– ¡Mamá, vienen dos personas!

– ¿Dos personas?

– ¡Creo que es la abuela!

Laura fue junto a la silla de Josh y miró afuera. Era Hilda Morgan que había desafiado a los elementos, junto con Rye y la perra. Abrió la puerta y dio la bienvenida a la acongojada mujer con un breve roce en las mejillas. Junto con ella entraron la nieve y el viento, haciendo bailotear el fuego y las cenizas en el hogar, con la corriente que se formó.

– ¿Cómo está? -preguntaron al unísono Rye e Hilda, en cuanto la puerta se cerró.

– No ha habido cambios.

Se sacudieron la nieve de los pies, y Hilda vio la tienda casera que habían armado alrededor de Dan.

– Al parecer, habéis estado bastante atareados -comentó, al tiempo que le entregaba el abrigo a Laura y se acercaba a la alcoba.

La madre de Dan se quedó hasta el atardecer. Fue de gran ayuda para Laura, pues se turnó con ella para remover la infusión de bayas, colocó las mechas en los moldes y ayudó a verter la cera. Era una mujer astuta, que captó de inmediato la situación y la interpretó correctamente. Si bien Laura y Rye le habían ahorrado la verdad acerca del modo en que Dan se encontró en semejante atolladero, Hilda era la antítesis de Dahlia Traherne, y afrontaba la vida cara a cara, sin permitirse autoengaños. Había deducido que el apego de Dan al alcohol era responsable del estado en que se encontraba, antes incluso de que Josh le informara de todo lo que había sucedido en la casa la noche anterior. También notó el cuidado con que Rye y Laura evitaban mirarse o cruzarse en sus movimientos por la casa.

Pero cuando los tres hicieron una pausa a últimas horas de la tarde para compartir una sidra caliente, antes de que Hilda regresara a la casa, esta los sorprendió a los dos admitiendo, sin rodeos:

– Mi hijo es un tonto, y nadie lo sabe mejor que yo. Sabe perfectamente que vosotros dos os pertenecéis, pero se niega a admitirlo. El día que tú regresaste, Rye, le dije que si retenía a Laura lo haría contra la voluntad de ella. Se lo advertí: «Dan -le dije-, tienes que afrontar la realidad. El niño es suyo y la mujer también, y cuanto antes aceptes eso, mejor te sentirás».

Contempló las caras de sorpresa que tenía delante, y prosiguió con vivacidad:

– No soy tan ciega como para no ver lo que ocurrió aquí. Y no soy tan ignorante como para no comprender que podríais haberlo dejado perder los dedos o morir de neumonía. Lo único que espero, y rezo por ello, es que cuando despierte comprenda todo el amor que hizo falta, de parte de los dos, para hacer lo que habéis hecho por él. -Por encima de la mesa, cubrió las manos de ambos con las suyas, les dio un firme apretón, y agregó-: Os doy las gracias a los dos desde el fondo de mi corazón. -Luego, sin hacer caso de la incomodidad de ambos, dio un último sorbo a la jarra y se puso de pie-. Y ahora, será mejor que arrastre mis viejos huesos por la nieve, de vuelta a casa, antes de que caiga la noche. -Cambiando de tono, dijo con burlona severidad-: Bueno, Rye Dalton, ¿vas a quedarte todo el día ahí sentado, o vas a acompañarme hasta la puerta de mi casa?

Para mayor asombro de Rye, después de eso Hilda dijo una sola cosa. Se abrieron camino con dificultad entre la nieve, con las cabezas bajas para protegerse de la furia del viento y, cuando llegaron a la casa, encorvando los hombros, Rye esperó a que entrase para poder regresar.

La mujer se volvió hacia él. El viento le hacía revolotear el chal y le encendía la nariz de un rojo brillante, pero le gritó, sobreponiéndose a la tormenta:

– Esa mujer Hussey no es para ti, Rye, por si has pensado que lo era.

Tras lo cual abrió la puerta y desapareció. Rye se quedó mirando la puerta cerrada, atónito. ¿Había algún habitante de la isla que creyese que Laura pertenecía a Dan?

Adoptó la súbita decisión de pasar otra vez por la tonelería, para contarle a Josiah cómo iban las cosas. Y, mientras estaba allí, aprovecharía para lavarse, afeitarse, cambiarse la ropa y peinarse. Sólo entonces advirtió que la perra fiel se había quedado con su hijo.


