– Buenas noches, hijo.

– Buenas noches.

Cuando se incorporó y se volvió, vio que Laura había estado observándolos. Tenía las manos fuertemente apretadas, y se mordía el labio inferior. Ella también contenía a duras penas las emociones, pues en su rostro se reflejaban tanto la ternura como el dolor. Rye dirigió la vista hacia la puerta del dormitorio, desde donde McColl los observaba. La mirada de Laura siguió la misma dirección.

Incómoda al descubrir a McColl observando algo que no era asunto suyo, Laura procuró distraerlo. Fue a buscar tres pequeños jarros que colgaban de unos ganchos fijos a la pared, y los depositó sobre la mesa.

En ese momento, a espaldas de Rye sonó otra vez la voz de Josh.

– ¿Dónde está Ship?

Rye giró.

– Está aquí, sobre la alfombra que está junto a la puerta.

– ¿Puede venir aquí, a mi lado?

Sin dudarlo, Rye ordenó en voz baja:

– Aquí, muchacha -y la perra cruzó el suelo haciendo resonar las uñas sobre la madera-. Abajo -le ordenó, y la perra, obediente, se echó sobre la barriga.

Rye advirtió que la situación no le gustaba mucho a Laura, y se apresuró a intervenir.

– Está educada para saber que su lugar está junto a la cama, no encima, Josh. Pero se quedará aquí y te hará compañía.

– ¿Estará aquí cuando yo me despierte?

Los ojos azules de Rye se encontraron con la mirada de los ojos castaños de Laura por encima de la habitación iluminada por el fuego. Después, se volvieron otra vez hacia el hijo.

– Sí, estará aquí.

Una vez más, advirtieron la incómoda presencia del boticario, que no perdía una palabra. Pero entonces, McColl carraspeó y anunció:

– Necesito un poco de agua hirviendo.

Laura llenó la tetera y luego le entregó el cazo.

– Si necesita más, volveré a llenarla.

El boticario respondió con una especie de gruñido, y desapareció otra vez dentro de la habitación. Laura y Rye se sentaron uno frente a otro a la mesa, y la mujer sirvió el té en dos tazas. El fuego restallaba y el viento aullaba fuera, y desde el dormitorio llegaba ruido de agua que era vertida.

Rye se había llevado la taza a la boca por segunda vez cuando un sexto sentido lo puso alerta. Se levantó con tanta brusquedad que empujó el banco hacia atrás y se encaminó, decidido, hacia la puerta del dormitorio, donde se detuvo con los puños apretados.

– McColl, ¿qué diablos cree que está haciendo?

Su ira rivalizó con la ventisca que soplaba fuera y, en un instante, Laura estuvo junto a él. Horrorizada, vio la taza de vidrio caliente que McColl había colocado boca abajo sobre el pecho desnudo de Dan.

– Tenemos que restablecer la circulación…

McColl estaba sacando con unas tenazas una segunda taza del cazo cuando tanto el vaso como la tenaza volaron de su mano hacia el otro extremo de la habitación.

– ¡Salga de aquí inmediatamente, McColl -rugió Rye-, y llévese sus malditas ventosas!

Enseguida giró hacia la cama, buscando algo que deslizar bajo la boca redonda de la ventosa y así romper la succión. Vio el punzón y, sin dudar, metió la punta bajo el grueso vaso en forma de cúpula, que tenía el tamaño aproximado de una nuez, y carecía de asa. Con el paño manchado de coñac, sacó la taza de la piel de Dan y, cuando lo hizo, una pequeña vaharada salió de abajo. Al ver la quemadura que había dejado, exclamó:

– ¡Maldito sea, tonto!

– ¡Tonto! -El indignado boticario miró a Dalton con expresión airada-. ¿Usted me llama tonto a mí? -La aplicación de ventosas era tan frecuente como las pildoras, porque existía el convencimiento de que el vacío creado por las ventosas calientes tenía el poder de hacer manar la sangre mala de las incisiones y de curar las dolencias respiratorias estimulando la piel y atrayendo la sangre hacia la superficie. Por eso la voz de McColl tenía un tono de desdeñosa superioridad cuando continuó-: Las personas como usted creen saber más que los hombres que han estudiado medicina, Dalton. Bueno, en lo que a mí se refiere…

– ¡Hombres que han estudiado medicina! ¡Lo ha quemado, hombre! ¡Lo ha quemado sin necesidad!

El semblante de Rye ya era una máscara de furia, y la fuerza de su voz sacudió las vigas del tejado.

– Yo no inventé la cura, Dalton. Me limito a aplicarla.

– ¡Y bien que la disfruta!

