Carson contempló sus pechos coronados de rosa, y sintió que había algo fuerte y poderoso que crecía dentro de él. No podía respirar. No podía pensar. Lo único que podía hacer era acercarse a ella, tocarla, acariciarla. Jamás había sentido el tacto de algo tan suave y tan cálido. Pero no podía detenerse a disfrutar de aquellas sensaciones. Había esperado durante demasiado tiempo, y ahora tenía que poseerla inmediatamente. Los dos estaban en la cama, y ninguno de los dos sabía a ciencia cierta cómo habían llegado allí. El se quitó los vaqueros, y cuando se volvió a mirarla, vio que Lisa estaba completamente desnuda. Su piel brillaba como el oro a la luz de la lámpara de la mesita. Carson deslizó la mano sobre su cuerpo, tocando su hombro, su brazo, su pecho, su vientre, deslizándola entre sus muslos hasta sentir su calor, su humedad.

No debería estar haciendo aquello. Tenía que haberse detenido. Miró a Lisa a los ojos, igual que si estuviera drogado. A lo mejor ella hacía o decía algo para detenerlo.

– No te detengas -murmuró ella-. Por favor, Carson, no te detengas.

Estaba tan excitada en aquellos momentos, que la sola idea de que él pudiera apartarse de ella de nuevo le resultaba insoportable. No pensaba dejarlo que se marchara. Incorporándose ligeramente, hundió sus dedos en los espesos cabellos de Carson y le atrajo hacia sí. La boca de él descendió sobre la suya, y Lisa abrió los labios para recibirle y él la besó con una ansiedad como jamás había sentido antes, como si quisiera realmente devorarla. Luego él se tendió sobre Lisa, y ella recibió su peso con un gemido de felicidad. Su cuerpo era firme, duro y suave como el satén y Lisa se apoderó de él con mano temblorosa. Carson jadeó suavemente, y Lisa sintió el poder que tenía sobre él.

Dio un grito cuando la penetró, y luego una y otra vez a medida que su placer aumentaba en una espiral incontrolable, hasta llegar un momento en que pensó que iba a volverse loca. Sentía la fuerte respiración de él en el oído. Luego se abandonó a la sensación de estar unida a él, y todo lo que deseó fue que su placer y el de Carson se unieran en uno y que no terminara nunca.

Pareció durar una eternidad. E incluso cuando terminó, ella no le permitió que se separara de ella, y siguieron unidos durante un largo rato, sin decir una palabra. Las lágrimas corrían por las mejillas de Lisa, y se alegró de que el rostro de Carson estuviera hundido en sus cabellos y que no pudiera verlas.

Las lágrimas se debían a la increíble intensidad de lo que acababan de compartir juntos. Pero se debían también a que ahora ella sabía que estaba enamorada de él, y que el amor tenía que ser agridulce.

– Dios mío, Lisa -dijo-. No debería haberlo hecho.

Pero se inclinó para besarla en los labios.

– Yo quería que lo hicieras -contestó ella-. Y me alegro.

Carson se deslizó a su lado para poder contemplarla, y sintió que el deseo lo invadía de nuevo. Bajando la cabeza, comenzó a acariciar uno de sus pezones con la lengua, y sintió cómo su cuerpo comenzaba a reaccionar de nuevo. Ella suspiró suavemente, y estaba a punto de decir algo cuando la interrumpió el sonido de un altavoz que llegaba a través de la ventana.

– Esta zona ha sido evacuada. Si queda alguien en el interior de esta casa, tiene que marcharse inmediatamente. No queda absolutamente nadie en la manzana, y no podemos garantizar su seguridad.

Carson levantó la cabeza.

– Dios mío. He dejado el coche en medio de la calle. Escucha -dijo, mirando a Lisa y recordando de pronto la razón por la que había ido allí-, tenemos que marcharnos de aquí.

– ¡No! -dijo ella abrazándose a él.

– Tenemos que irnos. Dentro de una hora habrá marea alta. Cualquiera sabe lo que podrá pasar.

Ella se incorporó.

– ¿A tu casa? -preguntó.

El asintió.

Se vistieron a toda prisa y se dirigieron a la puerta de atrás.

– Espera -dijo Lisa cuando salían, echando a correr en dirección a la puerta principal a pesar de las protestas de Carson. ¿Dónde estaba el cochecito de bebé que había visto allí durante los últimos días? Quería guardarlo para que no se estropeara con la tormenta, pero por mucho que buscó, no logró dar con él. Había desaparecido por completo.