Cuando abrió la puerta de la casa de la colina, lo primero que notó fue que Laura también había dedicado algo de tiempo a acicalarse. Tenía el cabello del color de la nuez moscada sujeto en una pulcra trenza en la nuca, y se había puesto un sencillo vestido limpio de velarte gris, sobre el cual había ceñido un delantal blanco, largo hasta el suelo. Rye colgó la chaqueta del perchero, se sacudió la nieve de los pantalones, y al acercarse a la mesa, vio que estaba puesta para tres. Josh y Ship estaban enzarzados en una batalla por un trapo, y Laura daba vuelta a unos panecillos, sacándolos de sus moldes de hierro. Por un momento, se permitió la fantasía de que todo era como aparentaba ser: un hombre que volvía al hogar, junto al hijo, al perro, y a su esposa, que circulaba por la cocina sirviendo la cena en la mesa.

«Qué ironía -pensó-. Es como parece, aunque no lo sea».

Un movimiento inquieto en la alcoba le recordó la presencia de Dan.

– ¿Cómo está?

– La tos es peor, pero más floja.

– Bien… bien.

Rye se acercó al fuego, extendió las manos y se las frotó entre sí. Laura iba de acá para allá, atareada en pequeñas labores domésticas. Los comentarios de Hilda perduraban en sus mentes, y en ese momento creyeron que no podrían mirarse.

– Me parece que el viento ha amainado un poco -comentó Rye.

– ¡Oh, qué buena noticia!

Laura compuso una expresión radiante, pero de inmediato, al encontrar la vista de Rye fija en ella, se volvió.

Rye contempló el fuego. Laura había dejado de hervir bayas pues necesitaba la lumbre para preparar la cena. Él miró hacia atrás sobre el hombro, vio los tres platos en la mesa y contó los meses, los años que había esperado una noche así.

– Josh, la cena está lista. Ven a la mesa -lo llamó la madre. Rye dio la espalda al fuego y se quedó ahí, vacilante, viendo cómo ella colocaba el último plato servido sobre la mesa y luego hacía sentarse al niño en su lugar.

Cuando levantó la vista, vio a Rye mirándola. A la luz tenue de la vela y del resplandor de las llamas, los iris azules parecían zafiros brillantes.

– Siéntate, Rye -lo instó, con voz suave.

El corazón del hombre brincó y, de pronto, se sintió como un niño, un poco confuso, como la primera época del matrimonio, cuando Laura preparaba la comida y lo llamaba a la mesa.

Cuando estuvieron todos sentados, le pasó a Rye una sopera conocida: había sido de su abuela. Levantó la tapa y se encontró con una de sus comidas preferidas: suculentos trozos de carne de venado, cubiertos de una sabrosa salsa marrón.

Josh advirtió que había diferencias entre el modo en que se miraban Rye y su madre y esta y Dan, y si bien entendía que Rye era su verdadero padre, aún adjudicaba ese título sólo al otro. Pero al presenciar el intercambio de miradas entre los dos adultos que compartían la mesa con él, se preguntó a qué se debería el rubor en las mejillas de su madre y la satisfacción del tonelero a cada bocado que daba.

La cena transcurrió en un clima tenso. La poca conversación que hubo se interrumpía de pronto, hasta que por fin rompían a hablar los dos a un tiempo. Cuando terminaron, Rye fue a ver a Dan, le cambió la venda de la quemadura y notó que expectoraba una flema verde: buena señal. Extendió un cuadrado de franela sobre la almohada, lo volvió de lado y le levantó la espalda con varias almohadas.

– ¿Por qué haces eso? -preguntó Josh.

– Para que no se asfixie -le respondió.

Josh se asombró de que un hombre supiera tanto, y añadió el último detalle a su lista cada vez más grande de observaciones acerca del modo en que Rye y mamá cuidaban de papá. Muchas de las cosas que advertía en el alto tonelero lo intrigaban. A veces tenía que esforzarse mucho para no hablarle, pues aún sentía que, si lo hacía, sus lealtades estarían divididas, cosa que resultaba incorrecta para su mente infantil.

Por eso, cada vez que Rye trataba de incluirlo en la conversación durante la cena, Josh se negaba a participar. Además, dentro del niño bullía la culpa por lo que había dicho y hecho el día que irrumpió en la tonelería.

En el comedor penumbroso, Ship había terminado su propia cena, y como el chico no pudo convencerla de jugar, porque estaba ahita, se dedicó a mirar a Rye, que iba hasta donde estaba el perchero y sacaba del bolsillo de la chaqueta un cuchillo y un trozo de madera. Sin decir palabra, el hombre colocó una silla cerca del fuego, se sentó, estiró las piernas hacia delante y apoyó los talones en el borde del hogar. Silbando entre dientes, con el cuchillo corto iba sacando un largo rizo de la madera, que caía sobre sus piernas. Pero aunque la tarea atraía la atención de Josh, este aún se mantenía en guardia.

