– No estaba, pero me lo contaron.
– Oh, Jane, fue espantoso. Y sin embargo, todas las acusaciones que me hizo son ciertas. Soy yo la que he impulsado a Dan a beber, y no encuentro el modo de ocultar lo que siento por Rye. He prometido mantenerme alejada de él por seis meses, al menos durante el período de duelo. Pero Dan se da cuenta de cuáles son mis sentimientos. Por las noches, nunca llega a casa hasta tarde, y luego irrumpe tambaleándose, demasiado ebrio para que podamos hablar, siquiera. No dejo de preguntarme si, incluso después de estos seis meses, me divorcio de Dan y me uno a Rye, ¿cómo nos enfrentaremos a Dan?
De repente, Jane se levantó para ir a buscar más agua caliente para el té.
– Tú sabes la respuesta, Laura. Siempre la supiste. Esta isla no es lo bastante grande para los tres. Nunca lo fue.
– ¿Que no es lo bastante grande?
Jane colocó la tetera en el fuego y, al volverse, atravesó a la hermana con una mirada destinada a obligarla a decir la verdad.
– Claro. No importa con quién estés casada. De todos modos, habrá habladurías con respecto al otro, y es imposible que no se enfrenten una y otra vez y revuelvan el pasado. Tarde o temprano, alguno tendrá que marcharse.
– ¡Pero Nantucket es nuestra patria, es de los tres! -gimió Laura.
Jane se sentó con agilidad, pero de pronto pareció incómoda. Levantando la taza, fijó la vista en ella como si estuviese leyendo las hojas de té.
– Ha habido habladurías, Laura.
– ¿Habladurías?
Laura no entendía.
– Ya veo que no lo sabes.
– ¿Saber qué?
– Un hombre de apellido Throckmorton ha estado de visita en la isla. Es agente de una compañía de tierras que está organizando un grupo de familias para ir al Territorio de Michigan cuando llegue la primavera.
– ¿M… Michigan?
Los ojos castaños se dilataron.
– Michigan. -Jane tragó el sobro de té-. Para fundar allí un pueblo nuevo. Y ya sabes que ningún pueblo puede sobrevivir sin un tonelero.
Cuando entendió, Laura se quedó con la boca abierta.
– Oh, no -susurró.
– Más de una vez han visto a ese sujeto, ese Throckmorton, en la tonelería.
Laura se quedó mirando la puerta con aire estúpido, como si pudiese ver la tonelería desde donde estaba sentada.
– ¿Rye? ¿Rye piensa irse a la frontera?
Una vez más, buscó con la mirada la de su hermana, esperando que negara.
– No lo sé. No he oído nada al respecto. Lo que sí oí es que este señor Throckmorton ha sido enviado a Nueva Inglaterra para provocar entusiasmo, para buscar hombres capacitados, la clase de hombres que puedan ganarse la vida en un lugar incivilizado. Dicen que uno puede apropiarse de toda la tierra que desee, que es gratis. Lo único que tiene que hacer es vivir en ella, despejarla y labrarla durante un año.
– Pero Rye no es granjero.
– Claro que no. Y no creo que vaya a instalarse. Irá dondequiera que su destreza para fabricar barriles le brinde más resultados que labrar la tierra.
– ¡Oh, Jane! -gimió Laura.
– No aseguro que Rye vaya a irse. Lo único que digo es lo que he oído. Me pareció que debías saberlo.
Laura recordó la actitud rígida y severa que tenía Rye el día anterior, cómo le dio la espalda y las palabras impetuosas que ella le espetó en la calle. ¿Sería posible que estuviese pensando en huir de Nantucket, que representaba para él un triángulo de tensión e inclinándose por DeLaine Hussey, aceptara ambos desafíos?
Esa idea no dejó de perseguirla hasta el día en que volvió a la tonelería a buscar la tapa que había encargado. Tenía la intención de hablar con Rye y preguntarle qué intenciones tenía para el futuro, pero no tuvo ocasión pues, cuando llegó, sólo estaba Josiah. Tuvo toda la impresión de que Rye había estado esperando su llegada y que escapó de prisa hacia la vivienda de la planta alta, pues vio que Josiah estaba cerca del pie de la escalera, mirando hacia arriba.
– Buenos días, Josiah.
El anciano la saludó con la cabeza.
– Hija.
– He venido a buscar mi tapa.
– Ahá. Está lista.
Fue a buscarla, se la entregó y vio cómo la sostenía, casi acariciándola. Laura levantó la vista hacia él.
– Yo… quería hablar con Rye. ¿Está?
Los perspicaces ojos gris azulado recorrieron la tonelería, pero Josiah contestó, evasivo:
– No lo ves por aquí, ¿verdad?
– No, Josiah, no lo veo -replicó, intencionada.
