Al mirarla a los ojos, vio que la mirada era firme y segura.

– Todos los isleños saben lo que sentís el uno por otro. Lo único que yo quería era que tú supieras que yo también lo sé, y que no me importa. Tenía la intención de disfrutar de tu compañía porque es algo que deseé durante mucho, mucho tiempo.

Otra vez Rye se quedó mudo, con los labios entreabiertos de sorpresa.

Repentinamente, DeLaine adoptó otra vez un aire alegre y juguetón.

– Dime, Rye, ¿estuviste en Portugal?

– Por supuesto que sí.

DeLaine exhaló un resoplido por las fosas nasales dilatadas, y fijó la vista en el horizonte lejano.

– Siempre he querido conocer Portugal. Está allá -imagínate-, hacia donde estoy mirando. Daría cualquier cosa por verlo, o por ver cualquier otro lugar además de esta pequeña isla sofocante. Estoy harta de ella, y del olor a aceite de ballena y a alquitrán.

– Esa no fue la impresión que me diste aquella noche que hablaste de la masonería femenina. Hablaste como si estuvieses orgullosa de Nantucket y de sus… balleneros.

– Ah, eso… -Esbozó una sonrisa de desdén hacia sí misma-. Sólo lo dije para ver si captaba tu atención, ya lo sabes. Me importa muy poco que un hombre haya matado o no a una ballena. -El viento le agitó un mechón de cabellos, que se le atravesó en los labios, y él se apresuró a apartar la vista-. Dime, Rye, ¿es cierto que dicen que te propusieron ir al territorio de Michigan, donde van a fundar un nuevo pueblo?

La miró de soslayo pero, como ella lo observaba, volvió la atención a las olas que se veían allá abajo.

– Me lo han propuesto.

– ¡Oh, como te envidio también a ti por ser hombre! Los hombres tienen libertad de elegir en tantas cosas…

– Yo no elegí marcharme de Nantucket.

– Pero, si quieres, puedes hacerlo, del mismo modo que decidiste irte a cazar ballenas. Este último tiempo he pensado mucho en eso; en que las mujeres debemos quedarnos, ociosas, dejando pasar los años y esperando que algo cambie el curso de nuestras vidas. Pensé en lo diferente que es Laura, que se burló de las convenciones e hizo lo que le dio la gana, y se me ocurrió lo siguiente: «¡DeLaine Hussey, ya es hora de que tú también hagas lo que te dé la gana!». Por eso estoy aquí, diciéndote cosas que ninguna dama debería decirle a un hombre. Pero ya no me importa… no me rejuvenezco, y todavía soy soltera, y… y… no quiero serlo. -Suavizó la voz, como si estuviese hablando consigo misma-. Y daría cualquier cosa por tener la oportunidad de empezar una nueva vida en un lugar como… como el territorio de Michigan.

Rye la contempló de perfil, mientras ella, a su vez, contemplaba la cometa. ¡Por Dios, esa mujer estaba proponiéndole matrimonio!

– DeLaine, yo…

– Oh, no te sientas tan apesadumbrado, Rye, y no te molestes en decir nada. ¡Limitémonos a disfrutar de un día maravilloso y comamos toneladas de almejas!

Le dirigió una sonrisa radiante, aunque él sospechaba que debía de estar sintiéndose bastante abrumada por lo que acababa de confesar. Nunca se le había ocurrido pensar en el dilema de una mujer que quiere casarse y nadie se lo pide.

Sin advertencia, la cometa se soltó y se lanzó a volar sobre el Atlántico.

– ¡Oh, mira! -DeLaine se llevó una mano al ala del sombrero, que el viento sacudía. Rió otra vez, y el sonido fue llevado hacia el Este, donde unas gaviotas daban volteretas y chillaban-. ¡Se dirige a Portugal!

También se alzó la delantera de su abrigo, y flameó contra las perneras del pantalón.

Rye sonrió y, tomándola del brazo, se dirigió con ella otra vez hacia la hoguera.

– Portugal no tiene nada tan bueno como las almejas de Nantucket. Vamos.

Volvieron junto al hoyo, con los ánimos otra vez aligerados.

El capitán Silas realizó el proceso inverso al que había supervisado una hora antes: quitó la lona, dejando escapar una oleada de vapor, y apartó las algas, cuyo aroma penetrante se elevó en el aire salino.

Rye y DeLaine se sentaron juntos sobre una manta a comer sabrosas almejas, escalopes, verduras tiernas y la picante salchicha de la isla, que jamás quedaba tan deliciosa cuando se asaba en un homo doméstico. Se lamieron los labios y rieron, y se pasaron el dorso de la mano por el mentón, sintiéndose cada vez más cómodos en la mutua compañía. Cuando terminó la comida, casi todos los hombres que había en el círculo encendieron una pipa o un cigarro.

