Durante esos días lúgubres que Rye compartía con Josiah, pensaba en la llegada de la primavera y en la posibilidades que presentaba el territorio de Michigan. Pensaba cada vez más en empezar allí una nueva vida, con Laura y con Josh. Pero, ¿realmente dejaría ella a Dan como le había prometido? Y si lo hacía, ¿podría estar divorciada cuando llegara el momento de partir? Quizá no quisiera abandonar la isla donde había nacido. Con todo, no dudaba de que DeLaine Hussey seguiría insistiendo con la posibilidad de ser su esposa. Pero, ¿él la quería? Tenía todo el invierno para responder esa pregunta pero, suponiendo que le hiciera la corte a DeLaine y decidiera casarse con ella, surgía el problema de su padre, que había demostrado claramente su desagrado hacia ella. ¿Podría convencer al viejo de ir a Michigan aunque fuese DeLaine como su esposa, en lugar de Laura?

Un día, Rye y Ship fueron caminando hacia la casa de Crooked Record Lane pero, al pisar el sendero de conchillas, comprendió que no era prudente llamar a la puerta. La contempló con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, con una gorra de lana encasquetada en la cabeza. Sabía que Laura estaba dentro porque las ventanas iluminadas destacaban en el día gris. Pero era indudable que también estaría Josh, y mirando la casa que un día fue su hogar, volvió a sentir el mismo dolor de aquel día en que el niño se había arrojado sobre él, golpeándolo y gritando:

– ¡Tú no eres mi papá!

Desde entonces, ¿cuán a menudo se había preguntado si ya había aceptado la verdad? Infinitas veces había maldecido su propio temperamento por haber estallado ese día, cuando Laura fue a buscar la tapa: de tan indignado que estaba, no le preguntó siquiera cómo estaba su hijo.

El viento sopló entre las hojas resecas de los manzanos y empujaba las ramas de las tuyas contra el dormitorio, arrancando un extraño chillido al borde de las tejas. Se estremeció.

De pronto, advirtió que la base de la casa no tenía colocado el balasto para el invierno. Así que Dan bebía tanto que no estaba en condiciones de cumplir sus responsabilidades. En todas las casas de la isla se colocaban refuerzos para protegerlas de las corrientes que, de lo contrario, se colaban por cada grieta posible durante los meses de frío, y estaba seguro de que Dan se había ocupado de hacerlo todos los inviernos que duró su ausencia. Qué ironía: ahora le tocaba a él encargarse de eso durante la «ausencia» de Dan.

Echó otro vistazo a la ventana, giró sobre los talones y desando el camino, en busca del capitán Silas, para preguntarle si conocía a alguien que pudiese encargarse de esa tarea.


Cayeron las primeras nevadas; los trineos sustituyeron a carros y carretas. Por los brezales ondulantes, los estanques se congelaron y los pequeños patinaban con patines de madera sujetos con correas a las botas. A veces, por las noches, se veían hogueras cerca de los estanques congelados, donde los jóvenes se reunían para patinar. En las salas chocaban las agujas de tejer, dando forma a abrigados calcetines de lana.

Un día, un trineo tirado por un caballo dejó una carga de algas para gran alivio de Laura, que había apilado edredones de plumas sobre las camas. Además, por las mañanas ya se había congelado el agua en el cuenco, y sus narices estaban en un estado lamentable.

A comienzos de diciembre, llegó el día en que la niebla se retiró, rodando sobre el Atlántico, y dejó un cielo nublado, tan gris que daba al día un aspecto de anochecer. Los vientos gemían desde el Noroeste, castigando a la isla con su bofetada punzante.

Laura había retrasado la fabricación de velas con bayas de laurel, esperando un día como ese. Esa mañana, cuando se levantó y vio las nubes bajas y los vientos fuertes, le dio una alegría a Josh anunciándole que se dedicarían a esa tarea. Como Josh había reanudado la amistad con Jimmy, también se reconcilió con su madre, y ya estaba junto a ella, «ayudando» en la confección de velas. Sentado ante la mesa de caballete a su lado, seleccionaba la primera tanda de bayas y quitaba ramas.

Cuando ya había bastantes, rogó:

– Mamá, ¿puedo meterlas en la tetera?

Algunas bayas cayeron al suelo y, rodando, fueron a dar a los rincones, donde fue a rescatarlas puesto a gatas.

Hacer velas era un proceso lento, que llevaba tiempo, y mientras removía la tetera sobre el fuego, Laura se alegraba con el parloteo del niño.

– ¿Esta noche papá vendrá a casa? -preguntó encaramado sobre un sólido taburete, delante del hogar.

– Claro que papá vendrá. Viene todas las noches.

– A cenar, quiero decir.

