Rye no pudo contener la sonrisa que apareció en su cara al ver que el hombre miraba hacia arriba y levantaba la mano, gesticulando hacia las vigas del techo como si estuviesen en medio de un bosque. Asintió y concedió:

– Sí, en ese aspecto admito que tiene razón, Throckmorton. Estoy de acuerdo en que eso sería magnífico.

Mientras el tonelero seguía puliendo los espinazos de las duelas, el otro aprovechaba la ventaja obtenida.

– En lo que se refiere a materia prima, el herrero que hemos encontrado y que vendrá con nosotros no tendrá la misma ventaja que usted. Tendrá que hacerse enviar hasta la última onza de hierro desde el Este y, aún así, está dispuesto a correr el riesgo.

Sorprendido, Rye alzó la vista.

– ¿Ha encontrado un herrero?

El otro pareció complacido.

– Y muy bueno.

Su expresión era de gran satisfacción para consigo mismo. Rye musitó como para sí:

– Yo necesito un herrero.

Recordó que Josiah estaba escuchando y echó una mirada en dirección al anciano con expresión casi culpable. Este no dio señales de haber oído el comentario, aunque Rye no ignoraba que había oído hasta la última sílaba.

– Hasta ahora contamos con unas cincuenta personas, entre las cuales hay de todos los oficios que necesitará el pueblo para subsistir, salvo un tonelero y un médico. No tengo dudas de que, este invierno, voy a conseguir un médico en Boston. Le repito, el plan es que el grupo parta después de los deshielos de primavera, en cuanto estén transitables los ríos del continente.

Por un breve instante, la idea de empezar de nuevo en un lugar como el territorio de Michigan reavivó el espíritu de aventura de Rye. Era cierto que había ido a la caza de ballenas, una de las aventuras más grandes que podía emprender un hombre y, sin embargo, la perspectiva de marcharse de Nantucket le daba una aguda punzada de nostalgia. Miró otra vez a donde estaba su padre, atareado en colocarle la abrazadera a un tonel grande, pasando las agujas por los agujeros de un aro de cuero, del mismo modo que un hombre se ajusta el cinturón. Sobre la cabeza del anciano flotaba una nube de humo. El tonelero más joven, al girar, se encontró con la sincera mirada tras las gafas ovaladas.

– Aprecio la invitación, Throckmorton, pero yo no soy el indicado para usted. Tengo… familia, y no me gustaría dejarla.

– Lleve a su padre -dijo el agente, con énfasis-. Sus conocimientos serán tan valiosos como los de usted. Podría enseñar a los jóvenes, más que fabricar los toneles: de eso me encargaría yo. El Oeste es, un lugar donde hacen falta personas de todas las edades: los viejos para aportar su experiencia, y los jóvenes, hijos. Dígame, Dalton -dijo, mirando alrededor-, ¿es casado? ¿Tiene hijos?

Dalton se irguió, con la garlopa olvidada en la mano izquierda. El agente echó un vistazo, y comprobó que llevaba una sortija de bodas de oro.

Pero la respuesta del hombre fue:

– Yo… no, señor, no tengo.

– Ah, bueno… es una lástima, una lástima. -Sin embargo, esbozando una sonrisa astuta, se palmeó los botones del chaleco como disponiéndose a marcharse-. No importa, también habrá mujeres jóvenes en el grupo.

– Sí… -dijo el tonelero con voz inexpresiva.

De pronto, Josiah apoyó el tonel sobre un extremo y lo dejó tambaleándose sobre el suelo sucio con sus habituales movimientos parsimoniosos, guiñando y chupando la pipa.

– Joven, si tuviera su edad, podría convencerme de que fuese con usted. Sobre todo en un día como hoy, en que la Dama Gris me hace sufrir con el reumatismo. -Se sacó la pipa de la boca y frotó la cazoleta con aire pensativo-. Pero mi hijo… bueno, no tiene reumatismo que lo impulse a embarcarse en tan seeeria aventura.

Estiró la palabra como sólo podía hacerlo un curtido nativo de Nueva Inglaterra.

Rye volvió la cabeza con brusquedad. Al parecer, Josiah estaba lanzando un desafío, aunque en ningún momento miró al hijo mientras seguía diciendo, con perspicacia:

– Si usted volviera a buscarlo cuando le crujan los huesos, tenga las manos torcidas y ya no fuese demasiado útil para nada, tal vez lograría convencerlo de irse con usted.

