La tos de Dan pasó, y el enfermo farfulló algunas incoherencias y después se quedó tranquilo otra vez. Rye fue junto a la cama, le tocó la frente y notó que estaba más fresca. Después, regresó junto a Laura y, pasándole los brazos por debajo de las rodillas y de la espalda, la levantó del banco.
La mujer levantó los párpados y volvió a cerrarlos, como si le pesaran.
– Rye…
Apoyó la frente en el hueco de su cuello y lo rodeó con la mano derecha, mientras él la transportaba hasta el dormitorio. Incoherente, más dormida que despierta, dijo con voz densa y ahogada:
– Rye, te amo.
– Lo sé.
La depositó con ternura junto a Josh, y la arropó con el edredón hasta las orejas.
Con los últimos vestigios de conciencia, Laura sintió los labios tibios que se le posaban sobre la frente, y se acurrucó en la cama que aún retenía el calor del cuerpo de Rye.
Al día siguiente, Rye y Laura continuaron la vigilia, pero ya revitalizados. Uno de los dos estaba siempre junto a Dan. Cuando le tocaba a Rye, casi siempre levantaba los pies, reanudaba el tallado de la madera, acompañado como antes por un suave silbido y fingiendo que no notaba el interés creciente de Josh en lo que él hacía.Pero cuando el misterioso objeto empezó a parecerse a un esquí, Josh ya no pudo mantenerse alejado. Se las ingenió para acercarse cada vez más a la silla de Rye hasta que, por fin, cuando ya no pudo contener la curiosidad, preguntó:
– ¿Qué estás haciendo?
– ¿Qué… esto?
Rye hizo girar en el aire el esquí casi terminado.
Después de examinar las cuchillas dobles, Josh asintió cinco veces en rápida sucesión… ¡con vehemencia!
– Es un patín para hielo.
– ¿Para ti?
Los ojos extasiados del niño se agrandaron todavía más.
– No, yo ya tengo un par.
– ¿En serio?
Ya no podía apartar la vista del rostro del hombre.
– Lo hago para pasar el tiempo, como solía hacer en el barco: me ponía a tallar cosas. -Dio otra pasada con el cuchillo sobre la madera, examinó el resultado con ojo crítico y de repente, pareció asombrado-. ¡Caramba, me parece que es justo de tu tamaño, muchacho! -Le costó un gran esfuerzo mantenerse serio al ver que Josh se miraba los piececillos, y después, otra vez al esquí-. A ver. -Se agachó para comparar el esquí con la bota del niño y, al ver que coincidían a la perfección, reflexionó-: Mmm… creo haber oído que esta semana cumples años.
Sin mirar, sabía que Laura estaba sonriendo.
A partir de ese momento, Josh se quedó junto a la silla de Rye haciendo preguntas, señalando, demostrando interés en todo lo que le contaba acerca del tiempo pasado en el mar. El tonelero le habló de los períodos de calma chicha, que obligaban a muchos marineros a dedicarse a tallar para pasar el tiempo. Describió los paseos en trineo en Nantucket, esos virajes en el barco ballenero cuando acababan de arponear una ballena, que remolcaba la embarcación por las aguas agitadas en una lucha a muerte que, a veces, duraba días. En algún momento, le relató los cuentos que intercambiaban los miembros de las tripulaciones balleneras de Nueva Inglaterra. Josh tenía los ojos como platos, escuchando extasiado las historias fantásticas del imaginario marinero de aguas profundas, el viejo Stormalong, que medía cuatro brazas desde la cubierta hasta el puente de la nariz, bebía la sopa de ballena en un bote de Cape Cod, le gustaba la carne cruda de tiburón sin despellejar y los huevos de ostra cocidos en sus conchas, y que después de desayunar se recostaba y se mondaba los dientes con un remo de encina blanca.
– ¡Casi siete metros de palanca! -concluyó Rye, conteniendo una sonrisa al ver la mirada suspicaz de Josh.
– ¡Oh, estás inventándolo!
Pese a la acusación, el chico reía entre dientes y ansiaba escuchar más de esas historias.
En esas horas compartidas, mientras entretenía al hijo con fábulas de marinos, poco a poco fue disminuyendo el ritmo de la talla, procurando extender el tiempo que tenía para conocer mejor a Josh.
Hacia el final del tercer día, retiraron el túnel de sábanas y cesaron las raciones de whisky. La ventisca había terminado, dejando treinta y cinco centímetros de nieve acumulada que tuvo que atravesar el doctor Foulger con el trineo que lo trasladó a salvo desde el otro extremo de la isla. Examinó a Dan y afirmó que no podía hacer nada más de lo que ya habían hecho, y que el enfermo estaba fuera de peligro.