– No lo sé, Josh.

– Me prometió que este año podría tener esquíes, y dijo que iba a enseñarme a usarlos.

– ¿En serio? ¿Cuándo?

Él se encogió de hombros, y fijó la vista en las brillantes ascuas que se veían detrás de la tetera.

– Hace mucho tiempo.

Laura lo observó. «Pobre, mi querido Josh, -pensó-. No es que Dan tenga el propósito de decepcionarte, y tampoco yo, pero ya no encuentro cómo excusarlo».

– Podrías pedir esquíes para Navidad.

Pero la expresión del chico era apesadumbrada.

– ¡Falta mucho para Navidad! Jimmy ya ha ido a esquiar dos veces. Dice que cuando tenga esquíes, puedo ir con él.

Laura no tenía ninguna respuesta para su hijo.

– Ven, ¿no quieres remover las bayas un rato? -le propuso con animación.

– ¿Puedo?

Los ojos del niño se convirtieron en dos lagos azules de excitación.

– Acerca el taburete.

De pie sobre el alto banco, con el brazo de la madre sujetándolo por la cintura, removió las pepitas gris verdoso que ya empezaban a separarse, inundando la casa de un denso aroma vegetal. Cuando el sebo negruzco emergió a la superficie, se formó la cera. Era preciso dejar enfriar, espumar, tamizar ese primer cebo y luego derretirlo por segunda vez para obtener una cera casi transparente, que ya se podía verter en los moldes. Pero mucho antes de terminar con el proceso de refinamiento, Josh se había cansado y se mecía boca abajo sobre uno de los bancos largos.

Al mediodía cayó una lluvia torrencial y Laura, que estaba cortando mechas para los moldes, alzó la vista al oír las primeras gotas que golpeaban contra los vidrios de las ventanas.

– Un Noroeste -comentó distraída, contenta de estar protegida dentro de la casa.

Después de haber colocado las mechas y llenado los moldes por primera vez, se sirvió una taza de té caliente y se concedió un descanso antes de empezar con la segunda tanda de bayas. De pie sobre una silla, Josh miraba por la ventana, y su madre fue a pararse detrás de él. La lluvia se había convertido en aguanieve, que congeló la nieve y las ramas de los manzanos, que se convirtieron en dedos cubiertos de hielo.

– Quiero ir a esquiar -se quejó Josh, apretando la nariz contra la ventana.

Laura le revolvió el cabello y vio cómo el viento sacudía las ramas congeladas.

– Hoy no hay nadie esquiando. -Parecía abrumado y solitario y, por un momento, Laura deseó que hubiese otro niño para hacerle compañía. Se preguntó cuántos habría si hubiese estado casada con Rye todos esos años-. Ven, Josh, puedes ayudarme a seleccionar la tanda siguiente de bayas y a quitarle las ramas.

– No me gusta quitar ramas -afirmó-. Quiero ir a esquiar.

– ¡Joshua! ¿Estás poniendo la lengua en la ventana?

Con expresión culpable, el niño miró sobre el hombro y no contestó, pero dos copos se derretían sobre el cristal, y Laura no pudo contener una sonrisa:

– Bájate de ahí. Vamos a fabricar una tanda de velas.


En el transcurso del día, el tiempo empeoró. La cellisca cubrió todo con una peligrosa capa de hielo, y luego dejó lugar a una nevada dura y seca que precedió al ventarrón, describiendo trayectorias ondulantes por las calles pavimentadas de resbaladizos adoquines.

Abajo, en el puerto, no se movía ninguna embarcación. Los aparejos estaban engalanados con carámbanos que, congelados por el viento en extraños ángulos, parecían la obra de un artista natural. Las gaviotas se acurrucaban debajo de los muelles y el viento que les llegaba desde atrás, les erizaba las plumas. Los viandantes se agazapaban, sujetándose el cuello del abrigo al dirigirse hacia las casas, al final de la jornada.

Dan Morgan salió de la contaduría, y él también se alzó el cuello del abrigo, sujetándose el sombrero de castor que el viento amenazaba con hacer volar rumbo a España. Se agazapó más, encaminando sus pasos hacia el Blue Anchor, regodeándose por anticipado con el calor que le produciría el ponche de ron caliente, en ese día endiablado. Allá abajo, los mástiles principales de los veleros se columpiaban locamente en el agua, que se agitaba y ondulaba. Se resbaló una vez, y puso más cuidado en sus pasos.

Dentro del Blue Anchor rugía el fuego, y en el aire reinaba el olor de los moluscos hirviendo. Rechazó el ofrecimiento de guisado de almejas, pidió un ponche y se encorvó sobre la jarra después de haber bebido el primer sorbo de su ansiado contenido.