– Tú no fumas -comentó DeLaine.

– Nunca lo hice: me bastaba con aspirar el aire que iba dejando mi padre.

Rieron de nuevo, Rye rodeando con los brazos las piernas cruzadas y levantadas, mientras que DeLaine pensaba en los años que hacía que esperaba una noche como esa.

Ya estaba oscuro para cuando las brasas se habían enfriado, y los isleños empezaron a regresar a sus hogares, caminando por la playa. Aunque al llegar la noche el viento había cesado, seguía haciendo frío, y la humedad que subía desde el mar se metía por los cuellos y debajo de las enaguas.

Rye y DeLaine regresaron en silencio. Cada tanto, sus hombros chocaban. La muchacha se sujetaba el cuello del abrigo y veía el revuelo oscuro de su falda a cada paso que daba.

– ¿Tienes frío? -le preguntó el hombre, al verla temblar.

– ¿Acaso no lo tenemos todos en esta época?

– Sí, y lo peor aún no ha llegado.

Jamás había tocado a DeLaine de manera personal y, en ese momento, le rodeó los hombros con un brazo, estrujando la manga del abrigo y viendo cómo los alientos de los dos formaban nubéculas blancas en el aire nocturno.

Llegaron a las calles del pueblo donde, cada tanto, una lámpara formaba un charco de luz en la densa oscuridad. DeLaine vivía en una casa de tablas cerca de la plaza y, cuando llegaron a la cerca de picas, Rye le quitó el brazo de los hombros, abrió la cancela y la hizo pasar. Cuando se acercaron a la puerta, DeLaine aminoró el paso y se volvió de cara a él.

– Rye, he disfrutado hasta el último minuto, y lamento si…

– DeLaine, no hay nada que lamentar.

Contempló ese rostro que se alzaba hacia él en las sombras. Era más pequeña que Laura, y tenía otro perfume, picante en lugar de floral. Con un pequeño sobresalto, advirtió que era la primera vez en la velada que pensaba en Laura.

DeLaine lo miró a la cara; estaba tan cerca que el borde de su falda le rozaba los pantalones.

– Rye, hay algo que he querido hacer desde aquella noche, la de la cena en casa de los Starbuck. ¿Te molestaría mucho si… si me diese el lujo?

No estaba seguro de querer besar a DeLaine Hussey, pero no había modo de evitarlo con elegancia.

– Por favor -repuso, en voz baja.

Pero en lugar de alzarse de puntillas, la muchacha se quitó un guante, levantó la mano y la ahuecó sobre la mejilla y la patilla.

– ¡Son suaves! -exclamó.

Rye rió entre dientes mientras ella le pasaba el dorso de los dedos por el otro lado, luego probaba otra vez el primero, jugueteando con el vello facial, pasándole las yemas.

– Claro que son suaves, ¿Qué esperabas?

– Yo… no lo sé. Hacen que tu mandíbula parezca dura como un yunque, y esperaba que las patillas fuesen… duras.

Dejó la mano quieta, pero no la retiró. Rye la sentía tibia sobre la mejilla, en contraste con el aire frío de la noche.

– DeLaine Hussey, ¿siempre fuiste tan impetuosa?

– No, no siempre. Como a toda señorita bien educada, me enseñaron que nunca mostrase mis sentimientos.

Sus dedos vagaron hasta el hueco de la mejilla, mientras la voz iba convirtiéndose en un murmullo. La noche era densa en torno a ellos, y el resplandor de las velas que se filtraba por las ventanas de la casa daba a sus perfiles un aura anaranjada.

– DeLaine, con respecto a lo que dijiste hoy… yo no tenía modo de saber qué…

– Shh.

Le apoyó un dedo sobre los labios.

El dedo tibio también se demoró en sus labios, inconfundible invitación en la caricia y en la mirada. Rye no quería besar a ninguna otra mujer que no fuese Laura. No tenía intenciones de llevar a DeLaine Hussey al territorio de Michigan. Pero era mujer, lo deseaba, y el dedo que rozaba su labio inferior se deslizó por él, y de pronto a Rye se le alborotó la sangre en las ingles.

«Qué importa -pensó-. Pruébala».

Mordió con suavidad la yema del dedo y la sujetó por la cintura con las manos. Cuando se inclinó para apretar su boca contra la de ella, DeLaine se elevó hacia él, alzó los brazos y entrelazó los dedos de la mano sin guante en el cabello de la nuca del hombre.

