– Has estado haciendo velas con bayas de laurel.

La mujer asintió, alzó la vista y volvió a bajarla rápidamente. Rye cerró los párpados, inhaló una gran bocanada de aire con fragancia a laurel, y dejó caer un poco la cabeza.

– Ahhh… -El sonido retumbó en su garganta, con prolongado deleite, y luego la miró otra vez-. Qué recuerdos me evoca este perfume.

Era como si el perfume de las bayas envolviera su cabeza como un rico incienso, trayéndole recuerdos de él y de Laura, más jóvenes, buscando intimidad entre los arbustos de laurel. Y después, ya casados, cuando llegaba la época en que ella fabricaba velas, una noche, en una orgía de exageración, encendieron seis perfumados cirios, los colocaron alrededor de la cama y se deleitaron mutuamente dentro del círculo de dorada luz parpadeante, sintiendo que la esencia les perfumaba la piel.

Ahora, sentados en ese cuarto que también llenaba la misma fragancia, tenían aguda conciencia del otro como hombre y como mujer, igual que les había pasado toda la vida. Las llamas danzarinas proyectaban luces cambiantes en los rostros de los dos, y daba a la manga de la bata de Laura un intenso color de melón. Había recurrido tan a menudo a su taza que ya estaba vacía, y se decía que debía ir a buscar más agua para romper el encanto. Pero antes de que pudiese hacerlo, Rye apoyó la mano derecha sobre la mesa, entre los dos, con la palma hacia arriba. Laura miró los dedos largos y después los ojos del color del mar azul, que seguían fijos en los de ella. Le dio un vuelco el corazón, y aferró el asa de la jarra bajando otra vez la mirada hacia la mano callosa que la esperaba.

– No te preocupes -dijo él, en voz baja y ronca-. No le haría eso a Dan mientras está tendido inconsciente. Es que necesito tocarte.

Laura movió la mano lentamente hasta apoyarla en la suya, y entonces los dedos de Rye se cerraron con suavidad sobre los de ella, y la muchacha pensó en algo apropiado para decir, pero todo lo que se le ocurría era íntimo.

– Rye, recibí el mensaje que me enviaste sobre Josh. Pensaba darte las gracias por enviármelo aquel día que yo fui a la tonelería a encargar la tapa, pero me dejé llevar por la cólera, y…

– Yo lamento lo que dije aquel día, y por no bajar el día que fuiste a buscar la tapa. Yo sabía que estabas ahí, en la planta baja, y te oí decirle al viejo que querías hablar conmigo.

– Oh, no, Rye, yo soy la que debo disculparme por lo que dije aquel día con respecto a DeLaine Hussey. Después comprendí lo injusta que fui al pretender imponerte restricciones mientras yo… bueno… -Dejó la idea inconclusa, y preguntó-: ¿Cómo descubriste que Josh sabía que tú eras su padre?

– Vino a la tonelería a negarlo, me dio un puñetazo en el estómago y se fue, llorando.

Sin advertirlo, Laura cubrió la mano de Rye con la que tenía libre.

– Oh, no, Rye.

Su mirada se notó triste y los labios esbozaron un gesto de compasión.

– Me di cuenta de que estaba muy perturbado, y después de eso me preocupaba por él día y noche, pensando qué pasaría por su mente y por la tuya. Entonces, cuando fuiste a la tonelería, yo… no me molesté siquiera en averiguar cómo lo había descubierto y cómo lo tomaba.

– Jimmy se lo dijo…

Le relató lo sucedido aquel día y, cuando terminó, Rye fijaba la vista en las manos unidas y le acariciaba los nudillos con el pulgar.

– ¿Le contaste lo nuestro? ¿Cómo comenzó?

– Lo hice. Traté de explicarle todo de manera que pudiese entenderlo, le hablé de nuestra infancia, por qué te fuiste de viaje y cómo me sentí cuando creí que estabas muerto, hasta el momento en que regresaste.

– ¿Cómo reaccionó?

– Quiso saber si estaba casada con los dos, y si los dos…

Pero resolvió que era preferible no terminar la frase. Rye le lanzó una mirada penetrante, y Laura comprendió que lo sabía, aunque no se lo hubiese dicho. De manera intuitiva, supo lo que él buscaba: la tranquilidad de que Josh iba haciéndose a la idea de su paternidad. En la frente de Laura se formaron líneas de preocupación.

– Oh, Rye, sus certezas se han visto sacudidas hasta los cimientos. A medida que pasa el tiempo veo cómo cambia, y creo que está empezando a aceptar la verdad, pero no puedo saber con certeza cuáles son sus sentimientos. Creo que esta situación lo confunde mucho.

Rye suspiró, con la vista fija en el jarro, mientras lo movía sobre la mesa en círculos.