La cólera de Rye se renovó, pues supo que si no se le hubiese ocurrido asomarse a la habitación cuando lo hizo, seguramente McColl habría cubierto todo el pecho de Dan con esas dolorosas «curalotodo». Si el individuo hubiese manifestado la menor señal de compasión hacia el paciente, tal vez su cólera se hubiese aplacado.

En cambio, McColl fue a recuperar la taza del suelo, valiéndose del pañuelo para sujetarla, y fue hacia donde estaba Dan para recoger su bolso.

– Las quemaduras son un infortunado efecto secundario pero, a la larga, es por el bien del paciente -afirmó con superioridad el boticario.

La profunda estupidez y lo lamentable de esas ideas fue más de lo que Rye podía tolerar. Cuando McColl pasaba, se volvió rápidamente y le apretó la taza caliente contra la mejilla.

El hombre se apartó de un salto, acariciándose el sitio con las yemas de los dedos mientras iba enrojeciéndose cada vez más. Dirigió a Rye una mirada de odio.

– Usted está loco, Dalton -gruñó-. Primero me llama pidiendo ayuda, y luego aplica sus extraños métodos y me impide a mí efectuar los tratamientos aceptados, ¡pero me ocuparé de que reciba un castigo por este… por este insulto!

– ¿Cuántos otros métodos pensaba aplicarle para torturarlo? ¡No soy yo el que está loco, McColl, sino usted! ¡Usted y los de su clase, que practican semejantes atrocidades en nombre de la medicina! ¡Y yo no mandé a buscar a usted sino al doctor Foulger, aunque no sé si sus métodos son menos funestos que los de usted! ¿Qué sintió, eh, McColl? ¿Le ha gustado que lo quemara? ¿Acaso cree que a Dan le gustó más que a usted? -A cada acusación daba otro paso adelante, hasta que el boticario se vio junto a la puerta de la habitación. Ahí, le dijo entre dientes-: ¡Y ahora, llévese su elegante maletín, vayase de aquí y no aparezca nunca más!

– ¡Pe-pero… mis ventosas!

Los ojos dilatados de McColl dirigieron su mirada hacia el cazo que todavía estaba sobre la cómoda.

– ¡Se quedarán exactamente donde están! -concluyó Rye-. ¡Fuera!

Con un dedo tembloroso, le indicó la salida. McColl recogió su capa, se volvió y salió corriendo. Laura, con los ojos muy abiertos y el rostro ceniciento, se inclinaba sobre Dan, acongojada por la herida innecesaria inferida a un hombre que no estaba en condiciones de defenderse de semejante tratamiento.

Cuando Rye se volvió hacia ella, notó de inmediato que la quemadura circular había tomado un intenso color rojo y ya comenzaba a ampollarse.

– Oh, Cristo, mira lo que ha hecho ese maldito imbécil.

Sin detenerse, salió de la habitación y volvió instantes después con un puñado de nieve, que puso sobre la quemadura.

La nieve se derritió al instante, y Laura encontró el paño con las manchas de coñac, y con él enjugó los regueros que se habían formado.

– Oh, Rye, ¿cómo es posible que McColl haya hecho algo así?

Tenía lágrimas en los ojos. La mano con nieve tembló de ira.

– ¡Ese hombre es un idiota! Él y todos los de su raza. Lo que van a conseguir con todos esos métodos criminales -las sanguijuelas, las ventosas, las espuelas- es que se los someta a ellos a sus propias curas, y así pronto se convencerán de no hacer sufrir a otros con ellas.

– Prepararé un poco de ungüento para curarlo. ¿Cómo están los dedos de Dan?

La pregunta de Laura distrajo la atención de Rye, y sus nervios se apaciguaron. Revisó los dedos, que empezaban a calentarse y a sangrar. Levantó la vista hacia la mujer, y en la profundidad de los ojos azules había dolor.

– No voy a mentirte, amor. Antes de que esto termine, sentirá mucho dolor.

Los dos contemplaron al hombre que yacía en la cama, y luego se miraron otra vez entre sí.

– Lo sé. Pero nosotros estaremos aquí para ayudarle a soportarlo. Los dos.

La luz tenue de las velas acentuaba las largas líneas de fatiga a los lados de la boca de Rye. Y, desde donde estaba, Laura pudo distinguir cada una de las marcas de viruela en el rostro, como sombras redondas.

– Sí, los dos.

Se hizo un silencio trémulo en el cual la promesa pareció cobrar gravedad, hasta que la mujer se dio la vuelta en silencio y salió del cuarto.

Vendaron las manos de Dan con tiras de hilo y las cubrieron con un par de mitones, después le aplicaron ungüento de hamamelis a la quemadura, la cubrieron con un cuadrado de franela suave, y luego lo arroparon con un edredón de plumas y volvieron a la sala, a esperar.

