques, pues eso no haría más que empeorar las cosas.

– Laura, te amo.

– Y no digas eso, ahora no. Todo ha cambiado, ¿es que no lo ves?

La mirada de Rye acarició el rostro de la mujer, contempló la profundidad de sus ojos y descubrió allí cosas que no deseaba ver.

– ¿Por qué tuvo que suceder esto ahora? -dijo, desdichado.

– Tal vez sea un mensaje para nosotros.

Con expresión severa y en un siseo, Rye le replicó.

– ¡No digas eso… no lo pienses, siquiera! ¡La muerte de Zachary no tiene nada que ver con nosotros, nada!

– ¿No?

Lo miró a los ojos.

– ¡No!

– Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que fui yo, con mis propias manos, la que volcó ese bote?

– Laura, anoche, cuando estuvimos sentados junto a Dan en el muelle, ya sabía que se te ocurriría eso, pero no toleraré que pienses semejante cosa.

Seguía sosteniendo el balde con una mano y con la otra le apretó el antebrazo, haciendo crujir la tela de la manga.

– ¿No?

Laura no apartó la vista de él, obligándolo a admitir esa espantosa posibilidad. Rye quiso negarlo, pero no pudo. La luz del anochecer rebotaba en las conchillas blancas de la entrada, y se reflejaba desde abajo en el rostro de la mujer, dándole un resplandor etéreo, como si fuese el ángel de la justicia. Se estiró para tomar el asa del cubo pero Rye no lo soltó. La miró a la cara, deseándola como nunca después de haber vuelto a gozar de su cuerpo. Sin embargo, no era sólo el cuerpo lo que deseaba: ansiaba regresar a la situación anterior, de contento, de paz, de compartir el hogar. Y ahora, al hijo. Aún así, en el fondo de su alma no podía negar las palabras de Laura ni obligarla a volver a él antes de que estuviese dispuesta. Las manos se acercaron sobre la cuerda, y él extendió una para tocarle la barbilla.

– Teniendo en cuenta que nos amamos, ¿tan malo es que queramos estar juntos?

– Sí, Rye, lo que hicimos está mal.

En los ojos de Rye apareció un nuevo dolor.

– Laura, ¿cómo puedes decir que estuvo mal sabiendo cómo fue… cómo fue siempre entre nosotros dos? ¿Cómo puedes alejarte y que…?

De repente, se abrió la puerta de la cocina.

– Oh, discúlpenme. -La desaprobación estaba impresa en cada músculo facial de Ruth Morgan-. Empezábamos a preguntarnos si Laura se habría caído al pozo, pero ya veo qué es lo que la ha demorado tanto.

Rye disparó a la hermana de Dan una mirada de puro odio, pensando que si alguna vez hubiese conocido una locura de amor, no sentiría tanto escozor bajo el corsé al ver que otra persona vivía tal situación. «Ruth Morgan no es más que una solterona reseca, que no sabría qué hacer con un hombre en caso de tener alguno cerca», pensó, pasando irritado a la sala para depositar con fuerza el balde en el suelo.

El resto del día, a medida que la censura de Ruth Morgan se hacía más evidente, Laura fue sintiéndose cada vez más incómoda. En ocasiones, con gesto notorio, se sujetaba la falda para que no rozase el borde de la suya cuando se desplazaban por la sala llevando y trayendo fuentes y comida. Rye no se marchó, que era lo que Laura esperaba que hiciese. Al contrario, fue uno de los que se quedaron cuando la noche avanzó y los hombres siguieron bebiendo esa cerveza que parecía no acabarse. Dan ya estaba pasado de copas, y había llegado a ese estado de ebriedad que provoca depresión y ese parloteo de compasión consigo mismo. Sentado ante la mesa de caballete, codo a codo con un grupo hombres con la cabeza colgando, de vez en cuando los brazos se le deslizaba fuera del borde.

– El viejo siempre me insistía para que fuese pescador. -Se tambaleó en dirección a su vecino de la izquierda, y lo miró con ojos inyectados en sangre-. Nunca toleré el olor a pescado, ¿no es así, Laura? No corno tú y Rye.

Giró para ver a su esposa, que estaba sentada con el grupo de mujeres, mientras que Rye estaba de pie cerca del hogar, mirando silencioso desde atrás de la espalda de Dan.

Laura se levantó.

– Ven, Dan, vayamos a casa.

– ¿Qué pasa? ¿Tuvo que irse Rye? -Dan dirigió una mirada desenfocada, de ebrio, al círculo de hombres que rodeaban la mesa, y agitó una mano blanda-. Para mi esposa, en cuanto Rye Dalton no está presente, se terminó la fiesta. ¿Les conté alguna vez que…?

– Estás borracho, Dan -lo interrumpió Rye, avanzando hacia la figura encorvada-. Ya es hora de que dejes el vaso y te vayas a tu casa con Laura.