Volvió al lugar donde la esperaba Carson, sin hacer caso de sus comentarios. Era extraño que el cochecito hubiera desaparecido en aquel preciso momento. Durante todos aquellos días había sentido una extraña afinidad con él.

Casi no había tránsito en las calles.

– Sólo a un idiota se le ocurriría salir con este tiempo -dijo Carson-. O sea que ya sabes lo que somos.

Lisa rió. A lo mejor Carson tenía razón, pero se sentía tan bien en aquellos momentos que no le preocupó en absoluto.

En un cruce, un enorme trozo de madera se acercó a ellos girando en el aire y estuvo a punto de estrellarse contra el parabrisas. Lisa se recostó en su asiento y comenzó a sentirse nerviosa. Carson tenía razón, aquella tormenta no era normal.

La lluvia caía con tanta fuerza que Carson apenas podía ver la calle, y el coche avanzaba lentísimo. Habían llegado casi a su destino cuando, de pronto, Carson pisó con fuerza el freno y extendió la mano para asegurarse de que Lisa no se golpeara contra el cristal.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

– ¿No lo ves? Ese viejo eucaliptos se ha caído y está bloqueando la calle. Tendremos que ir corriendo.

Dio marcha atrás y estacionó el coche en la acera.

Salieron y echaron a correr, tomados de las manos, bajo el viento fortísimo y la lluvia que caía a raudales. Cuando llegaron al apartamento de Carson estaban completamente empapados y los dos reían a carcajadas.

Estaban dejando perdido el pasillo de entrada.

– Será mejor que nos desnudemos aquí mismo -dijo él, comenzando a desabrochar el suéter de Lisa.

– Tienes razón -dijo ella agarrando su cinturón.

Un momento más tarde, los dos estaban desnudos de nuevo haciendo el amor sobre la alfombra, porque no pudieron esperar a llegar al dormitorio. Lisa rodeó el cuerpo de él con sus piernas, urgiéndole con sus movimientos y sus gemidos, y Carson le murmuró su nombre al oído.

Lisa jamás había tenido tal sensación de plenitud y de liberación al hacer el amor. Una vez que terminaron, la invadió una sensación de lasitud y de relajación casi perfecta. Pero, por alguna razón, no duró mucho tiempo, y se encontró que al poco rato volvía a desearlo de nuevo.

Se levantaron y se dieron una ducha juntos. Carson la envolvió en su enorme y cálido albornoz de baño y encendió el fuego de la chimenea. Lisa se puso a contemplar las llamas, preguntándose cómo era posible sentirse tan desgraciada una noche y tan feliz la siguiente.

Se puso a mirar a Carson. Lo deseaba con todas sus fuerzas, deseaba su brazo sobre sus hombros, sus labios en su sien, su voz, el tacto de su piel. Era un deseo que iba más allá del éxtasis que acababan de compartir. Ella deseaba mucho más que eso. En aquel momento, Carson se sentó a su lado, y ella lo abrazó con un suspiro y apoyó la cabeza en su hombro. Eso era lo que ella realmente quería. Su calor. Su afecto. Su amistad. Su amor.

¿Había logrado cambiarlo? Lo miró por el rabillo del ojo y sintió deseos de soltar una carcajada. No. Había sido él quien la había cambiado a ella. El la había convertido en una diosa del amor. Al menos por aquella noche. Lisa deslizó la mano por dentro de la camisa de Carson y acarició los fuertes músculos de su pecho. Carson se recostó en el sofá, invitándola a continuar.

– Aquí vamos de nuevo -le murmuró ella al oído, riendo.

Esta vez, Carson la llevó en brazos al dormitorio y la depositó con suavidad sobre la cama, acariciando sus cabellos, su rostro, sus pechos, hasta que ella, temblando de pies a cabeza, sintió que no podía más. Pero él siguió todavía un rato acariciándola suavemente, sin prisa.

– Ámame, Carson. ¡Ahora mismo! -dijo ella por fin. Y entonces él la tomó y la sostuvo entre sus brazos, intentando no pensar en que las palabras de ella significaban mucho más que el acto físico que estaban compartiendo.

Yacieron entrelazados sobre las sábanas, y charlaron en voz baja, débilmente iluminados por la luz que llegaba del pasillo, En el exterior la tormenta seguía aullando y golpeando los muros de la casa, pero allí dentro los dos estaban a salvo, protegidos de la lluvia y del frío.

– Lisa -preguntó él de pronto, acariciándole los cabellos-. ¿Estás protegida?

No lo había estado la primera vez, pero después ya se había ocupado de que todo estuviera en orden.

– No te preocupes -dijo-. Ya sé qué es lo que sientes hacia los niños.