– Entonces, será un poco difícil que hables con él, ¿no es cierto?
– ¿Está evitándome adrede?
Josiah le volvió la espalda.
– Eso no puedo responderlo. Tendrás que preguntárselo cuando lo veas.
– Josiah, ¿ha estado aquí un señor Throckmorton, conversando con Rye?
– Throckmorton… bueno, veamos… -Se rascó pensativo la barbilla-. Throckmorton… ehhh…
– ¡Josiah! -estalló, impacientándose.
– Sí. Ahora que lo pienso, ha estado.
– ¿Qué quería?
El anciano fingió estar concentrado en la limpieza del banco de trabajo, haciendo mucho barullo mientras colocaba las herramientas.
– No escucho toda la cháchara de cualquiera que venga aquí para hablar con ese hijo mío. Si lo hiciera, no tendría tiempo de trabajar.
– ¿De dónde venía el señor Throckmorton?
– ¿Que de dónde venía? ¿Cómo que de dónde venía?
– ¿Era del territorio de Michigan?
Josiah volvió a rascarse la barbilla, hasta que al fin se dio la vuelta de cara a ella, con expresión bastante despreocupada.
– Bueno, creo que he oído mencionar a Michigan, aunque no presté mucha atención.
El corazón de Laura se estremeció dentro del pecho.
– Gracias, Josiah. ¿Cuánto le debo por la tapa?
– ¿Deberme? No seas tonta, muchacha. Si llegara a cobrarte, Rye me emplumaría.
Por un momento, el ánimo de Laura se elevó, pero no pudo menos que preguntar, mirando la tapa nueva:
– ¿La hizo usted o él?
El anciano le dio otra vez la espalda.
– Él.
En ese momento, Laura oyó crujir las tablas del piso de arriba. Alzó la vista y dijo en voz más alta:
– Dele las gracias por mí, por favor, Josiah.
– Ahá, lo haré. Puedes estar tranquila.
Unos minutos después, Rye bajó la escalera y se detuvo con el pie en el último peldaño, la mano apoyada en el poste vertical.
– Se ha ido -refunfuñó el padre-. No hace falta que te escondas más. Y no la engañaste: se dio cuenta de que estabas arriba.
– Sí: oí que me daba las gracias.
– Las cosas han llegado demasiado lejos si tienes que dejar a un viejo para que le mienta a tu mujer -protestó Josiah-, mientras tú te ocultas arriba como un ladrón.
– Si en verdad fuese mi mujer, sólo mía, esto no sería necesario.
– La novedad de Throckmorton y su plan la inquietaron.
– Pero no lo suficiente para dejar a Dan.
– ¿Cómo lo sabes, si no la dejas decir lo que tiene que decir?
– Si se hubiese decidido, subiría esta escalera y nada la detendría. La conozco.
– Supongo que sí, pero no le viste la expresión cuando habló de Throckmorton. ¿Quién crees que se lo contó?
– No tengo idea, pero ese tipo está hablando con otros hombres. En la isla, muchos saben a qué ha venido.
– ¿Y tú estuviste pensando en su propuesta?
Rye unió las cejas hasta casi tocarse, pero no respondió.
Josiah tomó una herramienta, se volvió de espaldas, fue hasta la piedra de afilar y probó la hoja con el pulgar, mientras preguntaba como de pasada:
– Bueno, eso significa que has estado pensando en la propuesta de esa jovencita
Rye giró con brusquedad y fijó la vista en la espalda del padre. Le pareció notar un tono de ironía en su voz.
– Sí, estoy pensándolo.
Josiah miró sobre el hombro, y vio que su hijo esbozaba una mueca irónica con la boca ladeada.
– Esa mujer hace unos bizcochos de naranja estupendos.
– ¡Ja!
El chirrido de la muela contra el acero cortó todo intento posterior de conversación.
La fiesta de final de temporada se hacía todos los años cuando ya se habían hecho todas las reservas para el invierno, y las playas aún no estaban heladas. El capitán Silas era el guardián permanente de la hoguera, y todos los años se le veía el día anterior al acontecimiento, recogiendo de las rocas las algas, que resultaban indispensables, y los mejillones que crecían en ellas. Con suma paciencia, llenaba sacos de arpillera con casi cuarenta y cinco kilos de algas de un marrón amarillento que contenían pequeños sacos de aire para dar sabor a la comida a medida que explotaban. Iba arrastrando innumerables sacos hasta el lugar donde se haría la comida al aire libre, sin hacer caso de los vientos que soplaban hasta a setenta kilómetros por hora… cosa normal en esa época del año.
– Ya encontraremos refugio -decía, y siempre resultaba cierto.