Apartó el jarro de la mano de Dan, y lo apoyó sobre la mesa con un golpe enérgico.

Dan giró por la cintura, volviendo la mirada de sus ojos irritados al hombre que se cernía tras él.

– Caramba, si es mi amigo Rye Dalton, con el que comparto a mi esposa.

Esbozó una sonrisa torcida.

Horrorizada, Laura vio que todos los presentes apartaban la vista, avergonzados. El remover de pies sonó como un trueno, y luego se produjo un espantoso silencio que quedó flotando en el aire.

– ¡Ya es suficiente, Dan! -dijo Rye severo, traspasando al borracho con una mirada de advertencia, sin dejar de notar que Laura, vacilante, esperaba detrás de él con Josh a su lado, y que Ruth, desde un rincón oscuro del cuarto, volvía la vista hacia la escena.

– Sólo quería contar la historia de los tres mosqueteros que crecieron compartiéndolo todo. Pero supongo que ya todos la conocen. -La vista de Dan fue pasando por cada uno de los hombres que rodeaban la mesa, hasta posarse en Rye-. ¡Sí! Creo que ya todos la conocen. No tiene sentido contarles lo que ya saben. ¿Dónde está tu esposa, eh, Rye?

El semblante de Laura estaba rojo como una amapola, y el de Rye presagiaba tormenta. Sombrío e inmóvil, se contenía a duras penas de levantar a Dan y estrellarle un puñetazo en la cara para hacerlo callar.

– Es tu esposa, y está esperando que recobres la sensatez y te vayas f a tu casa con ella. Deja ya esa jarra y deja de hacer el papel de idiota.

Los ojos turbios recorrieron las caras.

– ¿Estoy haciendo el papel de idiota?

Por fin, uno de los hombres sugirió:

– ¿Por qué no le haces caso a Rye? Vete ya a tu casa con Laura.

Dan sonrió con expresión estúpida en dirección a la mesa, y luego asintió.

– Sí, creo que tienes razón, porque si yo no lo hago, mi amigo, aquí presente, sí lo hará.

– ¡Dan! ¿Acaso te olvidas de que tu hijo está en este cuarto? -le espetó Rye. Y su cólera se hizo más evidente a cada palabra que pronunciaba.

– Mi hijo… ese es otro tema que me gustaría discutir.

Rye no esperó más. Con una fuerza aumentada por la ira, aferró a Dan por los hombros de la chaqueta y lo puso de pie de un tirón, empujando la mesa hacia atrás, cuando el cuerpo del amigo la desplazó. Hizo girar el cuerpo laxo, agarró a Dan de las solapas y le dijo, entre los dientes apretados:

– Tu esposa está esperando que te levantes y los lleves a ella y a Josh a la casa. ¡Ahora, eso es lo que harás, si no quieres que te dé una paliza para que recuperes el sentido!

Recuperando parte de su sobriedad, Dan se soltó de Rye, se acomodó la chaqueta y osciló un instante, tratando de recuperar una dignidad que, a esas alturas, le resultaría muy difícil lograr.

– Siempre supiste conquistarla, Rye, desde el principio, cuando vosotros dos erais…

Fue la última palabra que pronunció. El puño de Rye silbó en el aire saliendo desde alguna parte, y se estampó con ruido sordo en el estómago de Dan. De la boca de este escapó un gruñido, se dobló en dos y cayó en brazos de Rye.

Al mismo tiempo que Laura se llevaba la mano a la boca, Josh cruzó corriendo la habitación, mientras gritaba:

– ¡Has golpeado a mi papá! ¡Has golpeado a mi papá! ¡Bájalo! ¡Papá… papá! -El pobre pequeño se precipitó en defensa de Dan, pero Rye se inclinó, apoyó un hombro contra la barriga inerte y lo levantó sobre el hombro ancho como si fuese un saco de patatas. Antes de que Laura pudiese detenerlo, Josh se abalanzó contra el estómago de Rye, golpeándolo y gritando-. ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Le has pegado a mi papá!

Sucedió tan rápido que Laura se quedó atónita. Pero al fin reaccionó y apartó a Josh de Rye, lo calmó y, por fin, lo hizo volverse hacia la puerta.

Rye colocó mejor a Dan sobre el hombro y, dirigiéndose a Tom y a Dorothy Morgan, que no salían de su estupor, les dijo:

– Pido disculpas por la escena, pero para Dan ha sido un día duro. Les ofrezco mis condolencias por la muerte de su hermano. -Volviéndose hacia Laura, sin hacer caso de los curiosos que miraban, le ordenó-: Vamos, llevémoslo a la casa.