Como si hubiese recibido una señal, Throckmorton estornudó, recordándoles lo inclemente que podía ser el clima de Nantucket. Después de haberse limpiado la nariz y de guardar el pañuelo, estrechó las manos de los dos, primero la de Josiah, y después la de Rye, que retuvo mientras apelaba al último argumento.

– Le pido que lo piense, Dalton. Tiene todo el invierno para hacerlo y si decide venir con nosotros puede ponerse en contacto conmigo en el Astor, de Boston. El grupo sale desde Albany el quince de abril.

– Será preferible que siga buscando, señor, lo siento.

Después de un último apretón vehemente, Rye soltó la mano del hombre que, un instante después, había desaparecido.

Josiah metió las manos entre la cintura del pantalón y los faldones de la camisa, en la espalda, sujetando la pretina y meciéndose hacia atrás sobre los talones, y haciendo silbar suavemente el aire en la boquilla de la pila. Pareció concentrarse en la puerta por donde acababa de salir Throckmorton.

– La propuesta tiene cierto mérito, sobre todo para un hombre atrapado en un triángulo que lo hace sufrir como a un caballo que perdió una herradura.

Rye lo miró, ceñudo:

– ¿Acaso opinas que debería irme?

– No dije que sí… ni que no. Lo que digo es que, viviendo tú y Dan en esta isla, hay demasiada gente.

El comentario del anciano zumbaba como un insecto en su mente mientras pasaba septiembre y llegaba octubre. Josiah era viejo: no podía dejarlo. ¿Habría querido decir que en verdad había pensado en ir con él? Rye pensaba en la conversación, pero no quería traer a colación el tema, pues hablar de ello daría solidez a la idea, y no estaba seguro de estar dispuesto a eso. Había que pensar en Laura y en Josh, pero pensar en ellos acarreaba la posibilidad de llevarlos consigo, y eso lo aturdía.


Llegaron las primeras heladas y, con ellas, la estación más bella del año en la isla. Los brezales se encendieron con el despliegue otoñal de colores mientras que, a lo largo de Milestone Road, vastas extensiones de campos se tornaban de un rojo intenso, y luego empezaban a cambiar a un color óxido. Las guías de hiedra venenosa impactaban la vista con sus nuevos matices de rojo y amarillo. El follaje de las encinas adquirió el color de las monedas de cobre, y los enebros se pusieron grises, con unas cortezas de la misma textura que las naranjas. Los frutos estaban listos para ser recogidos, y su fragancia era tan intensa como en la tienda de un boticario.

En los jardines delanteros de las casas los morales parecían incendiarse, los crisantemos hacían la exhibición final del año y las heladas provocaban apropiados sonrojos en las mejillas de las manzanas.

Entonces, toda la isla se llenó de una deliciosa fragancia, hasta el punto de hacer pensar que el océano mismo estaba hecho de zumo de manzana cuando se sacaron a los patios las prensas de madera para hacer sidra. Por todas partes se sentía el olor, persistente y dulce. En los calderos hervían mondaduras de manzana que se convertirían en puré y jalea. Eran tantos los discos de pulpa de manzana que colgaban a secar que parecía que las vigas de los techos se derrumbarían con su peso.

En la casa de Crooked Record Lane, cestos de bayas de laurel esperaban los días fríos de fin de año, en que Laura empezara a fabricar velas. Desde arriba colgaban los trozos de manzana como guirnaldas entre sacos de arpillera donde se secaban hierbas: salvia, tomillo mejorana y menta, que llenaban el ambiente con una fragancia casi abrumadora.

Laura retrasó la preparación del puré de manzanas hasta el final. Ya había transcurrido la mitad de la tarde cuando clavó la tapa de madera sobre el último tarro de boca ancha, pero de golpe la tapa se rompió por la mitad, y uno de los pedazos cayó dentro de la translúcida preparación.

Dejó el martillo, murmuró una maldición y sacando el trozo de tapa lo lamió y luego lo arrojó al fuego. Revisó las tapas de madera que le quedaban y comprobó que ninguna se ajustaba a la boca del tarro.

Mirando por la ventana hacia la bahía, visible a lo lejos, se le atravesó un pensamiento prohibido. Nada se lo impedía: Josh estaba en la casa de Jane, donde una vez al año se dedicaban a tallar calabazas. Decidida, se agachó y probó una vez más todas las tapas, pero ninguna servía, por mucho que empujara, manipulara y riese entre dientes.