Los animosos isleños estaban acostumbrados a soportar las inclemencias del tiempo en semejante fecha, pues la recompensa eran los suculentos mariscos y las almejas, recogidos en Polpis Harbor, que esperaban en cestos junto con patatas, calabazas y salchichas que se cocerían junto con los alimentos provenientes del mar.
Ese día, Rye y DeLaine Hussey llegaron a las dunas a últimas horas de la tarde, y se encontraron con que ya se había juntado mucha gente, y Silas ordenaba la preparación del fuego, dirigiendo cada paso como un déspota. Habían cavado un pozo de poca profundidad en la arena, lo tapizaron de leña y luego lo llenaron de rocas.
– Este es el truco -peroró el viejo Silas, como hacía todos los años-. Hay que armar el montículo de manera que pueda filtrarse el aire entre las piedras, ¡pues, de lo contrario, no se calientan lo suficiente!
Inclinándose hacia Rye, y cubriéndose la boca con la mano, DeLaine le susurró:
– ¡Oh, gracias a Dios que nos lo dijo!
Rye rió en sordina y luego, uniendo las cejas con aire burlón, replicó:
– Necesitamos que haya un buen tiro.
Aunque Rye no tenía especiales deseos de pasar el día con DeLaine Hussey, el humorístico comentario, en cierto modo lo relajó. No era una mujer fea, y comprendió que no había pasado con ella tiempo suficiente para saber si tenía o no sentido del humor. De pronto advirtió que sabía poco de ella. Ahora, parado ante el hoyo, en medio del viento que los azotaba, resolvió disfrutar lo más posible de la jornada. Era un alivio que la familia Morgan, aún de duelo, no pudiera asistir.
Silas encendió el fuego y, fiel a sus palabras, lo hizo con habilidad. Pronto, se extendió y creció. Mientras los participantes entibiaban jarras de sidra de manzanas, esperaban a que Silas dieran la orden de comenzar. Cuando las piedras empezaron a crujir y a partirse, las esparció con cuidado y las cubrió con una capa de algas. Sobre ellas se disponían los alimentos, y encima, otra capa de algas. Rye ayudó junto con otros hombres a tender una lona sobre el montículo, única tarea que Silas permitía realizar a otro que no fuese él. Él mismo se ocupó de sellar la lona con arena para retener el calor. Por fin, el hoyo ardía, y la gente se dispersó para hacer volar cometas, actividad que se había convertido en tradición para esa fecha.
DeLaine y Rye se alejaron de la hoguera con paso tranquilo, y él la observó con el rabillo del ojo. La muchacha llevaba puesto un sencillo sombrero de rígida seda azul que le cubría hasta las orejas. Tenía una capa de lana abotonada hasta la barbilla, y las manos enfundadas en guantes grises. Rye se levantó el cuello del chaquetón marinero, y reafirmó su decisión de divertirse.
Parados sobre una escarpadura, con el viento a la espalda, dejaron que su cometa se uniera con las otras que sobrevolaban sobre el océanohenchido. Llegaron las rompientes, salpicando las colas de las cometas, que se hundían y se sacudían como provocando a las olas.
Hacía años que Rye no volaba una cometa, y hacerlo le dio una intensa sensación de libertad, observando el colorido triángulo que luchaba con el viento y restallaba como una vela bajo una driza. Alzando la vista, vio cómo la cometa se empequeñecía. De pronto oyó junto a él la risa de DeLaine. Se volvió y vio que tenía la cara vuelta al cielo, sujetaba la cuerda y la sentía tironear entre las manos enguantadas.
– ¿Sabes que, cuando éramos niños, solía soñar que hacía esto contigo?
– No -respondió, sorprendido.
DeLaine lo miró.
– Es verdad. Pero ya sabes lo que se dice. -Se volvió otra vez hacia la cometa-. Más vale tarde que nunca.
A Rye no se le ocurrió absolutamente nada que decir, y se quedó con las manos en los bolsillos, contemplando la cometa. La voz de la muchacha era grave.
– Yo envidiaba a Laura Traherne más que a ninguna otra chica.
Rye sintió que se sonrojaba, pero DeLaine estaba concentrada en el juguete.
– Te seguía a todas partes y, para ser una chica, tenía tanta… tanta libertad… Siempre le envidié esa libertad. Mientras todas nosotras debíamos quedarnos en la sala aprendiendo a remendar y a bordar, ella correteaba descalza por la playa. -En ese momento sí se volvió hacia él, contemplando la nítida línea de su barbilla, enmarcada por las patillas, que anhelaba tocar desde la primera vez que lo vio con ellas-. Rye, ¿estoy avergonzándote? No es mi intención. No importa que ames a Laura, ¿sabes?
"Dos Veces Amada" отзывы
Отзывы читателей о книге "Dos Veces Amada". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Dos Veces Amada" друзьям в соцсетях.