«Le daré un par de semanas para que comprenda lo que ha perdido.

«Le daré un par de semanas para que admita que yo era la que tenía razón».

«¡Que tenga que cargar ella la leña y el agua por un tiempo!»

«¡Que coma lo que prepara Josiah!»

«Faltan tres semanas para marzo».

«Faltan tres semanas para marzo».

«¿Qué estará haciendo ella?»

«¿Qué estará haciendo él?»

«Salchicha… -Rye sonreía-, Ah, qué mujer».

«Sintió que estaba cocinándose, ¿eh? -Laura sonreía-… tal vez era él el que estaba cocinándose».

«Dos semanas hasta marzo».

«Una semana hasta marzo».

«Maldición, la echo de menos».

«¡Espera a que estemos casados, Rye Dalton! ¡Te haré pagar por este sufrimiento!»


*Esperaron a que el tribunal le diese la libertad a Laura y, mientras tanto, Josh seguía hostil, y a menudo miraba a su madre con el entrecejo fruncido, enfadado porque Dan se había ido de la casa. Laura se hartó de verle el labio inferior proyectado hacia fuera como si tuviese un peso colgando de él y, con frecuencia, tenía que contenerse para no defenderse cuando el niño la veía hacer los preparativos para Michigan y reaccionaba como si estuviese cometiendo un grave atropello con cada puntada que daba, con cada artículo que empaquetaba.

Alistó una considerable cantidad de ropa pues, en cuanto se alejaran de los molinos de Nueva Inglaterra, se convertiría en una mercadería preciosa. Había comprado grandes madejas de lana para hacer calcetines y mitones, y tela gruesa para confeccionar pantalones más grandes para Josh, al invierno siguiente. Tenía semillas de flores guardadas en pequeños sacos de algodón, metidos entre capas de tela para que no se congelaran. Hizo un inventario de sus utensilios domésticos para decidir qué llevaba y qué no: cualquier elemento de madera era abandonado de manera automática, pues Rye podría fabricarlo cuando llegaran a Michigan. Lo que tendría valor en la frontera era todo objeto de vidrio y de metal. Tenía al día una lista cada vez más larga de elementos necesarios: agujas, papel, tinta, textos escolares, redes mosquitero, jabón suficiente para todo el viaje, lanolina, especias, hierbas, ingredientes medicinales, mechas para velas, ropa de cama, algodón suave para vendas y alambre; este último era el elemento más imprescindible para la mayoría de las reparaciones caseras sencillas.

Entretanto, también Rye se preparaba para partir. Él y Josiah habían hecho el inventario más exhaustivo posible de barriles pues, cuando se marcharan, la isla se, quedaría sin tonelero hasta que pudieran tentar a alguno para que fuera desde el continente. Para su propio uso fabricaron barriles especiales, a prueba de agua, para llevar uno de los elementos más importantes: pólvora. Hicieron unos más grandes para llevar ropa, y de tamaño mediano para transportar las herramientas del oficio. Rye compró un rifle de percusión John H. Hall, y moldes para balas. El también redactó listas, pero que referían a supervivencia y provisiones más que a utensilios domésticos: cuchillos, palas, metal para hacer arneses, tenazas para cascos (pues en Michigan harían falta caballos), ungüento, grasa y aceite.

Y todos los días lo preocupaba la posibilidad de que el tribunal se demorase y, cuando llegara la hora de partir, él y Laura se vieran en un atolladero. Pero llegó la noticia de que la audiencia estaba fijada para seis meses después del día en que Dan Morgan había presentado los documentos.


El tribunal del condado de Nantucket, Commonwealth de Massachusetts, existía desde 1689. A lo largo de su historia había disuelto muchos matrimonios proclamando muertos a los desaparecidos en el mar, pero el juez James Bunker jamás supo de un matrimonio que se disolviera porque un marino desaparecido fuese declarado vivo.

En su cámara del segundo piso del edificio público de la calle Union, el Honorable Juez Bunker revisó el caso en un ventoso día de mediados de marzo de 1838, esforzándose por separar su conocimiento personal sobre Rye Dalton, Dan Morgan y Laura Dalton Morgan de los aspectos legales que debía tener en cuenta. Su inclinación puritana lo hacía reacio al divorcio pero, en este caso, conociendo la historia de los tres involucrados y teniendo en cuenta las inverosímiles circunstancias a que los empujó el destino, le pareció imposible hacer otra cosa que asegurar la disolución del matrimonio.

