– No se las puede salvar. Será mejor que nos concentremos en prevenir que contraiga neumonía.

Rye miró, ceñudo, a McColl.

– ¡Que no se las puede salvar! ¡Hombre, usted está loco! ¡Pueden y deben salvarse, si actuamos rápido, antes de que se descongelen!

El rostro de McColl adquirió una expresión de astucia, y echando un vistazo a la tabla, el martillo y el punzón, dijo:

– Por lo que dice, deduzco que usted cree saber más que yo de medicina.

– Deduzca lo que quiera, McColl. Usted jamás ha estado en un ballenero ni ha visto las manos de un marinero que ha estado toda la noche tirando de las cuerdas en una tormenta de nieve. ¿Qué supone que hace el capitán con los dedos congelados? ¿Cree que los corta? -El semblante de Rye era amenazador-. No permitiré que esos dedos se descongelen sin intentar hacer todo lo que pueda para salvarlos. De todos modos, si no puedo, el dolor no será peor. Necesitaría una mano.

Se acercó a la cama como para acomodar los elementos, pero McColl se adelantó, interponiéndose.

– Si va a hacer lo que yo creo, no pienso participar. No quiero que me hagan responsable por huesos rotos e infecciones que…

– ¡Quítese de mi vista, McColl! ¡Estamos perdiendo tiempo!

Viendo que se esfumaban minutos preciosos, la expresión de Rye se tornaba dura y colérica.

– ¡Dalton, se lo advierto…!

– ¡Maldito sea, McColl, este hombre es mi amigo y se gana la vida como contable… escribiendo! ¿Cómo podría hacerlo sin dedos? ¡Ahora bien, o me ayuda o se aparta de mi camino! -Su voz fue casi un bramido. Empujó al otro con el hombro y se inclinó sobre la cama-. ¿Laura?

– ¿Qué?

Rye apoyó la tabla sobre el pecho de Dan, una mano de este sobre la tabla y, al fin, miró a Laura a los ojos:

– Como McColl ha decidido no ayudarme, tendré que pedírtelo a ti.

La mujer asintió en silencio, amedrentada por la tarea, porque sin duda lo que Rye tenía en mente debía de ser algo difícil de soportar.

– Sólo dime qué hacer, Rye.

Primero, Rye le dirigió una mirada tranquilizadora, y luego le espetó a McColl:

– ¿Ha traído el coñac?

El sujeto le entregó el frasco y lo miró con altanería:

– Supuse que sería para darles coraje a usted y a la señora Morgan.

Rye no le hizo caso.

– Laura, sácale el corcho y vierte un poco en la jarra. Luego, ven a sentarte sobre la cama y manten firme la mano de Dan. -Cubrió la tabla con el paño absorbente, puso la mano de Dan encima e hizo girar todo el conjunto hasta que los dedos quedaron planos.

– Dalton, terminará por romperle los dedos, se lo advierto.

«¡Si el tiempo no fuese tan esencial! -pensó Rye-, ¡le atizaría una buena en el mentón!»

– Es preferible un hueso roto que un dedo perdido. Los huesos se soldarán.

Laura ya tenía la jarra lista, pero estaba pálida y tenía los ojos dilatados por el temor. Rye hizo una pausa y la miró:

– Tienes que sostener los dedos planos mientras yo los punzo, y cuando te diga, verter coñac en los agujeros. ¿Puedes hacerlo, querida?

Por un momento, parpadeó y dio la impresión de que iba a descomponerse. Pero tragó saliva, procurando extraer fuerzas de Rye, de confiar en su decisión y, por fin, asintió.

– Bueno, siéntate ahí. Ya hemos perdido demasiado tiempo.

Laura fue al otro lado de la cama y se sentó, viendo cómo Rye colocaba con cuidado el primer dedo de Dan, de manera de que estuviese aplastado contra la tabla, y luego levantaba la vista hacia ella.

– Manténlo así.

Laura apretó el dedo contra la tela, percibiendo con horror lo rígido y helado que estaba. La invadió la náusea al ver que Rye tomaba el martillo y el punzón… una herramienta de mango de madera con una punta aguda como una pica para hielo. Apoyó la punta aguzada sobre la yema del dedo de Dan, y golpeó con el martillo una, dos veces. Laura sintió que se le cerraba la garganta al ver cómo se hundía el punzón en la carne congelada.

– Maldición, Laura, amor, no vayas a desmayarte ahora.

Al oír ese tono, a medias tierno, a medias áspero, alzó la vista y vio que Rye la miraba como dándole ánimos otra vez.

– No me desmayaré, pero date prisa.