Laura colgó una nueva olla con bayas a hervir sobre el fuego, y ella y Rye se turnaron para cuidarlas. Entre uno y otro turno, Rye se sentaba, contento, tallando el trozo de madera.

Laura acostó a su hijo en la cama de matrimonio y, al besar a su madre, el pequeño preguntó:

– Esta noche, ¿Rye se quedará?

– Sí. Tenemos que turnarnos para cuidar a papá.

– Ah. -Josh adoptó una expresión pensativa, y luego preguntó-: ¿Qué está haciendo?

Apartó los sedosos mechones de la frente del hijo, y sonrió.

– No sé. ¿Por qué no se lo preguntas?

Josh lo pensó unos momentos, y luego le hizo una pregunta sorprendente:

– ¿Por qué lo miras todo el tiempo de esa manera tan rara?

Sobresaltada, respondió con lo primero que acudió a su cabeza:

– ¡No sabía que hacía eso!

Cuando volvió a la sala, Rye había abandonado el tallado y estaba inclinado sobre Dan, revisándolo otra vez. Se enderezó sin saber que Laura estaba detrás de él, viendo cómo se apoyaba una mano en la espalda y otra en la nuca, arqueaba la espalda y lanzaba un profundo suspiro.

– Rye, hace cuarenta y ocho horas que no duermes bien.

El aludido se irguió de golpe, y se volvió:

– Estoy bien. Anoche dormí un poco.

– ¿En esa silla que está junto a la cama?

– Todavía tenemos que seguir hirviendo bayas, y convendrá que las mantengamos por lo menos hasta la mañana.

– Necesitas descansar un poco.

– Sí, después… dentro de un rato.

Dan tosió. Rye le limpió los labios, y luego cerró la puerta para que pudiera juntarse vapor otra vez.

Laura fue hasta el fuego y, con gesto de cansancio, se puso a remover las bayas con la cuchara. Percibió que Rye se movía silenciosamente detrás de ella.

– ¿Sabes una cosa? -Rió-. Antes me encantaba fabricar velas de bayas de laurel. Pero, cuando esto termine, creo que no volveré a hacer una mientras viva.

Sintió que las manos de Rye abarcaban los fatigados músculos que iban desde su cuello a sus hombros y cerró los ojos, dejando de hacer girar la cuchara. Suspiró, agotada, echando la cabeza atrás hasta que entró en contacto con el pecho duro del hombre.

– Laura -murmuró con ternura, haciéndola volverse.

– Oh, Rye…

Lo miró a los ojos un instante, luego cerró los suyos y descansó contra el torso firme, sintiendo la mejilla de él apretada contra su pelo, y los brazos de los dos que rodeaban apretadamente al otro. Fue más un abrazo de agotamiento que de deseo, un modo de intercambiar fuerzas, una afirmación de apoyo y, quizás, un consuelo.

Por largo rato, no hablaron. Laura tenía las palmas apoyadas en la espaldas sobre el suéter, y sentía la áspera textura bajo la mejilla. Volvió a oler esa fragancia de cedro atrapada en la lana y, a través de ella, sintió el calor de su cuerpo.

Rye aspiró el aroma del laurel, y rozó suavemente con los labios las hebras sedosas del cabello de Laura, mientras le oprimía el antebrazo y luego lo frotaba, con gesto tranquilizador.

– Va a vivir -murmuró Rye, con la boca aún pegada al cabello de la mujer.

– Gracias a Dios -comentó, con un suspiro de alivio. De repente, sintió que las rodillas de Rye temblaban de puro cansancio. Entonces se dio la vuelta y vio que tenía los ojos inyectados en sangre-. Todavía tengo energía para unas horas. Por favor, Rye, ¿quieres irte a descansar? Te prometo que te despertaré a medianoche. Ve, y tiéndete junto a Josh.

El cerebro de Rye ya casi no podía funcionar, y no tenía fuerzas para resistir la tentación de cerrar los ojos y rendirse al olvido. Así fue cómo durmió en su propia cama por primera vez en cinco años, si bien no del modo que hubiese querido, con Laura junto a él. Se durmió con la suave respiración del hijo acariciándole la muñeca que tenía estirada sobre la almohada, entre los dos.


Se despertó en medio de la noche, oyendo los ruidos de la tormenta que iba perdiendo fuerzas, la respiración regular de Josh y luego la tos persistente de Dan. Se incorporó, alerta, echó una mirada a Josh y se bajó de la cama con los calcetines. Eran más de las tres de la mañana. Las brasas ardían; una nueva tanda de velas colgaba de las mechas de un torno puesto entre dos sillas. En la mesa, junto a Laura, ardía una vela, y la mujer estaba echada sobre la mesa con un brazo extendido, completamente dormida.