Laura, con voz ahogada y las mejillas ardiendo, se frotaba las palmas:

– Rye, nosotros… nosotros creímos que estabas muerto.

– ¿Nosotros?

– Dan y yo.

– Dan y tú -repitió sin expresión.

Laura buscó con la mirada la ayuda de Dan, pero él estaba tan mudo como ella.

– ¿Y? -espetó Rye, mirando de uno a otro, sintiendo que su pánico crecía a cada minuto que pasaba.

– Oh, Rye. -Laura tendió hacia él una mano implorante, y dio la impresión de que las líneas de su rostro se desfiguraban de compasión-. Se refirieron a todos los tripulantes. ¿Cómo podíamos saberlo? Nunca se encontró el cuaderno de bitácora.

Por fin, Dan sugirió en voz baja:

– Creo que será mejor que nos sentemos.

Pero, como hombre de mar, Rye Dalton estaba acostumbrado a enfrentarse a las calamidades de pie. Encaró a los dos y los desafió:

– ¿Es lo que parece?

Su vista describió un arco alrededor de la habitación, abarcando todas las señales de la presencia de Dan con esa sola mirada, y se posó sobre su esposa. Laura tenía los labios abiertos y trémulos, y las manos tan apretadas entre sí que los nudillos se le pusieron blancos. Los ojos castaños brillaban de lágrimas contenidas, y tenía una expresión de hondo remordimiento.

Admitió, en voz queda:

– Sí, Rye, así es. Dan y yo nos hemos casado.

Rye Dalton gimió y se dejó caer en una silla, ocultando el rostro entre las manos.

– Oh, Dios mío.

Laura pudo contenerse a duras penas de ir hacia él, arrodillarse y consolarlo, porque sentía su misma angustia. Quiso gritar:

– ¡Lo siento, Rye, lo siento!

Pero también estaba Dan. Dan, el mejor amigo de Rye. Dan, al que también ella amaba, que la había cuidado en la peor época de su vida; que la reconfortó cuando supo la noticia de la muerte de Rye; que se mostró mucho más fuerte que ella ante la pérdida común; que la alegró durante su embarazo y le dio ganas de seguir adelante; que se convirtió en su mano derecha cada vez que necesitaba la fuerza de un hombre para todas las tareas que, como mujer embarazada, no podía hacer; que había llegado a amar al hijo de Rye Dalton como si fuese suyo, que había adoptado a Josh cuando desposó a Laura.

Josh entró con ímpetu, la cara reluciente, su pelo formando una cresta de gallo en la coronilla. Corrió sin dudar hacia Dan, le abrazó las piernas y alzó la vista hacia su cara con una sonrisa angelical, que desgarró el corazón de Rye Dalton.

– Mamá ha hecho tu plato preferido… adivina cuál es.

Rye vio cómo Dan Morgan revolvía el pelo del niño y luego alisaba la cresta que inmediatamente se erguía de nuevo.

– Durante la cena vamos a jugar a las adivinanzas, hijo -le dijo, sin pensarlo.

Al darse cuenta se sonrojó y levantó la vista para encontrarse con la expresión dolorida de Rye.

Los ojos azul claro se posaron en el niño… «¿Cuántos años tendrá? -se preguntó, desesperado-. ¿Cuatro, cinco?». No pudo deducirlo.

Fue levantando poco a poco los hombros caídos y alzó la mirada hacia Laura, preguntándoselo sin hablar. Pero el niño estaba presente, y Rye entendió que no podía contestarle delante de él. Miró otra vez al chico, especulando: «¿Será mío o de Dan?»

La tensión aumentó, y Laura se sintió como si fuese la cuerda de un tironeo entre dos bandos en lucha. Le daba vueltas la cabeza y tenía náuseas; se sentía alienada, como si esa tragedia le estuviese sucediendo a otra persona. Pero recuperó cierto sentido del decoro, y obligó a sus labios a decir:

– Será un placer que te quedes a comer, Rye.

Hasta a ella le sonó extraño invitar a comer al propio dueño de la mesa.

Rye Dalton la oyó pronunciar la invitación, y contuvo una carcajada atormentada que estuvo a punto de escapársele. Durante cinco años había navegado por los mares, comiendo los insulsos bizcochos de a bordo, el intragable estofado, y pescado salado, mientras saboreaba por anticipado su primera comida en el hogar. Y ahora, estaba allí: le llegaba a las narices el aroma de la comida con la que había soñado. Sin embargo, no podía, de ninguna manera, sentarse y compartirla con Laura y con su… su otro marido.

Giró sobre sus pies: de repente tuvo prisa por irse y rumiar sus pensamientos. El niño seguía mirando, cosa que hacía imposible preguntar.