Cayó el martillo y sus ecos rebotaron en el salón de techos altos. Ezra Merrill metió los escasos papeles en un portafolios de cuero y fue en busca de su abrigo. Dan y Ezra se estrecharon las manos y conversaron brevemente en voz baja, con frases que Laura no pudo oír. A continuación, el abogado se volvió hacia ella, le deseó lo mejor, y se fue.

En el silencio que siguió, Laura miró a Dan con una sonrisa desmayada.

– Así que, ya está -comentó él, con aire de resignación.

– Sí, yo…

– No me lo agradezcas, Laura. Por el amor de Dios, no me des las gracias.

– No pensaba hacerlo, Dan. Iba a decirte que no creo que el juez Bunker se haya encontrado antes con un caso como este.

– Es obvio que no. -Se hizo un nuevo silencio. Dan tomó el abrigo, se lo abotonó lentamente y, mirándose las puntas de los zapatos, dijo-: ¿Cuándo os marcháis?

– A fin de mes.

Dan levantó la vista.

– ¿Tan pronto?

– Sí. -Ya se había esfumado la culpa que sintió en algún momento, pero se apresuró a agregar-: Seguramente querrás pasar un tiempo con Josh antes de que nos vayamos. Te haré saber cuándo podrá ser.

– Sí. Gracias.

Una vez más, se instaló entre ellos un incómodo silencio.

– Bien, creo que ya no queda otra cosa que seguir cada uno su vida por separado. ¿Vamos?

Dándose la vuelta la tomó del codo con cortesía pero la soltó mucho antes de que hubiesen llegado a al calle.

Se despidieron, y Laura regresó a la casa. Abajo, el agudo silbido del vapor Telegraph elevó su grito desgarrador. El silbato estremeció el aire otra vez, y Laura sintió que su corazón se elevaba como ese sonido.

«¡Soy libre! ¡Soy libre! ¡Soy libre!»

Se detuvo en medio de la calle, giró sobre los talones para ver si distinguía al Telegraph pero, aunque no pudo verlo, sabía que estaba recogiendo pasajeros en Steamboat Wharf, como todos los lunes, miércoles y sábados. Y pronto, un día la llevaría a ella junto con Rye. De golpe se dio cuenta de que era completamente libre para irse con él, al fin. Al recordar la discusión que habían tenido, sonrió. «¡Por Dios, Laura, qué tonta! ¡No le preguntaste qué día se van!»

Giró y sus pies volaron por la calle hacia su casa. El viento de marzo le hacía revolotear el sombrero, y miles de preguntas bailoteaban en su mente. Mientras fue Laura Morgan, no le parecía correcto hacerle esas preguntas a Rye, hablar con él de los planes comunes. Pero ya podía preguntarle cualquier cosa. Mientras avanzaba por el sendero de conchillas había una -sólo una- pregunta de la más fundamental importancia que desbordaba su palpitante corazón.

El mensaje llegó a la tonelería a última hora de la tarde, y Rye, reconociendo la letra de Laura, le arrojó una moneda a Jimmy Ryerson. Impaciente, subió a la vivienda de la planta alta y se encaramó al borde de su camastro mientras desgarraba el sello.

Querido Rye:

Lo siento. ¿De todos modos te casarás conmigo?

Te amo,

Laura

En su cara se encendió una enorme sonrisa. ¡Era libre! Lanzó un ronco grito de alborozo y mandó a Chad a la casa con una respuesta inmediata.

Querida Laura:

Yo también lo siento. Acepto tu propuesta.

¿Puedo ir a cargar agua para ti?

Te amo,

Rye


Querido Rye:

Mantente alejado de mí, macho cabrío lujurioso.

No es mi agua lo que te interesa.

Todo mi amor,

Laura


Querida Laura:

Entonces, ¿puedo cargar leña? ¿Qué me dices de calentar una salchicha?

Todo mi amor,

El macho cabrío lujurioso


Querido Rye:

Hasta que estemos casados, no. ¿Cuándo nos marchamos?

Ya está todo listo.

Con amor,

La mozuela desagradecida

P.S.: Necesito tres barriles grandes, o cuatro.

¡Pero no los traigas, envíalos!


Querida Laura:

Te mando a Chad con los primeros cuatro barriles. Si necesitas más, házmelo saber. Partimos en el buque Albany el jueves 30 de marzo. ¿Qué opinas de que nos case el capitán?

Te amo,

Rye


Querido Rye:

¡Sí, sí, sí! Todo está listo. He dejado espacio en uno de los barriles por si necesitas más lugar para tu ropa. ¿Cuándo te veré?