Desde esa primera noche, Laura y Rye no habían hablado de nada personal. Ahora, la cuarta noche de vigilia, se sentaron en unas sillas de cara al fuego. Josh estaba acostado en la habitación grande, y Dan descansaba mejor, al parecer, con las puertas de la alcoba abiertas.
Laura tejía calcetines de lana para Josh. Rye atizaba el fuego, inclinado en la silla, con un tobillo cruzado sobre la rodilla.
En medio del silencio, el golpetear incesante de las agujas era el único ruido hasta que Rye, con los codos sobre las rodillas, dijo:
– Con respecto al territorio de Michigan…
Las agujas se inmovilizaron. Laura contuvo el aliento. Al alzar la vista, vio su perfil, donde las patillas recibían el reflejo rojizo del fuego, que él contemplaba.
Lentamente, se volvió y miró sobre el hombro.
– No quiero irme con DeLaine Hussey -afirmó, en tono bajo y tranquilo.
– ¿N-no?
A Laura le pareció que el corazón le golpeaba con tanta fuerza como para quebrarle las costillas.
– Iré contigo.
La sangre se le agolpó en la cara. Sin pensarlo, miró hacia las puertas abiertas de la alcoba, mientras el corazón le palpitaba como impulsadopor una fuerza sobrehumana. Abrió la boca, esforzándose por respirar, y reanudó el tejido con frenética energía.
– Eso, si es que crees poder marcharte de la isla. -Siguió observándola sobre el hombro, y vio que seguía tejiendo-. Por favor, deja ya de tejer -le ordenó en tono bajo pero impaciente.
Dejó las manos quietas sobre el regazo y fijó la vista en ellas. Rye se incorporó, pero aún no la miró.
– Laura, hemos pagado nuestra deuda con Dan. Él va a vivir. Pero, ¿y nosotros?
Ella levantó la vista: Rye la miraba con expresión intensa.
– He estado contigo tres días con sus noches, y he visto con mis propios ojos lo tontos que hemos sido al permitir que el deber y la culpa nos señalaran el camino. Nos pertenecemos el uno al otro. Me importa un comino que sea en esta casa de Nantucket o en algún otro sitio que jamás hayamos visto. Lo único que sé es que tú eres el hogar. Para mí, el hogar está donde estás tú. Te amo, y ya estoy harto de pedir disculpas por eso. No quiero más malos entendidos entre Dan y yo. Cuando se despierte, quiero estar en condiciones de decirle la verdad, de modo que podamos ponernos de acuerdo. Ya le escribí a Throckmorton aceptando unirme al grupo, ¿sabes? Sale de Albany el quince de abril, y eso significa que tendremos que hacer nuestro equipaje para partir de aquí a fines de marzo. Faltan sólo tres meses, y hay muchos preparativos para hacer. Te lo pregunto por primera y última vez, Laura. ¿Vendrás conmigo a Michigan en la primavera, junto con Josh?
No sonreía, y su mirada no vacilaba. La voz, aunque baja, era firme y decidida. Laura creyó en lo que dijo… y en lo que no dijo: que se marcharía en primavera con o sin ella. En su corazón sabía que Rye tenía razón: habían hecho algo honorable. Habían salvado la vida de Dan. Pero, ¿es que había otra alternativa? Los dos lo querían, y siempre lo querrían. Sin embargo, en los últimos tres días, ella aprendió que, en ocasiones, el amor se manifiesta de maneras extrañas y terribles.
Creyó volver a ver el punzón hundiéndose en la carne de Dan, esgrimido por la mano firme de Rye, luego, los hombros de Rye sacudiéndose cuando tuvo ocasión de reaccionar. Oyó la ira que vibraba en su voz cuando arrebató la ventosa caliente de la mano de McColl, y sintió otra vez compasión por la innecesaria quemadura en el pecho de Dan. Vivió de nuevo el terror de ese momento en que su mirada se encontró con la de Rye sobre el cuerpo asolado de Dan. De algún modo, en ese instante cargado de emociones en que los dos pensaban en dejarlo morir, ambos reconocieron una verdad: que tenían que salvarlo para salvarse a sí mismos.
Rye aún esperaba una respuesta. Observaba el rostro de Laura en el que se reflejaba la fatiga de la larga lucha por la vida de Dan. Sí, Dan viviría, y ellos también. Sólo podía dar una respuesta.
– Sí, iré contigo, Rye. Los dos iremos contigo. Pero hasta entonces no deshonraremos a Dan de ninguna manera.
– Por supuesto que no.
Por extraño que pareciera, se pusieron de acuerdo con absoluto sentido práctico. No era hora de que cantaran los corazones mientras Dan aún yacía enfermo. Más tarde habría tiempo para eso, cuando llegara la primavera, la estación del renacimiento.