– Gracias, Laura, pero todavía no he visto a mis padres. Creo que iré a saludarlos.

Sus padres debían saber la verdad.

Laura sintió que el corazón se le caía hasta el fondo del estómago. Ella y Dan intercambiaron una mirada cargada de mensajes secretos, en la que la mujer le suplicaba que comprendiese.

– Te acompañaré unos metros por el sendero, Rye -le propuso.

– No… no, no hace falta. Recuerdo bien el camino.

Dan se apresuró a intervenir.

– Ve con él, Laura. Yo serviré la comida para Josh y para mí.

La tensión aumentaba mientras Rye decidía si hacerle a Laura el gesto de que pasara antes que él o insistía en que no hacía falta que lo acompañara.

Josh alzó el rostro hacia Dan, y le preguntó:

– ¿Ese hombre va a salir a caminar con mamá?

– Sí, pero mamá volverá pronto -respondió Dan.

– ¿Quién es? -preguntó, con toda inocencia.

– Se llama Rye, y es amigo mío desde hace muchos años… y también lo es de tu madre.

El niño examinó al alto y robusto desconocido, con sus ropas blanqueadas por la sal, con el cabello desteñido por el sol, que tenía las botas impregnadas de aceite de ballena y que hablaba de forma cortada, diferente de la de ellos.

– ¿Rye? -repitió el niño-. ¡Qué nombre tan raro! [1]

La precocidad del niño hizo sonreír a Rye, y observó cada peca, cada gesto, cada expresión, mientras seguía preguntándose si sería su hijo.

– Sí, es raro, ¿verdad? Lo que pasa es que el apellido de soltera de mi madre es Ryerson.

– Yo tengo un amigo que se llama Jimmy Ryerson.

«Si eres mi hijo, ese es tu primo», pensó el hombre, mientras la mirada de sus ojos azules se posaba en Laura. Una vez más tuvo que demorar la respuesta, y vio que la madre se apoyaba en una rodilla para hablarle al niño.

– Tú y… y papá podéis empezar. No tardaré más que un minuto.

Al percibir su propia vacilación al pronunciar la palabra papá, se sintió culpable, confundida e incómoda. «¡Querido Señor, qué he hecho!». Con el rabillo del ojo, vio que Rye se inclinaba para recoger su chaquetón marinero del suelo y luego se incorporaba y la aguardaba.

Viendo salir primero a Laura y a Rye tras ella, Dan se quedó mirando sus espaldas con una expresión tensa y los labios apretados. Recordó cuando eran niños, cuando los tres corrían juntos por las dunas, descalzos y despreocupados. Transportada por ese recuerdo, le llegó su propia voz, quebrándose en un agudo falsete:

– Eh, Laura, ¿quieres venir conmigo a ver si las fresas silvestres están maduras?

Y Laura, que le gritaba a Rye, que se alejaba:

– Eh, Rye, ¿quieres venir con nosotros?

Rye, mirando sobre el hombro, sin dejar de caminar:

– No, prefiero ir a Altar Rock, a ver los balleneros.

Luego, otra vez Laura, eligiendo como siempre lo hacía:

– Me voy con Rye. De todos modos, es probable que las fresas todavía no estén maduras.

Y Dan, que los seguía con las manos en los bolsillos, deseoso de que, al menos una vez, lo siguiera a él como seguía a Rye.

Fuera, Rye levantó otra vez el arcón y se lo puso sobre el hombro para avanzar por el sendero cubierto de conchillas, con Laura a su lado, los dos cuidando de mantener la vista al frente. Pero la mujer veía los puños de la camisa endurecidos por la sal, y él, las faldas bordadas con ramilletes. Tuvieron la sensación de que había pasado una eternidad hasta llegar a una distancia de la casa lejos del alcance de oídos ajenos, y que Rye preguntase:

– ¿Josh es mi hijo?

– Sí.

Laura sintió una oleada de júbilo al poder decírselo, al fin, aunque se amontonasen las incertidumbres sobre esa pasajera alegría.

Los pies de Rye se inmovilizaron. El arcón se le resbaló del hombro y cayó con un crujido sobre las conchillas. Habían llegado a la encrucijada del camino. A la izquierda, había un huerto de manzanos repletos de flores. Macizos de flores violáceas de azafrán se mecían al sol. Abajo, la bahía chispeaba, esplendorosa y azul como los ojos que buscaron y sostuvieron la mirada de la mujer.

– ¿En serio, es mío? -preguntó, incrédulo.

– Sí, de verdad es tuyo -murmuró, con sonrisa trémula que daba a su rostro una breve serenidad, al tiempo que observaba las reacciones que desfilaban por el semblante de Rye.