Laura se soltó la mano y fue a buscar agua otra vez. Cuando se sentó otra vez frente a Rye, sostuvo la jarra con ambas manos y, mirando las volutas de vapor afirmó en voz baja:

– De modo que has estado viendo a DeLaine Hussey.

Levantó la vista: el rostro de Rye estaba sombrío y la miraba como dudando cómo responderle. Al fin, se enderezó.

– Sí, la he visto… un par de veces.

Laura bajó la vista hacia la mesa, donde estaba la mano de Rye. La fijó en el dorso donde sobresalían dos venas abultadas en medio de la firme piel tostada.

– Me dolió cuando lo supe -admitió, en tono apagado.

– No lo hice para herirte sino porque me sentía solo.

– Lo sé.

– Ella aparecía continuamente por la tonelería…

– No tienes por qué explicármelo, Rye. Eres libre de…

– No me siento libre. Nunca me sentiré libre de ti.

El corazón de Laura desbordó de renovados sentimientos, y aunque había dicho que no se necesitaban explicaciones, no pudo menos que preguntarle:

– ¿Lo pasaste bien con ella?

– Al principio, no, pero… oh, bueno, diablos, olvídalo, Laura. -Rye apartó la vista-. No significa nada para mí, nada en absoluto. Cuando la besé, yo…

– ¡La besaste!

La mirada alarmada de Laura voló hacia él, y sintió que se le estrujaba el corazón.

– No me has dejado terminar. Cuando la besé, descubrí que estaba comparándola contigo, y cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, de pronto me sentí… No sé qué fue… supongo que me sentí desleal, vacío.

– ¿Sin embargo, después volviste a verla?

– Oh, Laura, ¿por qué preguntas esas cosas?

– Porque hace años que DeLaine Hussey te echó el ojo.

– Te repito que no tengo intenciones con respecto a ella, aunque ella me lo ha propuesto…

Se interrumpió de golpe y bebió un gran sorbo de té.

– ¿Qué te propuso?

Rye apretó los labios, frunció el entrecejo y se maldijo por haber hablado más de la cuenta. Laura en cambio abrió la boca como si su té estuviese demasiado caliente, pero cuando Rye la miró, vio que tenía el rostro contraído en una mueca de repudio.

– ¿Qué fue lo que te propuso, Rye?

– ¡Oh, bueno, está bien! ¡Que me casara con ella! -admitió, irritado.

En ese instante, Laura experimentó la amargura que pretendía que él se tragara cada vez que la veía con Dan, o que se los imaginaba juntos. Lo que sintió fueron celos, teñidos de enfado ante la idea de que otra mujer pudiese alardear de tener derecho sobre el hombre que había considerado suyo casi toda su vida. Se le oprimió el estómago y enrojeció.

– Ya te he dicho que ella no significa nada para mí.

– ¿Por eso has estado pensando en irte de Nantucket y empezar de nuevo en la frontera, con ella… porque ella no significa nada para ti?

No hacía más que dar manotazos a ciegas, pero mientras tanto observaba la reacción de Rye y, al ver que no lo negaba, sintió la cabeza vacía y embarullada.

Lo que hizo fue vaciar la jarra, pasarse el dorso de la mano por los labios y ponerse de pie.

– Estás cansada, Laura. ¿Por qué no intentas dormir un poco, mientras yo cuido a Dan? Si sucede cualquier cosa, te despertaré.

De repente, sintió frío, como si no tuviese sangre, cuando Rye dio la vuelta a la mesa, la sujetó por el codo y la hizo levantarse. «Dime que me equivoco. Oh, Rye, no pienses, siquiera, en algo así».

Sin embargo, sabía que estaba pensándolo, y no necesitaban seguir hablando para que ella supiese por qué. Jane se lo había dicho sin rodeos: la isla no era lo bastante grande para los tres. Y, finalmente, era Rye el que tenía que tomar la iniciativa para que los tres tuviesen más espacio.

Alzó la vista hacia él, los dos de pie en medio de la habitación fragante por las bayas de laurel, mientras el fuego extendía lánguidos dedos de color anaranjado. El viento abofeteaba la casa y la nieve siseaba deslizándose por la pendiente del tejado.

Pero aunque seguía esperando que lo negara, Rye se limitó a sugerir:

– ¿Por qué no te acuestas junto a Josh un rato? Me parece que hay sitio para uno más.

En la casa no había ningún otro lugar donde pudiera acostarse y, aunque no quería dormir, tampoco quería pensar. Y, en realidad, no quería enfrentarse a la verdad que veía en los ojos azules de Rye. Por eso, cuando la hizo darse la vuelta hacia la alcoba, empujándola por la parte baja de la espalda, sólo se resistió a medias y susurró:

– Pero tú también estás cansado.

