Se dejó caer en el borde de la cama, apretándose otra vez la cabeza, y fijando la vista en el suelo, entre los pies descalzos.
– Laura, lo siento.
La mujer le tocó el hombro:
– Dan, tienes que terminar con la bebida, no solucionarás nada bebiendo.
– Lo sé -murmuró, apesadumbrado-. Lo sé.
El cabello de Dan, en la parte posterior de la cabeza, estaba aplastado y revuelto, y Laura lo tocó, en gesto tranquilizador.
– Prométeme que esta noche volverás a casa a cenar.
La cabeza de Dan cayó más y se frotó la nuca, apartándole la mano. Luego alzó los hombros y suspiró hondo:
– Te lo prometo.
Lentamente se puso de pie estirando el torso, respirando con cautela, y luego salió del cuarto con pasos torpes dispuesto a empezar a prepararse para el trabajo. Hablaron poco y, cuando estuvo listo para salir hacia la contaduría, con la banda de luto en la manga izquierda, Laura salió detrás de él, y le apoyó la mano en el hombro:
– No olvides que lo has prometido.
Todo el día, mientras trabajaba en los libros de contabilidad, las cifras se entrelazaban ante sus ojos adoptando las formas de Rye y de Laura, y cuando salió del trabajo, al final de la jornada, ya estaba convencido de que no podía regresar a la casa sin fortalecerse.
Por eso volvió a la calle Water y entró en el Blue Anchor Pub. El local estaba adornado con tablas de cubiertas con los nombres de antiguos navios, el más importante de los cuales era uno desaparecido hacía mucho que se llamaba The Blue Lady. De las paredes y de las vigas del techo colgaban elementos utilizados en la pesca de ballenas: arpones, cuchillos de desollar, redes de nudos y herramientas de tallar. Lo mejor de todo eran los barriles de cerveza apoyados en sus soportes. Detrás colgaban las jarras personales de los clientes habituales, pero como no había ninguno con el hombre de Dan, el tabernero le dio la suya, ofreciéndole sus condolencias por medio de una ronda gratuita de flip, una fuerte mezcla de sidra de manzanas y ron. Cuando, al fin, Dan se marchó, estaba oscuro y había pasado hacía rato la hora de la cena.
Cuando entró en la sala, Laura levantó la vista y no necesitó más que una mirada para saber la causa de su demora: con movimientos lentos y deliberados colgó el sombrero de castor, y al fin se volvió hacia la mesa, donde sólo había un plato puesto.
– Lo siento, Laura -dijo con lengua estropajosa, tambaleándose un poco, pero sin avanzar hacia la mesa.
Ella se puso de pie, detrás de una silla de respaldo en escalera, y aferró el peldaño superior:
– Dan, estaba muy preocupada.
– ¿En serio? -Se hizo un silencio pesado mientras la miraba con ojos inyectados en sangre-. ¿Lo estabas? -insistió en voz más baja.
– Claro que sí. Esta mañana, me prometiste…
Dan agitó una mano como si quisiera ahuyentar a una mosca, metió dos dedos en el bolsillo del reloj, alzó la vista al techo, y se balanceó en silencio.
– Dan, tienes que comer algo.
El aludido hizo un gesto vago en dirección a la mesa.
– No te molestes en servirme la cena. Iré a…
No pudo terminar la frase, y suspiró. Dejó caer la barbilla sobre el pecho, como si se hubiese quedado dormido de pie.
«¡Dios querido! ¿qué le he hecho?», se preguntó Laura.
Los días que siguieron respondieron a su pregunta con dolorosa claridad, pues Dan Morgan se convirtió en un hombre infeliz y desgarrado y, aunque había prometido atenerse a la sobriedad, pronto su jarra personal colgó de los ganchos fijos a la pared, detrás de los barriles del Blue Anchor. No pasó mucho tiempo hasta que su esposa, esperándolo en la casa iluminada por velas de Crooked Record Lane, abandonó el corsé armado con ballenas pues, como la mayor parte de las noches no había quién la ayudara a quitárselo, volvió a la libertad y soltura de la camisa.
El verano tocaba a su fin, y Laura llenaba sus días con las innumerables preparaciones para el invierno. Los frutos de las palmeras salvajes de la isla estaban maduros, y se llevó a Josh a recoger la fruta en cestos hechos con barbas de ballena; luego los acarrearon a la casa y preparó conservas y la tradicional mezcla de pasas, manzanas y especias, a la que a veces se le agregaba carne. Y cuando volvía deprisa después de haber pasado parte del día en los brezales, estaba poblada de recuerdos de Rye, y llegaba para encontrarse con la mesa vacía y la casa solitaria, porque Dan seguía trasnochando en el Blue Anchor.