El se quedó inmóvil, mirando el techo. Al hacerle esa pregunta estaba pensando más en ella que en él, pero pensó que Lisa tenía derecho a tomarse así las cosas. Después de todo, era cierto que él no quería niños. Tampoco estaba para casarse.

– Algún día -le estaba diciendo ella con voz suave-, vas a tener que contarme cuál es la razón de que sientas tanto rechazo por los niños.

El se volvió a mirarla. Era tan hermosa que cada vez que posaba sus ojos en ella sentía que se le encogía el corazón. En aquellos momentos se sentía como si pudiera contarle cualquier cosa.

– Supongo -siguió diciendo ella-, que el origen del problema está en que tienes malos recuerdos de tu niñez.

– Sí, pero ese es el origen de todo.

– Eso es lo que dicen los freudianos -dijo ella incorporándose-. Dime qué es lo que pasó. ¿Te mandaron a trabajar al circo cuando eras pequeño? ¿Te tiraban cacahuates los niños del público cuando estabas haciendo tu número? ¿No? -dijo ella sonriendo, sin dejar nunca de acariciarle suavemente-. ¿Fuiste amamantado por los lobos? ¿Tuviste que trabajar en una fábrica durante tus años de formación? ¿Qué es lo que pasó? ¿Qué?

Se inclinó para besar su cuerpo, y Carson por fin se volvió a mirarla e intentó sonreír.

– Muy bien -dijo-. Te voy a contar cómo fue.

Lisa se quedó inmóvil. Tenía la sensación de que eso no iba a resultar nada fácil para él, y no quería hacer algo para perturbar sus recuerdos.

– Yo crecí en casa de mi tía Fio. Era la hermana de mi madre, y tenía seis hijos propios. Cuando se enteró de que tendría que quedarse conmigo, la noticia no la hizo precisamente feliz. Todavía la veo hablando a gritos por teléfono, intentando encontrar a alguien que se quedara conmigo.

– ¿Cuántos años tenías?

– Unos cuatro, por aquella época.

– ¿Y te acuerdas de eso?

– Sentir un rechazo así es algo que se te clava muy dentro -dijo él con una risa amarga. Pero no quería ser melodramático e intentó buscar otra manera de seguir contando la historia.

– Sigue -dijo Lisa-. ¿Viviste con ella hasta que te hiciste mayor?

– Sí, la mayor parte del tiempo -contestó. Pero al mirarla, se dio cuenta de que ella no le iba a permitir que no le contara más detalles. Pensó que lo que deseaba de verdad era hacerle el amor de nuevo y olvidarse de todo aquello-. Cuando vio que tenía que cargar conmigo, decidió que era justo conseguir algún beneficio a cambio. Los primeros años supongo que no fui más que una carga para ella, pero cuando cumplí ocho o nueve años, ella comenzó a inventar maneras de utilizarme. Me ponía a cuidar a los pequeños. Ella estaba por entonces poniendo una tienda de lanas. Su marido estaba siempre sin trabajo, bebiendo con sus amigos en el bar, y necesitaba a alguna persona que le cuidara los niños. Incluso me tuvo un año sin ir a la escuela. Le dijo al profesor que había una emergencia familiar. La emergencia era que ella necesitaba un niñero para cuando ella estaba fuera atendiendo su tienda.

– ¿Cómo le permitieron que hiciera eso?

– Que yo sepa, nadie se puso a hacer preguntas, De modo que allí estaba yo, cuidando de los pequeños. Eran unos niños sucios y revoltosos. Además, mi tía Fio no era precisamente la mejor ama de casa del mundo, y nunca había dinero para darles ropa y zapatos adecuados, o incluso comida -dijo. Y luego añadió, con una ligera sonrisa-: Cuando yo hacía perritos calientes una noche, guardaba el agua de calentar las salchichas para hacer sopa al día siguiente. Echaba todo lo que encontraba en la nevera y lo calentaba en aquella agua de salchichas deliciosa.

– Uf-dijo Lisa haciendo una mueca.

– Era algo absolutamente asqueroso, te lo puedo asegurar. Una noche, lo único que había para cenar era una lata de crema de maíz, para los siete. De todos modos -añadió-, no siempre era así. Eso fue sobre todo el año que yo estuve sin ir a la escuela por cuidar a los niños. La mayor parte del tiempo, yo cocinaba porque tenía que comer yo también. Admito que no me molestaba mucho en limpiar. El sitio estaba siempre patas arriba, y los niños estaban sucios. Por supuesto, cuando miro atrás me doy cuenta de que todo aquello era tan culpa mía como de cualquiera. Estaban sucios porque yo no hacía nada para remediarlo.