El punzón perforó el primer dedo tres veces, en cada una de las almohadillas de las articulaciones, y luego Rye ordenó:

– Echa.

El coñac entró por los orificios y se derramó sobre el paño blanco, manchándolo de un marrón claro. Si bien McColl se negaba a ayudar, se quedó mirando, fascinado por el procedimiento y por los apelativos cariñosos que intercambiaban Rye Dalton y Laura Morgan. Tras él, un niño de pie en la entrada también observaba. Junto al chico estaba la perra, los dos tan silencioso que nadie advirtió su presencia, mientras en el cuarto silencioso se oía una y otra vez el golpe del martillo sobre el punzón, y a continuación, la orden dada en voz firme y tranquila:

– Echa.

Por fortuna, el hombre yacente seguía inconsciente: por primera vez en su vida, el alcohol cumplía un propósito útil, pues no sólo lo mantenía dormido sino que gracias a su presencia en la corriente sanguínea, Rye tenía que punzar menos veces de lo que hubiese sido necesario.

Para Laura fue muy difícil ayudar. Varias veces tuvo que contener las náuseas que la amenazaban. Las lágrimas convertían las manos de Rye y las de Dan en figuras que parecían nadar ante ella y, encorvando un hombro, se secó los ojos con la manga, se esforzó por controlar mejor sus emociones y procuró fortalecerse para sujetar el dedo que seguía.

Rye no titubeó ni una vez. Procedía con movimientos firmes y eficientes, manipulando las herramientas con delicados golpes, midiendo con gran cuidado la profundidad de cada orificio. Hasta que el último dedo estuvo bañado con coñac, Laura no volvió a levantar la vista hacia él. Al hacerlo, fue una sacudida encontrarse con que tenía el rostro ceniciento, la vista fija en Dan. Abrió la boca sorbiendo una honda bocanada de aire como si se esforzara por conservar el equilibrio y, de pronto, arrojó el martillo y el punzón al suelo y salió corriendo del cuarto. Un instante después se oyó golpear la puerta que daba al exterior.

Laura miró a los ojos a McColl y, de repente, recordó que Rye le había dicho «Laura, amor». Entonces, vio a Josh con la barbilla temblorosa y las lágrimas corriéndole por la cara. Se inclinó hacia él y lo abrazó con fuerza, besándolo en el cabello, consolándolo:

– Shh, Joshua. Papá se pondrá bien. Ya verás. No es necesario que llores. Vamos a cuidar bien a papá y, en cuanto se ponga bien otra vez, haremos que te enseñe a esquiar -Lo acostó de nuevo en la cama, lo arropó y murmuró-: Trata de dormir, querido. Yo… yo saldré a buscar a Rye.

Fue a buscar un chal de lana y salió a la noche desapacible. Rye estaba sentado sobre un banco de madera, abatido hacia delante, con la cabeza sobre los brazos cruzados. Ship estaba delante de él, gimiendo, yendo de un lado a otro y tratando de meter el hocico bajo los brazos del amo para lamerle la cara.

– Rye, tienes que entrar. No tienes puesta la chaqueta siquiera.

– Dentro de un minuto.

El viento levantó los flecos del chal y se los arrojó a la cara, y la nieve que seguía cayendo le mordió la piel expuesta. Se acuclilló junto al hombre y le puso un brazo sobre los hombros. Sintió que temblaba de manera incontrolable, y comprendió que no era sólo por el frío.

– Shh -lo consoló, como si él también fuese un chico-. Ya terminó, y has estado magnífico.

– ¡Magnífico! -Giró con brusquedad-. Si estoy temblando como un recién nacido.

– Es lógico. Has hecho algo bastante duro. Pero si ni siquiera McColl tuvo valor para hacerlo. Y yo… bueno, si tú no te hubieses mostrado tan seguro y confiado, yo me habría hecho pedazos.

Rye alzó la cabeza y se limpió las mejillas con las grandes manos, con aire exhausto.

– Hasta ahora, nunca había hecho algo así en mi vida.

Bajo el brazo, Laura sintió que los estremecimientos continuaban, y lo besó con suavidad en la coronilla, sintiendo la nieve en su cabello.

– Entra, ya. No nos convendría a ninguno de los dos pillar una neumonía.

Con un suspiro trémulo, Rye se puso de pie, y Laura se incorporó junto con él.

– Dame un minuto, Laura. Entraré enseguida. Tú ve.

Laura se volvió hacia la puerta, pero la voz del hombre la hizo detenerse.

– Gracias por tu ayuda. No podría haberlo hecho solo.