Rye Dalton había sido manipulado durante todo el día y lo sabía pero, en ese momento, no le importó. Se sentía solo y vulnerable, y la muchacha sabía vagamente a manteca y olía a sándalo; su boca se abrió tan dispuesta que obligó a la de Rye a hacer lo mismo, sin querer. De la garganta de DeLaine brotó un sonido ahogado y se apretó más a él, hasta que su abrigo se tocó con la lana áspera del chaquetón.

«DeLaine Hussey -pensó-, ¿quién iba a imaginar que esto sucedería contigo alguna vez.?» La nuchacha movió la boca y la cabeza con gestos insinuantes, metió la mano en la tibieza del cuello y Rye se vio asaltado por una natural curiosidad. Pasó la mano por el abultado costado del abrigo de ella, y la muchacha se apretó contra él. Una vez más, emitió ese sonido gutural de pasión, y la mano de Rye fue a desabotonar el primer botón de su chaqueta, y después, el del abrigo de ella, para luego pasar los brazos hacia la espalda tibia.

Los dos cuerpos se amoldaron uno a otro, y DeLaine Hussey sintió la dura masculinidad que había ansiado durante años y años. La palma de Rye se deslizó sobre un pecho, y la muchacha se estremeció.

Él lo percibió, y sintió una breve oleada de satisfacción recordando lo que le había dicho esa tarde: que hacía años que estaba enamorada de él. El pecho era más lleno que el de Laura, y su boca, diferente bajo la suya.

Pero cuando las caderas se balancearon una vez, comprendió lo que estaba haciendo: estaba comparando.

Interrumpió el beso y alzó la cabeza, apretando la cintura dentro del abrigo y apartándola un poco.

– DeLaine… yo… escucha, lo siento. No tendría que haber empezado con esto.

– Rye, ya te dije que no importa si, para ti, Laura está primero…

– Eh, eh -dijo en voz suave, como expulsando las palabras, soltándola y retrocediendo un paso-. Por esta noche, dejémoslo así, ¿de acuerdo? En este preciso momento, mi vida es un embrollo y no tengo por qué imponerte mis complicaciones.

– ¿Imponerme, dices? Rye, no entiendes…

– Entiendo, pero no estoy libre para…

Suspiró, se pasó una mano por el cabello y dio otro paso atrás.

De repente, la mujer se miró las manos y volvió a ponerse el guante.

– Lamento haberte presionado, Rye. -Alzó la vista con expresión implorante-. ¿Me perdonas?

Ya tranquilo, le cubrió los antebrazos con las manos.

– No hay nada que perdonar, DeLaine. Yo también he disfrutado el día -Le dio un breve beso de despedida, le oprimió los brazos, y dijo-: Buenas noches, DeLaine.

– Buenas noches, Rye.

Se fue por el sendero, y ella oyó el chirrido de la cancela, y después los pasos que se perdían en la oscuridad.

«¡Maldita seas, Laura Morgan! -pensó-. ¿No te basta con un hombre?»

Capítulo17

Noviembre avanzó, envolviendo a Nantucket en una niebla que parecía infinita. Cuando se levantaba, nunca era por mucho tiempo: pronto soplaba un viento continuo desde el Suroeste, y otra vez aparecía la niebla como una línea gris en el horizonte, para luego correr sobre el agua y cerrarse sobre la isla como una capa. Diez minutos después no se veía a menos de veinte metros. El aire húmedo y helado calaba hasta la médula de los huesos, y los pescadores se arropaban como si fuesen balleneros del Ártico. Pero la niebla formaba parte de la vida de Nantucket al igual que la pesca misma, y los que aprovechaban lo que ofrecía el Atlántico, se limitaban a abrigarse más y a aceptar los caprichos del viento.

Pasando Rip Point, donde las mareas inundaban los bajíos, arremolinándose en la orilla con un revuelo de espuma blanca, iban a alimentarse percas y peces azules. Todos los días, John Durning, Tom Morgan y otros como ellos desafiaban a los elementos y manipulaban las redes hasta que las manos se les ponían más azules que esos peces que pescaban.

Los barcos que llegaban a los embarcaderos al terminar la jornada, se asemejaban a visiones espectrales, deslizándose en medio de la niebla como navios fantasmas. Luego se oía una voz que saludaba y otra que respondía, aunque daba la impresión de que no había nadie en el sitio de donde provenían las voces, pues la niebla distorsionaba los sonidos y los hacía reverberar, huecos, en medio del aire turbio, como emisiones de entes desencarnados.