Luego, Josh le pidió que fuesen a recoger uvas y, si bien Laura sabía que colgaban, purpúreas y espléndidas en el mejor embarcadero de la isla, se resistía a ir por temor a toparse con punzantes recuerdos. Pero, como las uvas eran una fuente disponible de materia prima para fabricar jalea, zumo, y las confituras preferidas de Josh que se hacían secando la fruta y azucarándola, al fin cedió y fue. Al ver el embarcadero, sintió otra oleada de añoranza por Rye, a la que siguió la culpa que siempre le dejaba, hasta el punto de que ya le resultaba familiar. Esa culpa se acentuó la noche que Dan regresó a la hora de la cena, se quedó en la casa y dedicó tiempo a Josh. El ánimo de Laura se aligeró al ver que él se mantenía puntual y sobrio durante varios días. Apartó de su mente a Rye y se dedicó a convertir otra vez al hogar en el lugar feliz que había sido.
Pero una mañana, cuando Dan abrió un cajón del ropero buscando una camisa limpia, algo cayó al suelo: el corsé de Laura. Se inclinó para recogerlo y lo sostuvo levantado con unas manos que, últimamente, siempre temblaban un poco. Contemplándolo con aire desolado, pasó el pulgar por uno de los refuerzos y, cerrando un instante los ojos, se preguntó qué había sido de su matrimonio. Cuando los abrió, vio que una parte de una ballena sobresalía de su funda de algodón. Vacilante, tocó el extremo pulido y redondeado, y sólo entonces comprendió que no era un refuerzo común sino una ballena tallada. Con creciente miedo, fue sacándola hasta dejar al descubierto la talla, palabra por palabra.
Permaneció largo rato con la cabeza gacha y los hombros caídos, leyendo y releyendo el poema grabado que asomaba bajo su pulgar. Pasaron unos minutos y, tragando con dificultad, se tambaleó sobre los pies como si otra vez le hubiese acertado el puño de Rye Dalton. Se imaginó a sí mismo ajustando los cordones que, al apretar, imprimían las palabras de amor de Rye sobre la piel de Laura, y sufrió de nuevo la verdad de la derrota: Laura nunca había dejado de amar a Rye. Él siempre había sido su preferido, y siempre lo sería.
– Dan, tienes el desayuno preparado -anunció Laura a sus espaldas.
Dejó caer el corsé, cerró la puerta del ropero y giró sobre los talones.
– Dan, ¿qué pasa?
Parecía sacudido y algo descompuesto. Bajando la vista, Laura vio lo que tenía en la mano, que sólo era una camisa limpia y, mientras se la ponía, Dan insistió en que no pasaba nada malo.
Sin embargo, después de eso, esa noche volvió más tarde que nunca.
Llegó el otoño. Como pronto se abriría una escuela privada dirigida por señoras, varias madres planearon la última excursión a la playa para un grupo de niños. Y si bien faltaba un año para que Josh comenzara las clases, fue incluido en la diversión, y se sumó entusiasta con Jimmy.
Cuando terminaron el almuerzo al aire libre y los juegos, los dos niños se alejaron solos. Arrodillados, cavaron frenéticos en busca de cangrejos que podían enterrarse en la arena a mayor velocidad de la que los chicos podían cavar. Riendo, hacían volar la arena tras ellos, sabiendo que sus esfuerzos eran inútiles, y gozando de la caza por sí misma. Por fin, Jimmy se dio por vencido, se sentó, y dijo:
– En el funeral de tu abuelo, oí algo que estoy seguro que no sabes.
– ¿Qué?
Josh siguió cavando.
– Se supone que no tengo que decírtelo, porque cuando mamá me sorprendió escuchando lo que hablaban las mujeres, me hizo prometer que no te lo diría y me hizo apartarme, así que ya no escuché nada más.
Eso captó de inmediato el interés de Josh y, volviéndose hacia su amigo, encendido de curiosidad, le preguntó:
– ¿Sí? ¿Qué dijo?
Jimmy fingió estar entretenido cerniendo arena entre los dedos para encontrar conchillas.
– No iba a decírtelo, pero… -Miró de soslayo al amigo más pequeño, dudando de la prudencia de revelarle el secreto, pero al fin continuó-: Bueno, he estado pensando que, si es verdad lo que dijeron, bueno, tú y yo seríamos primos.
– ¿Primos? -Los ojos de Josh se pusieron redondos como platos-. ¿Como somos yo y los hijos de la tía Jane?
– Ahá.
– ¿Le oíste decir eso a tu mamá?