Vació la jarra, volvieron a llenársela, y alrededor del fuego se juntaron los acostumbrados parroquianos, que no querían moverse de los cómodos asientos para salir a enfrentarse al viento y la nieve.

Entró Ephraim Biddle, pidió un trago cargado y se acercó a Dan, comentando:

– Ya puse una carga de algas alrededor de tu casa, tal como lo pediste.

Era la primera vez que Dan pensaba en su descuido con respecto a ese refuerzo.

– ¿Ah, sí?

– Bueno, hombre, ¿acaso no lo viste?

– Oh, sí, desde luego.

Ephraim alzó la bebida, le dio un buen trago y luego se limpió los labios con el dorso de la mano.

– Bueno, ojalá sea cierto. El otro día, vino el capitán Silas a las cabañas y dijo que tenía dos dólares para cualquiera que lo ayudara a colocar algas alrededor de tu sótano, así que acepté esos dos dólares y lo hice.

– Rye -musitó Dan dentro de la jarra, y comentó por lo bajo-: Rye Dalton… maldito sea ese tipo. -Dio un buen trago al ponche, apoyó la jarra con un golpe, y ordenó-: ¡Otra!

Llegó la noche, y los codos se apoyaron más pesadamente sobre las niesas del Blue Anchor. Fuera, el ancla que pendía sobre la puerta gimió y crujió, castigada por el viento. La nieve empezó a amontonarse a los lados de las cercas, dejando lenguas de tierra. En los rincones protegidos se amontonaba entre los huecos de las paredes de ripia hasta bastante altura, subiendo lentamente y formando esbeltas picas blancas, que hacían un extraño contraste con los vientos furiosos que esculpían semejantes bellezas. Fuera del pub, en las calles, la nieve cubría los adoquines, ocultando el peligroso hielo que quedaba debajo. En el campanario de la iglesia, el viento balanceaba la campana, arrancándole funestos tañidos que flotaban alejándose hacia los barcos anclados junto al muelle, donde se mezclaban con el silbido del viento entre el cordaje.

Eran las diez y media cuando, por fin, Dan se levantó tambaleándose del banco del Blue Anchor y fue hacia la puerta con paso inseguro. A sus espaldas, los únicos que le dieron las buenas noches fueron Héctor Gorham, el encargado de la cerveza, y Ephraim Biddle. Dándoles la espalda, alzó la mano respondiendo al saludo y salió hacia la noche donde aullaba el viento. No había alcanzado a dar un paso por la calle cuando se le voló el sombrero de la cabeza y se fue dando tumbos hacia la bahía de Nantucket, primero en el aire y después rodando por la tierra y saltando sobre el ala.

– Maldishión -farfulló mientras se volvía para seguirlo, tratando de concentrarse en ese objeto negro que, muy pronto, desapareció de su vista. Dio el sombrero por perdido, y se dirigió de nuevo hacia su casa, debatiéndose contra el viento que le hacía flamear el abrigo abriéndolo, obligándolo a sujetarlo una y otra vez con la mano desnuda-. Tendría que haber traído guantes -murmuró para sí.

Continuó su marcha oscilante por las calles, donde el ventarrón había logrado apagar todas las lámparas, dejando el camino a oscuras con el único resplandor vago de los copos de nieve que se arremolinaban a sus pies.

Desde algún rincón de su mente obnubilada llegó la noción de que no se había abotonado el abrigo y, en el preciso momento en que intentaba hacerlo, una ráfaga lo volteó como a un ariete. Se le resbalaron los pies y trató de recuperar el equilibrio pero se sintió como si una fuerza mágica lo levantara en el aire, alzando su cuerpo y dejándolo caer luego sobre los adoquines como un niño descuidado que observara un juguete para después arrojarlo como si no valiera la pena. Se golpeó la cabeza contra los ladrillos con ruido sordo, que se perdió en la noche tormentosa. El viento abrió el abrigo que intentaba abotonarse mientras caía, y quedó aleteando contra los muslos de Dan, sobre la calle cubierta de hielo. Las manos sin guantes quedaron, palmas hacia abajo, sobre los ladrillos helados, y la nieve comenzó a juntarse sobre su cabello cubriendo la mancha de sangre tibia que se congeló rápidamente, formando un charco de hielo rojo. Sin preocuparse por lo que había hecho, el viento del Noroeste descargó su furia sobre el hombre inconsciente y sobre su isla natal, que, cuando era joven le había enseñado muy bien lo inclementes que eran sus vientos. Tendido boca arriba, y con una respiración tenue la nieve caía sobre su rostro y se amontonaba igual que junto a las cercas, del lado protegido, dejándolo desnudo del lado expuesto al viento.