Yo también te amo,

Laura


Faltaban dos días para marcharse cuando entregaron un mensaje en la puerta de Laura. Pero esta vez, era Rye mismo el que lo llevaba.

Cuando abrió la puerta, Laura no lo encontró en el umbral sino a unos metros más atrás, sobre el sendero de conchillas.

– ¿Rye?

Al verlo, sintió que se le detenía el corazón en la garganta. Llevaba puesto un tosco suéter de color crudo, y pantalones marineros acampanados. Sobre el cabello alborotado se encaramaba una gorra griega de pescador, de lana cheviot negra, con la visera ladeada en travieso ángulo sobre la frente bronceada. La inclinación de la gorra subrayaba su apostura y su reciedumbre, dándole gran realce, y cuando los ojos oscuros encontraron la mirada de esos ojos azul oscuro, su rostro se iluminó con una sonrisa inmensa que Rye respondió al instante.

– Hola, mi amor.

Tragó saliva y no dijo más. Metió los dedos en la solapa de la cintura y la contempló como si no pudiese saciarse nunca, la sonrisa suavizada, mucho más elocuente en las facciones curtidas.

– Te he echado mucho de menos -admitió la mujer, sincera.

– Yo también a ti.

– Lamento las cosas que dije.

– Sí, yo también.

– ¿No te parece que somos unos estúpidos?

– No, es que estamos enamorados, ¿no crees?

– Sí, creo que sí. -La sonrisa de Laura tuvo un tinte melancólico. Y como Rye no se movía, lo invitó-: ¿Quieres entrar?

– Más que nada en el mundo.

Pero las botas negras parecían clavadas en las conchillas blancas.

– Bueno, entonces…

– Pero no entraré.

– ¿N-no?

Negó lentamente con la cabeza, y una sonrisa alzó un costado de la boca bien delineada.

– Dos días más… esperaré.

Laura exhaló un suspiro trémulo y dejó perder la vista en la bahía, para luego fijarla en el hombre.

– Dos días más. -Luego, confesó-: Estoy un poco asustada, Rye.

– Yo también. Pero, además, excitado.

Laura se permitió seguir contemplándolo.

– Sí, excitado -confirmó en voz queda, dejando escapar una doble intención al imitar el hablar marinero de él.

Rye carraspeó y pasó el peso del cuerpo de un pie a otro.

– Bueno, Josiah ya está listo para viajar. ¿Y Josh?

– Josh ha estado tratándome como si yo hubiese pateado a su perro. No sé cómo se comportará cuando llegue la hora de las despedidas.

Pensaron en Jimmy Ryerson, en Jane, en Hilda… Dan. Y por un momento, los dos semblantes se ensombrecieron.

– Sí, los adioses serán duros, ¿no es cierto?

La mujer asintió y, en bien de él, se obligó a sonreír.

– Bueno, entonces…

Rye retrocedió dos pasos.

Cuanto más se aproximaba la partida, lo definitivo de la aventura les provocaba más aprensión. Preveían muchas incertidumbres, una larga distancia que recorrer, peligros a enfrentar. ¿Cuál sería la actitud de Josh? Pero cuando la mirada de los ojos castaños se encontró con la de los ojos azules, Laura y Rye se apoyaron uno a otro, asegurándose de que juntos podrían encarar cualquier cosa que el futuro les pusiera delante.

– Yo mismo vendré a buscarte alrededor de las nueve del jueves.

– Estaremos preparados.

Pero siguió de pie sobre el sendero, contemplando los profundos ojos castaños, sin voluntad de irse hasta que, al fin, con un breve quejido, atravesó la distancia que los separaba y, levantando la mano de ella, sin sortija, la llevó a los labios.

– Josh se conformará -la tranquilizó.

Giró sobre los talones y bajó corriendo la colina.


En ese mismo momento, en un patio cerca del pie de la colina, Josh estaba de rodillas a un lado de un pozo de canicas, contorneado por una línea trazada en la arena. Hizo puntería con un ojo de gato equilibrado sobre el pulgar, y de pronto se enderezó y miró a Jimmy, que estaba al otro lado del círculo.

– Eh, Jimmy.

Jimmy Ryerson estaba contando las canicas de su escondrijo, y se interrumpió.

– Me has hecho perder la cuenta. ¿Qué? -le pregunto.

Josh se rascó la cabeza, dejando una mancha de polvo gris en el cabello rubio y, al fin, formuló la pregunta que lo tenía intrigado hacía semanas: