Pasó más de una hora y Ephraim Biddle, después de tragar el último sorbo, emitió un ruido gutural de resignación y se descolgó de su confortable refugio, abotonándose la chaqueta.

– No hay más remedio que enfrentarse a la larga caminata hasta casa -tartajeó-. Buenas noches, Héctor -farfulló al encargado de la cerveza.

– Buenas noches, Eph.

Contento, Héctor acompañó a su último parroquiano hasta la puerta, y bajó la persiana tras él. Fuera, Ephraim arrancó a andar con dificultad por la calle, lanzando maldiciones por lo bajo, inclinándose mucho, luchando por conservar un equilibrio que la borrachera hacía más precario aún. El viento y la nieve se abatían con furia, y se sujetó el cuello agazapándose todavía más para protegerse de sus iras. Tropezó con el cuerpo inerte de Dan Morgan y retrocedió un paso, observando ese bulto inmóvil a sus pies, murmurando:

– ¿Qué-qué es esto? -Mirándolo más de cerca, distinguió una forma humana y, apoyándose en una rodilla, intentó aclararse la vista-. ¿Morgan? ¿Eres tú? -Le sacudió el brazo, sin encontrar la menor reacción-. ¡Eh, Morgan, levántate. -De repente, recuperó la sobriedad-. ¿Morgan? -dijo, ya alarmado-. ¡Morgan! -Lo sacudió más fuerte, pero fue en vano. El hombre no se movía, no hablaba, y alrededor ya se había amontonado la nieve-. Oh, no, Jesús…

Ephraim se puso de pie y corrió otra vez hacia el Blue Anchor, logrando mantener los pies pegados a los adoquines helados, impulsado por la desesperación.

Héctor ya se había bajado los tirantes de los hombros cuando oyó unos golpes estrepitosos que venían de abajo.

– Maldito sea -refunfuñó, poniéndose otra vez los tirantes y tomando una vela para iluminar la escalera al bajar-. ¡Ya voy! ¡Ya voy!

– ¡Héctor! ¡Héctor! -oyó a través de la puerta junto con los golpes, que cada vez eran más fuertes-. ¡Abre, Héctor!

Cuando abrió, vio el semblante de Ephraim Biddle desencajado por el pánico:

– ¡Héctor, tienes que venir! ¡He encontrado a Dan Morgan tirado en la calle, muerto!

– ¡Oh, Dios, no! ¡Iré a buscar mi abrigo!

Biddle esperó junto a la puerta tiritando, temeroso de moverse por sí mismo. Cuando Héctor volvió, aguantaron juntos la tormenta, guiándose por las huellas cada vez más débiles de Biddle hasta la silueta inmóvil que yacía sobre la nieve. Sin la menor vacilación, Héctor se inclinó, pasó los brazos fuertes bajo los hombros y las rodillas de Dan Morgan y, cargándolo hasta el Blue Anchor, lo depositó sobre una mesa ante el fuego, donde ya se habían cubierto las ascuas.

– ¿Está muerto?

Los ojos de Biddle parecían los de una escultura sin terminar: enormes, hundidos, como pozos de temor en la cara. Héctor apretó las yemas de los dedos bajo la mandíbula de Dan:

– Todavía puedo sentir el pulso.

– ¿Qué-qué vamos a hacer con él?

– No lo sé. No quiero que se muera aquí, pues eso le daría mala fama al lugar. -Pensó un momento: el padre de Morgan estaba muerto; ¿qué podían hacer la madre o la esposa?-. Yo traeré una manta y atizaré el fuego, y tú irás a la tonelería a buscar a Rye Dalton. Dile lo que ha sucedido: él sabrá qué hacer.

Biddle asintió y fue hacia la puerta, con una expresión enloquecida en la cara. Jamás había tenido tanto miedo. Había pasado muchas veladas bebiendo con Morgan y, en más de un sentido, haber encontrado a su compañero de borrachera tan herido a causa del alcohol, lo empujaba a la sobriedad. «¡Caramba, por todos los Santos, podría haber sido yo!», pensaba.

Tanto Rye como Josiah dormían profundamente cuando los despertaron los golpes que llegaban de abajo.

– ¡Qué demonios…! -murmuró Rye, apoyándose en un codo y pasándose la mano por el cabello, en la oscuridad.

Desde el otro lado del cuarto llegó la voz de Josiah:

– Al parecer, alguien trae un asunto urgente.

– Iré -dijo Rye, rodando hacia el borde de la cama, buscando el pedernal.

Una vez que encendió la mecha, se puso rápidamente los pantalones y fue hasta los bastos escalones que llevaban a la caverna oscura que era la tonelería, en la planta baja.

– ¡Dalton, levántate!

– ¡Ya voy, ya voy!

Al abrir la puerta, Rye hizo entrar a Ephraim Biddle sin ceremonias

– Biddle, ¿qué demonios quieres a esta hora de la noche?

Por los ojos de Biddle, daba la impresión de que había pasado por algo peor que una mala borrachera.

– Se trata de tu amigo Dan Morgan. Se emborrachó y se cayó en la calle, y lo encontramos ahí tendido y medio congelado.

– ¡Oh, no, Jesús!

– Héctor dice que todavía tiene pulso, pero…

– ¿Dónde está?

Rye ya subía los peldaños de dos en dos, gritando sobre el hombro.

– Héctor lo acostó sobre una mesa, en el Blue Anchor, y no sabe qué hacer con él. Dijo que viniera a buscarte, que tú sabrías lo que teníamos que hacer.

– ¿Qué pasa? -preguntó Josiah desde la cama.

Rye se precipitó por el cuarto pasándose un suéter por la cabeza, recogiendo el chaquetón, los mitones y una gorra abrigada:

– Encontraron a Dan a la intemperie, en medio de la tormenta.

Josiah también buscó su ropa.

– ¿Quieres que te acompañe?

Ship gimió y siguió con la vista cada movimiento de Rye, que se puso las botas con gestos bruscos, y fue otra vez hacia la escalera.

– No, tú quédate aquí, al abrigo de la tormenta. Cuando vuelva, necesitaré un fuego encendido. -Ship se le pegó a los talones, y el amo ordenó-: Vamos, Biddle -abriendo la marcha hacia fuera con demasiada prisa para mandar a la perra de vuelta adentro.

Rye Dalton había doblado el cabo de Hornos en una goleta, y conocía los riesgos de una cubierta helada que se balanceaba arriba y abajo y amenazaba con arrojar a los hombres al mar turbulento. Para alguien que pasó semejante experiencia, correr sobre los adoquines helados no era nada. Golpeó la puerta del Blue Anchor antes de que Ephraim Biddle tuviese ocasión de seguirlo. Atravesó a zancadas el salón en penumbras, en dirección a la figura inerte que yacía sobre la mesa.

– ¡Apártelo del fuego! -vociferó-. ¿Es usted tonto, hombre? -Sin detenerse, se apoyó con todo su peso contra el borde de la mesa y la empujó lejos del calor, y a continuación quitó de un tirón la manta con que Héctor, bien intencionado, había cubierto a Dan-. ¡Traiga una vela!

Héctor se apresuró a cumplir la orden, mientras Rye buscaba una de las manos de Dan. A la luz vacilante de la vela, vio enseguida que tenía los dedos congelados. Con un rápido manotazo, arrojó la manta al suelo, alzó a Dan y lo tendió sobre ella mientras seguía dando órdenes.

– ¿Pueden calcular cuánto hace que estaba allí?

– Más o menos una hora, a juzgar por el momento en que se fue de aquí…

– ¡Héctor, si descongela tan rápido la carne congelada de un hombre, puede perderla!

– Yo no…

– Vaya a casa del doctor Fulger y dígale que vaya de inmediato a mi casa… a la casa de Dan, quiero decir. Dan necesitará la clase de cuidados que sólo su esposa podrá brindarle, después de que el doctor haya echado un vistazo a estas manos. -Puso a Dan sus propios mitones y su gorra, lo envolvió en la manta como si fuese un recién nacido, lo levantó del suelo y fue hacia la puerta-. Y junto con el médico, mande medio litro del coñac más fuerte que tenga. ¡Y ahora a moverse, Héctor!

Ni se detuvo para cerrar la puerta de un puntapié al salir a la noche barrida por la nieve.


El ruido de los golpes en la puerta arrancó a Laura del sueño. Pensando que era Dan, posó los pies en el suelo helado y corrió hacia la sala, donde continuaba el estrépito, como si estuviese tratando de romper la puerta.

– ¡Laura, abre!

Supo que era la voz de Rye en el mismo momento en que el viento le arrebató la puerta de la mano y la golpeó contra la pared con ruido sordo.

– ¿Rye? ¿Qué pasa?

Él entró, llevando algo en los brazos.

– Laura, cierra la puerta y enciende una vela.

Aún antes de que ella fuese capaz de moverse para obedecerla, él ya se encaminaba hacia la puerta del dormitorio. La sombra voluminosa de Ship se escabulló dentro, luego la puerta dejó el viento afuera y ella buscó a tientas el pedernal. En la oscuridad, volcó un cesto de bayas de laurel y oyó cómo rodaban por el suelo, pero no les prestó atención, y preguntó en voz alta:

– Rye, ¿qué ha sucedido?

– Trae aquí la vela. Necesito tu ayuda.

– Rye, ¿se trata de Dan?

Le tembló la voz.

– Sí.

Por fin, la vela se encendió y Laura avanzó hacia la entrada del dormitorio con creciente temor. Dentro, Rye ya había acostado a Dan en la cama y se inclinaba sobre él, palpándole el cuello con las yemas de los dedos. El susto hizo que el estómago de Laura pareciera perder peso de golpe y, con la misma rapidez, cayese como una bola de plomo. Se le humedecieron las manos y corrió al otro lado de la cama, para inclinarse sobre el hombre inconsciente.

La conmoción despertó a Josh, que se bajó de la cama y siguió a su madre hasta la entrada del dormitorio, donde se quedó mirando a los dos mayores, que ignoraban su presencia.

– ¡Oh, Dios querido! ¿Qué le pasó?

– Se emborrachó en el Blue Anchor y se cayó cuando volvía para acá. Al parecer, estuvo ahí tendido una hora hasta que Ephraim Biddle se tropezó con él.

– ¿Está vivo?

– Sí, pero tiene los dedos congelados y no sé qué más.

Josh percibió el miedo en la expresión de su madre y el apremio de Rye, viéndolos a los dos inclinados sobre Dan desde los lados opuestos de la cama. Casi no se miraban entre sí, pero los dos tocaban a Dan como si quisieran reanimarlo. Luego, Rye empezó a quitarle los zapatos a Dan, con verdadera prisa.

Laura apoyó una mano en la sien y en la frente de Dan, esforzándose por controlar el miedo que la hacía temblar y le estrujaba los músculos del pecho. Se mordió los labios y sintió que empezaban a agolpársele las lágrimas a medida que el temor y lá impotencia la dominaban. «¡Laura Morgan, no te hundas ahora!». Se enjugó esas lágrimas inútiles con el costado de la mano, se volvió hacia Rye y logró controlar sus emociones.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó en tono vivaz.

– Quítale los calcetines. Tenemos que ver si también se le han congelado los dedos de los pies.

Le sacó el primer calcetín, y comprobó que tenía los dedos enrojecidos pero flexibles.

– Gracias a Dios, no se congelaron -suspiró Rye, examinando el cuarto con mirada práctica, mientras su mente se adelantaba-. El doctor Foulger viene hacia aquí. Necesitaremos un martillo y un punzón, y puedes encender fuego fuera de esta habitación, pero poco a poco. -Se quitó la chaqueta, la tiró al suelo, y se volvió otra vez hacia Dan. -Y trae un paño absorbente y una jarra pequeña. -En ese momento, vio al niño en camisón, agarrado al marco de la puerta, con los ojos agrandados de miedo e incertidumbre. Cuando Laura se dirigía hacia la sala, le dio otra orden, pero en tono más suave-: Y manten al niño fuera de aquí.

– Ven, Josh. Haz lo que Rye dice.

– ¿Papá está muerto?

– No, pero está muy enfermo. Y ahora, vete a la cama, donde estarás abrigado, y yo iré…

– Pero quiero ver a papá. ¿Va a morirse como el abuelo?

– Rye está cuidándolo. Por favor, Josh, ahora apártate.

Mientras buscaba las cosas que Rye le había pedido, Laura no tenía demasiado tiempo para ocuparse del chico. Tampoco lo tenía para preguntarse para qué las quería.

Le llegó su voz firme desde la puerta del dormitorio:

– Laura, ¿tienes una tabla pequeña, de esas para cortar el pan?

– Sí.

– ¡Tráela!

Cuando iba a buscarla, Ship soltó un ladrido agudo, y por primera vez Laura advirtió a la Labrador, que estaba tendida sobre una alfombra. Acababa de levantar la vista cuando se oyó un golpe impaciente en la puerta, y al abrirse la puerta, en lugar del doctor Foulger entró Nathan McColl, el boticario, llevando un maletín de cocodrillo.

McColl entró sin detenerse.

– ¿Dónde está?

– Ahí dentro.

Laura indicó con la cabeza hacia el dormitorio, y siguió al hombre enfundado en una capa negra, llevando en las manos los elementos que le había pedido Rye.

Al entrar el recién llegado, Rye se incorporó, con una profunda arruga cruzándole la frente.

– ¿Dónde está el doctor?

– Varado en el otro lado de la isla. Como Biddle no lo encontró, tuvo el buen tino de acudir a mí.

Si bien médicos y boticarios estaban autorizados a practicar casi los mismos métodos, Rye jamás había confiado en McColl, ni le agradaba, pero no tenía demasiadas alternativas puesto que el sujeto ya se adelantaba con aires de importancia.

McColl le tomó el pulso a Dan, y luego le examinó una mano.

– Helado.

– Sí, y no hay que perder un minuto mientras se descongela -afirmó Rye, impaciente, recibiendo las cosas que le daba Laura.