De repente, sus manos se inmovilizaron. Miró otra vez por la ventana. Galopaban por el cielo espesas nubes grises de panzas oscuras, como caballos salvajes, y el viento levantaba las hojas sueltas de la morera y las arrojaba, irritado, contra el cristal. Laura cerró con fuerza los ojos, se inclinó adelante y se rodeó los muslos, sentada sobre las posaderas ante la tapa de madera que ardía. Puedo poner un plato sobre la boca del tarro.

Pero al minuto siguiente estaba midiendo el diámetro de la boca del frasco con una cuerda de hilo, tiró el delantal, que cayó sobre una silla, y corrió colina abajo por el sendero de conchillas en dirección a la tonelería.

Las puertas estaban cerradas. Antes de abrirlas titubeó y echó una mirada hacia el terreno que había junto al muelle, donde una enorme ancla azul colgaba sobre la puerta del pub: había oído decir que ahí era donde Dan pasaba casi todas las noches. Se estremeció, se envolvió en la capa y cruzó las puertas, entrando en un ámbito que guardaba recuerdos agridulces. Dentro estaba oscuro, fragante de astillas de cedro frescas y caldeado por el fuego que ardía en el hogar.

Allí estaba Josiah, a horcajadas sobre el banco de desbastar, y una voluta de humo ascendía entre sus cejas grises. Levantó la cabeza, aflojó la mano que sostenía el cuchillo de desbastar y se apoyó lentamente sobre el banco. Sin apartar de Laura su mirada benévola se puso de pie, tomó la pipa y entonó, con su voz tan familiar:

– Hola, hija.

Siempre la había llamado hija y en ese momento cuando le abrió los brazos, la palabra agitó dentro de ella una oleada de afecto.

Se apoyó contra la camisa de franela que olía a madera, cerró los ojos y sintió que la barba crecida del mentón le raspaba la sien.

– Hola, Josiah.

El anciano la apartó y le sonrió, bondadoso.

– Empezaba a pensar que ya no volveríamos a ver tu sonrisa en esta vieja tonelería.

Laura se dio la vuelta para echar una mirada alrededor.

– Ah, sí, ha pasado mucho tiempo, Josiah. Tiene el mismo aspecto y huele tan bien como siempre.

Al posar la mirada en el otro banco de desbastado lo halló vacío, y una cuchillada de desilusión la atravesó.

– No hay duda de que estás buscando a mi hijo.

La mujer se volvió rápidamente y le aseguró, con exagerado énfasis:

– No… no… sólo vengo a encargar una tapa para un tarro.

Josiah guiñó, volvió a ponerse la pipa entre los dientes y siguió, como si Laura no hubiese hablado.

– Ha salido un minuto, fue hasta Old North Wharf a comprobar que suban a bordo del Martha Hammond unos toneles grandes.

Laura se refugió en el banco desocupado y se volvió a examinarlo, pero pronto dejó de fingir y preguntó con voz suave:

– ¿Cómo está él?

Oyó a sus espaldas el silbido amortiguado que producía el chupar de la pipa de Josiah.

– Bastante bien. Por lo que he oído, mejor que Dan.

La muchacha se volvió, con el rostro alargado y pálido.

– Yo… ya veo que todos en la isla saben cómo ha estado bebiendo Dan desde que… desde que murió su padre.

– Sí. -Josiah levantó un hacha y probó el filo con el encallecido pulgar-. Ah, claro que lo comentan. -Soltó la herramienta, pasó la pierna por encima del banco y, de espaldas a la mujer, se inclinó otra vez sobre el trabajo-. También han estado comentando que esa mujer, DeLaine Hussey, encuentra excusas para fisgonear por la tonelería casi todos los días.

Laura giró, y se quedó mirando con la boca abierta los hombros encorvados de Josiah:

– ¿DeLaine Hussey?

– Sí.

– ¿Qué quiere ella?

Su fulminante reacción hizo sonreír disimuladamente al viejo.

– ¿Qué quiere cualquier mujer que busca excusas para merodear alrededor de un hombre? -Josiah le dio tiempo a que absorbiera el comentario, y llevó el cuchillo hacia las rodillas, sacando un largo rizo de madera blanca de la duela, seguido por otro y otro. Después probó la concavidad con los dedos, pasándolos una y otra vez por el borde de la madera-. Vino a comprar una cubeta para la madre, luego trajo un cesto con ciruelas silvestres y después una bandeja de bizcochos de naranja.

– ¡Bizcochos de naranja!

El viejo sonrió de nuevo, y Laura no lo vio porque seguía de espaldas a ella.