El viento gimió en la negra cúpula del cielo, y los dos se estremecieron ante la enormidad de lo que habían hecho. No hubo lugar para segundos pensamientos. Al ver que Dan los necesitaba, habían reaccionado más que actuado. Fue como revivir lo sucedido el día de la muerte de Zach. Los tres, atrapados para siempre en la misma trama, entrelazados en ella como figuras que no pudiesen cambiar el curso de sus vidas.

Capítulo 18

Cuando Rye Dalton entró de nuevo, McColl no estaba por ningún lado. Laura había encendido el fuego y estaba calentando el agua para el té. Se detuvo en la penumbra, cerca de la puerta, y al oírlo entrar ella levantó la vista, con la tetera en la mano. Mientras estuvo preocupado por Dan, Rye no tuvo tiempo de advertir cómo iba vestida. Pero en ese momento advirtió que llevaba puesta una bata de suave franela rosada, abotonada con recato desde el borde hasta el cuello alto, y con un cinturón que disimulaba sus contornos. En los pies llevaba gruesos calcetines grises. El fuego bailoteaba y parpadeaba, destacando el contorno de su cabellera, que estaba sujeta en una trenza floja y con mechones sueltos alrededor del rostro. En las puntas, relucían chispas de fuego cuando se volvió para mirarlo.

El hombre se estremeció y metió los dedos dentro de la cintura de los pantalones, para calentárselos contra el vientre, pero en ese instante Laura se movió, las miradas se encontraron y el recuerdo lo hizo temblar. Era la primera vez que se veía expuesto ante ella, ante la Laura que recordaba moviéndose por la casa en la realización de las tareas domésticas, vestida para andar por casa. Casi como si adivinase sus pensamientos, dejó la tetera sobre la mesa y se volvió hacia el fuego otra vez, haciendo bailotear la trenza entre los omóplatos cuando se inclinó adelante.

Con un profundo suspiro, Rye obligó a sus pensamientos vagabundos a volver al problema que tenían entre manos: no era momento apropiado para perderse en recuerdos ni deseos.

Atravesó la sala pero, al pasar ante la alcoba, distinguió a Josh que estaba acostado, con los ojos muy abiertos en la penumbra, mirándolo. Con las manos todavía metidas dentro del pantalón, se detuvo y miró a los ojos azules del chico con expresión franca. Dentro de la alcoba entraba suficiente luz para poder detectar el miedo y las dudas en la expresión del pequeño. Se ladeó desde la cadera y pasó con suavidad un dedo por el borde de la manta que lo cubría.

– Tu pa… -Pero el niño ya lo sabía y no tenía sentido ocultárselo. En voz baja pero extrañamente áspera, empezó otra vez-: Dan va a mejorarse, te lo aseguro, hijo. Tu madre y yo nos ocuparemos de ello.

La barbilla pequeña tembló y, de repente, en las pestañas rubias brillaron las lágrimas, aunque trataba de contener el llanto. La voz infantil, trémula, dijo:

– Ti-tiene que mejorarse, porque me… me prometió enseñarme a es-esquiar.

Por primera vez, Rye también tuvo ganas de llorar, y se le oprimió el pecho. Sintió el corazón henchido. Apoyándose en una rodilla, acomodó las sábanas bajo la barbilla del niño y dejó la mano sobre el pequeño pecho. A través de la manta, sentía la respiración temblorosa, apenas contenida. Sintió que lo inundaba una oleada de amor, y se inclinó para hacer lo que tantas veces había soñado con hacer: depositó un beso tierno sobre la frente de su hijo.

– Te lo prometo, Joshua -aseguró, con la boca contra la piel tibia que olía diferente de cualquier ser humano que hubiese tenido cerca: era una fragancia infantil, lechosa, suave, con un toque de laurel que permanecía en la casa-. Pero, entretanto, está bien que llores -susurró-. Te hará sentirte mejor y te ayudará a dormirte. -En cuanto terminó de pronunciar las palabras, las lágrimas de Josh comenzaron a brotar y el primer sollozo le cortó el aliento. Comprendiendo que debía sentirse avergonzado por haber cedido, Rye agregó en secreto-: Yo mismo he llorado muchas veces.

– ¿De ve-verdad?

Josh tiró de las mantas para secarse los ojos.

– Sí. Lloré cuando me enteré de que había muerto mi madre mientras yo estaba en el mar. Y lloré cuando… bueno, muchísimas veces. Ahora mismo, hace un rato, casi lloro pero pensé que se me congelarían las lágrimas y me vería en un aprieto.

Durante la conversación, en algún momento el llanto cesó. Rye rozó el cabello rubio en la frente del hijo,