– Si me da sueño, te despertaré para que vigiles.

Obediente, Laura se subió a la cama, apartó las mantas y se metió, acurrucándose contra el pequeño cuerpo tibio de su hijo. El peso de la perra se apretaba contra sus pies, pero le bastó con alzar las rodillas y ponerse de cara a la pared, sin importarle ni tener en cuenta lo atestado que estaba el lugar. Se abrazó a Josh y sintió, tras ella, que Rye llevaba una silla al dormitorio. Oyó que golpeaba un poco el suelo, y luego, un largo y hondo suspiro.

Trató de no pensar en que DeLaine Hussey le proponía matrimonio a Rye, y de no imaginarse a este hablando con un desconocido de apellido Throckmorton. Pero tras los párpados cerrados aparecieron esas imágenes, mezclándose con la extraña visión de Rye sentado en una silla a la cabecera de Dan, cuya vida estaba ahora en sus manos.

Capítulo 19

Los vientos de la noche aullaban, y la furia del Atlántico golpeaba contra las destartaladas cabañas de Nantucket. En la habitación en saledizo de Crooked Record Lañe, Rye Dalton, sentado en una silla Windsor con los pies apoyados en la cama, dormitaba y se estiraba alternativamente. Dan seguía dormido y casi no se movía, salvo por los esporádicos movimientos convulsivos de los dedos dentro de los mitones. Rye se inclinó hacia adelante y apoyó la palma de su frente: parecía más caliente. La mano izquierda de Dan se contrajo de nuevo, y Rye se preguntó cuánto tiempo faltaría para que despertase. Cuando lo hiciera, sufriría horrendos dolores. ¿Llamaría? ¿Lo oiría Josh? ¿Laura tendría que presenciar también el dolor de Dan? Deseó poder evitárselos.

Se sujetó la mano derecha con la izquierda, apoyó los codos en las rodillas y se inclinó hacia delante, apoyando la barbilla en los nudillos fríos, y se dedicó a contemplar a Dan. Daba la impresión de respirar cada vez con más dificultad, y viendo cómo subía y bajaba su pecho bajo las mantas sus pensamientos vagaron en fragmentos dispersos… mi amigo, recuerdo que, cuando éramos niños, compartíamos el camastro… ¿por qué no puedes controlar la bebida?… Amo a tu esposa… sabías que estuvimos juntos el día que murió Zachary, ¿no?… Jesús, hombre, mira lo que te has hecho… En realidad, no quisiera estar aquí sentado, pero el corazón me dice que debo hacerlo… Me marcharé de la isla al llegar la primavera… no hay otra alternativa., tranquilo, amigo, no muevas así las manos… Ojalá llegara el alba… Tengo que bajar a decirle a Hilda lo que pasó… Laura adivinó la verdad en mi rostro… dejarla mataría una parte de mí, pero… Josh tiene un olor delicioso… tu respiración empeora… ¿y si murieses, Dan?…

El sombrío pensamiento lo obligó a enderezarse, y saltó de la silla horrorizado por lo que se le había ocurrido. Miró la hora: eran las cinco de la madrugada. Había estado dormitando, y no era completamente responsable de los vagabundeos azarosos de su mente. Se estiró y fue en silencio hasta la sala para echar un tronco al hogar. Cuando la madera encendió y llameó, se acuclilló delante con los codos en las rodillas y la vista fija en el fuego, pensando otra vez en esa cosa espantosa. Supongamos que Dan se muera…

Después de varios minutos se incorporó, suspiró, se pasó la mano por el cabello y fue con paso lento hacia la alcoba, masajeándose la nuca.

Los tres dormían profundamente, y sólo tocó a Ship que sintió la presencia del amo y levantó la cabeza soñolienta, estiró las patas, se estremeció y volvió a dormirse. Rye acarició con la mirada la curva de la espalda de Laura, aunque estaba tapada con las mantas hasta la barbilla. La trenza desecha estaba sobre la almohada y caía sobre el borde de la manta pero, cuando deslizó la mano con suavidad por la cabeza de la perra, contuvo el deseo de tocar a la mujer, y se dio la vuelta para seguir su vigilia en el dormitorio.

Acomodó otra vez el cuerpo largo en la silla de respaldo duro pero, al languidecer el fuego la habitación se había enfriado, y cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho, apoyando de nuevo las pantorrillas cruzadas sobre la cama. Observó el ascenso y descenso del pecho de Dan y dudó si era su imaginación o si se había acelerado. Pero pronto se le cerraron los párpados, y el tronco que había agregado aumentó un poco el calor que se colaba por la puerta, de modo que pronto estaba profundamente dormido, con el mentón clavado en el pecho.