De repente se dejó caer hacia atrás, sentado sobre el baúl, respirando hondo como si se recuperase de un golpe que le había quitado el aliento.

– Mío -repetía mirando el suelo y luego, los ojos castaños rientes-. Mío -como si aún no pudiese creerlo.

Le tomó la mano, y Laura ya no pudo rechazarlo: ese era el lugar correcto donde debía estar su mano en ese momento. Del mismo modo, tampoco podía cambiar las mareas irreversibles del destino que los habían llevado a esa situación. La mano ancha y tostada, envolvió la suya, mucho más pequeña y ligera, y la atrajo hacia sí, contra la unión de sus muslos, apoyándole las manos en las caderas mientras la contemplaba con los ojos desbordantes de emociones. Con una leve presión en la cintura, la acercó todavía más, hasta que las rodillas de Laura tocaron la unión de sus piernas, y lanzó un gemido quedo, apretando la cara contra la cintura de la mujer.

– Oh, Laura…

Por encima pasaron unas gaviotas chillando, pero ella no las vio porque tenía los párpados cerrados para no ver el áspero cabello claro debajo de sus pechos, toda la parte superior de la cabeza que tanto ansiaba ceñir con fuerza contra sí.

– Rye, por favor…

La mirada dolorida del hombre se alzó hacia ella.

– ¿Cuánto tiempo hace que te casaste con él?

– En julio va a hacer cuatro años.

– Cuatro años. -Por su mente pasó una sucesión de imágenes no deseadas donde Laura y Dan compartían inevitables intimidades-. Cuatro años -repitió desalentado, con la vista fija en el borde de su falda-. ¿Cómo pudo pasar algo así? ¡Cómo! -Encolerizado, se puso de pie dándole la espalda, sintiéndose impotente y frustrado-. ¿Y Josh… no lo sabe?

– No.

– ¿Nunca le hablaste de mí?

Se volvió otra vez hacia ella.

– Nosotros… no se lo ocultamos deliberadamente, Rye. Es que… bueno, Dan ha estado con nosotros desde que él nació, desde antes de que naciera. Llegó a quererlo como a un… un padre.

– Quiero que lo sepa, Laura. ¡Y te quiero a ti de vuelta, y que los tres vivamos en esa casa, como debe ser!

– Ya lo sé, pero dame tiempo, por favor. -Tenía el rostro surcado de líneas, y se le quebró la voz-. Esto es… bueno, es demasiado repentino para nosotros.

– ¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo?

Se puso serio.

La mirada de Laura se enfrentó con la suya, preguntando qué era lo que querría. Pero al ver la intensidad de esa mirada, su decisión, bajó la vista, la clavó en el pecho de él y no supo qué responder.

– He estado esperando este día durante cinco años, y me pides que te dé tiempo. ¿Hasta cuándo tengo que seguir esperando?

Se acercó a ella.

– No lo… no tendríamos que… -Parpadeando, apartó la vista de sus labios-. Yo… por favor, Rye -tartamudeó.

– ¿Por favor, Rye, dices? -Con los ojos clavados en la boca de la mujer, la tomó del codo-. Por favor, ¿qué?

– Nosotros… aquí pueden vernos.

Pero tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes, y por sus labios entreabiertos el aliento salía rápido.

– ¿Y qué? Eres mi esposa.

– No te he acompañado hasta aquí para esto.

– Yo sí. -La voz se le había enronquecido, y le tiraba del codo. Echó un vistazo a la cima de la colina para asegurarse de que no los verían desde la casa-. Han pasado cinco años, Laura. ¡Dios mío!, ¿sabes cómo he pensado en ti? ¿Cómo te eché de menos? Y lo único que obtengo es un simple beso, cuando lo que yo quiero es mucho más. -Sus ojos eran como una caricia azul; la voz, una áspera tentación-. Quisiera poseerte aquí mismo, bajo los manzanos, y que el mundo se vaya al infierno y Dan Morgan junto a él. Ven aquí.

Apretó los dedos. Cuando la acercó más y más hacia sí, borrando el espacio entre ellos, el corazón de Laura saltó enloquecido, mientras los ojos azules devoraban los rasgos de su cara y la mano grande encontraba la curva de la cintura. La apretó contra él, y aunque los codos plegados de la mujer se interponían entre los dos, en cuanto las caderas se tocaron supo que Rye había florecido tan plenamente como los manzanos. El beso fue húmedo y voraz, una invasión completa de su boca, diciéndole, sin lugar a dudas, que bastaba con su aceptación para que invadiera también el resto de su persona.