– Bueno, no exactamente. Hablando con mi tía Elspeth, decían que tu verdadero padre no es… bueno, el que tienes sino ese otro tipo, Rye Dalton.
Por un momento, Josh guardó silencio, y luego dijo, escéptico:
– No lo dijeron.
– ¡Sí que lo dijeron! Dijeron que tu verdadero papá es Rye Dalton y, si es así, entonces eres mi primo, porque…
– ¡Él no es mi papá! -Ya estaba de pie-. No puede ser que sea mi papá y que mi mamá no lo sepa.
– ¡Lo es!
– ¡Eres un mentiroso!
– ¿Por qué te pones tan furioso? ¡Jesús… creí que te gustaría ser mi primo!
A Josh le costaba esfuerzo contener el llanto.
– No es cierto, tú… tú… -Buscaba la peor palabra que pudiese conocer-. ¡Mentiroso! ¡Estúpido! ¡Infeliz!
– No soy ningún mentiroso. El señor Dalton es primo de mi padre, y por eso se llama Rye, porque ese es nuestro apellido… ¡por si no me crees!
– ¡Mentiroso!
Recogió un puñado de arena y lo tiró a la cara de Jimmy, se dio la vuelta y salió corriendo.
– ¡Josh Morgan, le diré a tu mamá que me has dicho infeliz! ¡Y además, no quiero ser tu estúpido primo mayor!
Después de la excursión, Laura notó que Josh estaba retraído y lo atribuyó al comienzo de las clases, que lo alejaba de su mejor amigo, Jimmy. Sabía que, además, echaba de menos la compañía de Dan por las noches, y si bien trataba de compensarlo por su ausencia, no ponía en ello el corazón y no podía levantarle el ánimo a su hijo. Permanecía retraído, distante, en ocasiones hasta enfadado. Intentó despertarle el entusiasmo por ayudarla a realizar algunas de sus tareas preferidas, pero no lo logró. Cuando, al fin, lo invitó a ir a recoger bayas de enebro y también se negó, la preocupación de Laura se hizo más grande. Una noche, esperó a Dan deseando que llegara lo bastante sobrio para conversar el problema, y ver si podían resolverlo juntos.
Dan se sorprendió al encontrarla levantada cuando volvió. Laura ya llevaba puestos el camisón y la bata, y se le acercó de inmediato retorciéndose las manos, con expresión triste y angustiada. La imagen de la mujer vaciló, luego se aclaró, y a través de la niebla alcohólica, Dan pensó: «Morgan, ¿por qué no la dejas libre? ¿Por qué no la mandas con Rye y terminas con esto de una vez?». Al mirarla a los ojos, tuvo la respuesta: porque la amaba de un modo que ella jamás imaginaría, y cederla equivaldría a entregar su razón de vivir.
– Déjame ayudarte.
Laura se acercó y trató de ayudarlo a quitarse la chaqueta, pero él le apartó las manos.
– Puedo hacerlo.
– Déjame…
– ¡Quitáme tus malditas manos de encima! -gritó retrocediendo a punto de caerse.
Laura se puso rígida como si la hubiese abofeteado. Entreabrió los labios dejando escapar una exhalación de sorpresa, y en sus ojos brillaron las lágrimas. Retorciendo las manos, dio unos pasos atrás.
– Dan, por favor…
– ¡No lo digas! No digas nada, déjame en paz. Estoy borracho. Lo único que quiero es irme a la cama. Lo único…
Con las rodillas tensas, balanceándose como un álamo sacudido por el viento del verano, fijó la vista en el suelo, a sus pies.
Horrorizada, Laura pensó que se echaría a llorar pero de repente, la atrajo a sus brazos y la estrechó con fuerza, sujetándola por la parte posterior de la cabeza mientras intentaba mantener el equilibrio.
– Oh, Dios, cuánto te amo. -Con los ojos apretados y la voz quebrada por la emoción, prosiguió-: Que Dios me ayude, Laura, pero ojalá Rye hubiese estado en ese barco que se hundió.
– Dan, no sabes lo que dices.
El abrazo era inquebrantable, y ella no pudo hacer otra cosa que quedarse donde estaba.
– Sí, lo sé. Estoy borracho, pero no tanto que no sepa lo que he estado pensando durante semanas. ¿Por qué tuvo que volver? ¿Por qué?
El grito se convirtió en llanto, y Laura lo recordó en el extremo del muelle, volviéndose hacia Rye en busca de fuerza y consuelo y comprendió bien la tortura que expresaban sus palabras.
– Vete a la cama, Dan. Yo apagaré las velas y estaré contigo dentro de un momento.
La soltó y la obedeció yendo hacia el dormitorio, desbordando de vergüenza por haber expresado un deseo tan herético.
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