Capítulo20
La cuarta mañana después de su caída, Dan Morgan despertó. Abrió los ojos y se encontró en el lugar más extraño: la cama de Josh. Le dolía la mano como si se hubiese apretado los dedos con una puerta. Tenía la sensación de estar tratando de respirar a más de siete metros de profundidad y el agua le oprimiera los pulmones, provocándole dolor. Tenía la lengua pegada al techo del paladar como tras una espantosa resaca, y en su cabeza resonaba sin cesar la campana de una boya en mar agitado.
Volvió la cabeza con vivacidad y ahí, junto a la cama, estaba sentado Rye.
– Bueno… hola -lo saludó Rye.
Se le veía muy relajado, con los codos en los brazos de la silla Windsor, y el tobillo sobre la rodilla contraria.
– ¿Rye?
La voz era un graznido. Trató de incorporarse sobre los codos, pero no pudo.
– Quédate tranquilo, amigo. Has pasado por una situación terrible.
Dan cerró los ojos para protegerlos de la cegadora luz diurna que aumentaba las palpitaciones de su cabeza, ya bastante dolorida.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Esperando que te despiertes.
Dan levantó un brazo y lo sintió pesado como un tronco empapado. Lo apoyó en la frente, pero ese movimiento le hizo doler otra vez los dedos.
– ¿Hay agua?
La voz se le quebró.
Rye se inclinó de inmediato sobre él y le pasó una mano bajo la cabeza para ayudarlo a beber una maravillosa agua fresca que le alivió la garganta reseca. El esfuerzo lo dejó dolorido y sin aliento.
– ¿Qué pasó? -logró decir, cuando pasó la debilidad.
– Pillaste una borrachera monstruosa, resbalaste, caíste en medio de la peor nevisca que castigó a Nantucket en años, te golpeaste el coco contra los adoquines y quedaste tendido hasta que se te congelaron los dedos y te dio neumonía.
Dan abrió los ojos y observó a Rye, que se había sentado otra vez en la silla, con los dedos entrelazados sobre el vientre. Entremezclado con la brusquedad y la reprimendaa, en su voz había algo del antiguo Rye. En cierto modo, Dan percibió que la animosidad había desaparecido.
– La hice buena, ¿no?
– Así es.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Cuatro días.
– ¡Cuatro…!
Dan giró la cabeza con demasiada brusquedad, y el dolor lo hizo hacer una mueca.
– Yo, en tu lugar, me movería con más cuidado. Te hemos mantenido borracho todo el tiempo y, seguramente, tendrás una resaca que dejará pequeñas a todas las demás.
– ¿Dónde está Laura?
– Fue al mercado. Enseguida volverá.
Dan levantó los dedos de la mano derecha y se los examinó.
– ¿Qué me hiciste aquí? Me duelen como el demonio.
Rye rió entre dientes.
– Date por satisfecho de que todavía los tienes unidos a los brazos. Se curarán.
– Deduzco que no desperdicias compasión en mí, ¿eh, Dalton?
En la boca de Rye se alzó una de las comisuras.
– Ni la más mínima. Por haber hecho algo así, no deberían quedarte dedos en las manos ni en los pies. Tendrías que estar un par de metros bajo tierra y bien lo estarías, si no fuera que el suelo estaba congelado y no sabíamos dónde ponerte.
Pese a los tremendos dolores, Dan no pudo contener una sonrisa. Observó a Rye con atención:
– ¿Has estado aquí todo el tiempo?
– Laura y yo.
De repente, atacó a Dan un espasmo de tos. Rye le puso un trozo de tela en la mano, se sentó otra vez y esperó que pasara. Entonces le ofreció otro trago, pero esta vez, de té de jengibre caliente con vinagre y miel. Lo dejó descansar un momento, y luego empezó a hablar de manera directa.
– Escucha, Dan, hay un par de cosas que quisiera decirte antes de que Laura regrese, y, claro… admito que no es el momento más propicio, pero tal vez sea la única oportunidad que tengamos de hablar a solas. -Se inclinó adelante en la silla, estrujándose distraído los nudillos, fijando una mirada seria en las puntadas de la manta. Luego, miró a Dan a los ojos-. Estos días que pasaron estuviste a punto de morir, y fue por tu culpa. Lo he visto venir, con tus estúpidos excesos en la bebida, y ni un solo habitante de la isla se hubiese asombrado de que murieses congelado ahí, donde caíste. -Rye se inclinó más y siguió mirándolo, con el entrecejo fruncido-. ¿Cuándo vas a entender, hombre? -preguntó, impaciente-. ¡Estás despilfarrando tu vida! ¡Sumido en la compasión por ti mismo y desperdiciando el bien más precioso que nos es dado: la salud!
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