Laura fue hacia el hogar a recalentar el té, pero miró sobre el hombro al oír que Rye le decía en voz queda:

– Mira.

Estaba de pie junto a la cama de Josh, escudriñando en las sombras de la alcoba. Laura se acercó hasta la espalda ancha, y mirando por el costado, vio a Ship profundamente dormida a los pies de la cama, acurrucada sobre los pies de Josh, y que este también dormía del mismo modo. Rye miró a la mujer que estaba junto a él. Laura alzó el rostro y, por un instante, el hombre vio que ahí había paz. Vio que los ojos de color café recorrían sus facciones deteniéndose en el cabello, los ojos, los labios, las patillas, para posarse por fin en los ojos. Afuera, el viento sacudía las persianas, y a espaldas de Laura, se quebró un tronco y cayó contra la reja con un suave siseo. Lo que más quería Rye en el mundo era rodearla con sus brazos, apoyar la mejilla sobre su cabeza, cerrar un momento los ojos y sentir la cara de Laura apretada contra su pecho. Pero no lo hizo. Mantuvo los dedos metidos en la cintura del pantalón, inventando banalidades para sortear la peligrosa situación.

– Lo siento, Laura. Recuerdo que no te gustaba que los perros se subieran a las camas. ¿Quieres que la haga bajar?

– No. Josh la necesita tanto como… -Se contuvo antes de decir, «como yo a ti». Pero la mirada perspicaz de Rye le dio la certeza de que había entendido las palabras aunque no las pronunciara. Otra vez, sintió que tenía que decir algo-: Gracias por venir, Rye.

– No tienes que agradecerme nada, lo sabes. Nada me impedirá venir cuando tú o Dan me necesitéis. -Reflexionó un momento, y luego su boca esbozó una media sonrisa-. Curioso, ¿no? Todos los isleños saben eso. Fui el primero al que se les ocurrió acudir cuando encontraron a Dan así como acudieron a él cuando creyeron que yo me había ahogado.

Guardaron silencio un minuto, y volvieron a reflexionar sobre cómo se habían invertido los papeles de los dos hombres en la vida de Laura hasta que ella admitió:

– No sé qué hubiera hecho sin ti. No me hubiese podido enfrentar a McColl como tú lo hiciste, ni sabido qué era lo mejor para Dan.

Rye suspiró y echó una mirada hacia la puerta del dormitorio:

– Ojalá hayamos hecho lo mejor para él. -Y posando la vista sobre el cabello de Laura, le preguntó-: ¿Ya está listo el té?

Ella lo precedió hacia el hogar, y Rye se dejó caer sobre uno de los bancos, junto a la mesa, mientras la mujer colocaba dos jarras calientes y se sentaba enfrente de él.

Como era natural, sus mentes retrocedieron cinco años en el tiempo, a la última vez que habían compartido esa mesa. Al levantar la vista, Laura se encontró con la mirada de Rye contemplándola mientras se llevaba la taza a los labios. Sorbió, y la arruga que tenía entre los ojos se ahondó. Clavó la vista en la taza.

– Miel… te has acordado.

Los ojos azules otra vez se clavaron en los de ella, por encima de la taza.

– Pues claro que me he acordado. Debo haberte preparado té con miel y nuez moscada cientos de veces.

El aromático brebaje caliente evocó muchos recuerdos, aunque los dos sabían que era peligroso revivirlos.

– Cuando estaba en el barco y había tormentas de nieve en noches muy parecidas a esta, pensaba en sentarme contigo de este modo, junto al fuego, y entonces hubiese cedido todas mis ganancias por tener una taza de té.

– Y yo hubiese dado otro tanto por poder preparártela -concluyó ella, con sencillez.

Era la primera vez que Rye expresaba arrepentimiento por la decisión que había tomado. Ella trató de fijar la vista en cualquier cosa que no fuese él pero, al parecer, sus ojos no estaban dispuestos a obedecerla, y una y otra vez las miradas de los dos se enredaron. Alzaron las tazas, bebieron hasta que, de pronto, Rye estiró las largas piernas y chocó con la rodilla de Laura. Entonces, ella la retiró a lugar seguro y, al mismo tiempo, él se sentó más erguido.

Por primera vez, Rye se percató del punzante aroma a laurel que llenaba la habitación. Miró hacia el hogar, a las piedras que había en un lado, y descubrió los moldes de las velas, los cestos con bayas, uno de los cuales se había volcado, y el cazo de mango largo para extraer la cera derretida. Se dio la vuelta lentamente para mirarla.