Salieron sin mirar atrás, sabiendo que, tras ellos, abundarían las especulaciones. Las largas piernas de Rye andaban sobre los adoquines, y Laura tenía que darse prisa para mantenerse a la par. Josh seguía llorando y su madre lo llevaba a rastras de la mano.

– ¿Por qué le pegó a papá? -gimió.

Rye siguió caminando sin aminorar la marcha ni mirar a Laura o a Josh.

– Papá bebió demasiada cerveza -fue la única explicación que se le ocurrió a Laura.

– ¡Pero le pegó!

– Cállate, Joshua.

Laura se guiaba por el pesado taconeo de Rye, sintiendo que se le rompía el corazón y que su hijo era demasiado pequeño para comprender lo sucedido.

– Y puso al abuelo en ese hoyo para que pudiesen sepultarlo en la tierra.

– ¡Joshua, he dicho que te calles!

Dio un tirón tan fuerte de la mano del niño que la cabeza de Josh se sacudió, pero cuando las acusaciones se convirtieron en sollozos ahogados, los ojos de Laura se llenaron de lágrimas y la culpa le desgarró las entrañas. Se inclinó para alzar al chico en brazos y así lo llevó el resto del trayecto hasta la casa, mientras Josh hundía la cara húmeda en su cuello, abrazándose a ella confundido.

Cuando llegaron a la bifurcación del camino, Rye se adelantó y Laura siguió el sonido de sus pasos sobre el sendero de conchillas para guiarse en la oscuridad. Rye se detuvo en la puerta, la dejó pasar primero y esperó de pie, con el peso muerto de Dan sobre el hombro, causándole un dolor insoportable, mientras oía cómo Laura encontraba el yesquero y encendía las velas. Con la luz, los ojos oscuros buscaron a Rye, y de inmediato Laura le ordenó a Josh:

– Ponte el camisón y en un minuto iré a arroparte.

Lo dejó en mitad de la sala, mirando cómo precedía la marcha hacia el dormitorio, llevando una vela. Al hacerse a un lado, Laura vio cómo Rye arrojaba sobre la cama el cuerpo inerte de Dan. Cuando Rye se incorporó, su mirada recorrió el cuarto, desde la cama hasta el ropero entreabierto, donde colgaba la ropa de Laura y la de Dan, hasta la pequeña cómoda donde se veía el peine de barba de ballena junto a una jarra y una palangana. Cuando al fin su mirada se posó otra vez en la mujer, que estaba de pie en la entrada, con las manos apretadas fuertemente contra el pecho, su expresión era cerrada y dura.

– Será mejor que lo desvistas.

Laura se esforzó por tragar el nudo que tenía en la garganta y dio otro paso hacia el interior del cuarto. Como el espacio era exiguo, Rye tuvo que hacerse a un lado para dejarla pasar y, mientras ella se inclinaba sobre Dan para quitarle los zapatos, él fue hacia la puerta.

Desde allí, vio cómo la mujer levantaba un pie, luego el otro, y dejaba sin ruido los zapatos de Dan sobre el suelo, junto a la cama. Le aflojó la corbata, se la quitó y la dejó sobre la cómoda. Le desabotonó el cuello, mientras Rye recordaba cómo esas manos se movían sobre su ropa, hacía tan poco tiempo, allá en el prado. Frunció el entrecejo al ver que la mujer se sentaba en el borde de la cama, y forcejeaba para quitarle a Dan la chaqueta, pero el cuerpo laxo se negaba a cooperar y, al fin, le ordenó:

– Déjamelo a mí y ve a atender al niño.

Laura se incorporó, lo miró, y él vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaban los labios. Pasó junto a él sujetándose las faldas, cuidando de no rozarlo, mientras salía de prisa.

Rye le quitó a Dan la chaqueta, los pantalones y la camisa y, haciéndolo rodar, logró meterlo bajo las mantas, dejándolo hecho un bulto inconsciente que roncaba. Lo observó un buen rato y después, más lentamente que antes, recorrió otra vez la habitación con la vista. Se acercó a la cómoda, tomó el peine de Laura y pasó el pulgar por sus dientes. Rozó con el dorso de los dedos la toalla que colgaba de un espejo en la pared, detrás del lavabo. Girando con parsimonia, se puso de frente al ropero. Con un dedo abrió la puerta de caoba tallada. La puerta se movió sin ruido. Apartó el dedo, lo metió en el bolsillo de su chaleco y dejó vagar la mirada por el contenido del mueble: los vestidos de Laura, que colgaban junto a los trajes y las camisas de Dan. Extendió la mano y, con un dedo, tocó la manga del vestido amarillo que Laura había usado el primer día que la vio en el mercado. Palpó con delicadeza la tela y luego, con gesto abrumado, la soltó y exhaló un profundo y prolongado suspiro. Echando una mirada sobre el hombro al que dormía a sus espaldas, cerró en silencio el guardarropa, sopló la vela y volvió a la sala.