– Pero tú no eras más que un niño.

El asintió.

– Y no estaba hecho para llevar adelante una familia. Odiaba cada minuto que pasaba.

No era eso lo que Lisa deseaba escuchar.

– ¿Qué clase de relaciones mantenías con tus primos?

– No me gustaban. Por lo que a mí respecta, no eran más que una pandilla de mocosos insoportables. Todos menos Angela -dijo suavemente-. Ella era diferente. Era pequeñita y débil, pero siempre intentaba ayudar. Era como una pequeña madre, ¿sabes? Siempre estaba intentando por todos los medios hacer crecer una planta que se negaba a crecer. Era rubia, como tú -dijo con una sonrisa triste, acariciando la mejilla de Lisa-. Siempre me llevaba cosas al garaje.

– ¿Al garaje?

– Sí. Allí era donde yo dormía. Las noches que la tía Fio estaba enfadada conmigo y me echaba de la cocina, si había algo de postre Angela solía traerme un poco después de que todo el mundo se había ido a la cama.

Quedó en silencio, y Lisa se obligó a hacerle una pregunta cuya respuesta tenía miedo de oír.

– ¿Qué pasó con Angela?

– Murió -habló con tono inexpresivo. Pero Lisa se dio cuenta del dolor que había por debajo de aquella voz neutra-. La atropello un coche.

Luego quedó en silencio. Lisa sintió un súbito deseo de tomarlo en sus brazos y consolar al muchacho que había perdido a su mejor amiga, pero por alguna razón no se atrevió a hacerlo.

– Y poco después -continuó él por fin-, yo me largué de allí. Tenía catorce años. Y ahora que Angela ya no estaba allí, me parecía que no tenía ninguna razón para quedarme.

Lisa sintió dolor por él, por aquel niño que se había visto obligado a crecer en un lugar tan horrible. Quería decirle que no tenía que ser siempre de aquella manera. Que también había familias que se querían, niños felices, personas bondadosas que eran consideradas y se trataban bien unas a otras. Así era como quería que fuera su familia. Y seguramente… él querría también.

Pasaron el resto de la noche abrazados. Durmieron durante la tormenta. A la mañana siguiente, Lisa sintió que no lamentaba nada de lo sucedido. Al principio, Carson parecía sentir lo mismo.

Se sentaron juntos, bebieron café y bromearon. Hablaron sobre la tormenta, y luego su conversación derivó hacia Loring's y las nuevas ideas que Lisa quería poner en práctica.

– Vas a correr un gran riesgo -le advirtió él.

– Ya lo sé. La vida está para correr riesgos, ¿no crees?

El la miró. Nunca se había parado a pensar las cosas desde ese punto de vista.

– Escucha -dijo entonces Lisa-. Tengo unas cuantas ideas para reestructurar la sección de maternidad. Me gustaría apuntarlas. ¿Tienes un trozo de papel?

– Sí. Hay papel en el escritorio -dijo Carson señalando al mueble que había al otro lado de la habitación.

Lisa se acercó al mueble y lo abrió. No vio papel por ningún lado, y se puso a buscar. En uno de los cajones que abrió, encontró varios sobres dirigidos a Carson, todos sellados en Lcavenworth.

Lcavenworth. Era extraño. ¿No era allí donde estaba aquella enorme prisión federal? Tomó los sobres, y de uno de ellos cayó una carta. Cuando la recogió. Lisa no pudo evitar leer el encabezamiento. Las primeras palabras eran "Querido hijo".

No comprendía nada. Suponía que el padre de Carson había muerto tiempo atrás.

Jamás se había puesto a leer el correo de nadie. No era una persona curiosa. Pero en aquella ocasión dejó que su mirada se deslizara sobre la hoja escrita. La carta estaba firmada "Tu padre, Daniel James".

Pero él estaba en la cocina y no la oyó.

De pronto se encontró a sí misma desdoblando el papel y leyendo la carta a toda velocidad.

No puedo decirte cuánto lo siento… Tú eres todo lo que me queda en este mundo… Tú nunca contestas mis cartas, pero no pienso abandonar… Si me llamaras por lo menos, y pudiéramos empezar las cosas de nuevo desde el principio… No espero que me perdones, pero si pudiéramos al menos olvidar el pasado… Yo te quiero, hijo…

– Carson -dijo en voz más alta, volviéndose con el papel en la mano-. ¿Qué es esto?

– Dame eso -dijo acercándose y extendiendo la mano.

– No. Es de tu padre. Pensaba que me habías dicho que tu padre había muerto.

– Yo nunca he dicho eso -le recordó-. Te dejé que lo supusieras, pero nunca lo dije. Además, para mí es como si estuviera muerto.

– Por qué, ¿porque está en prisión?

– No, no sólo por eso.

Ella se acercó a él, y puso las manos sobre su pecho, como implorándole.

– Carson, no puedes seguir así. ¿Has leído su carta? Ese hombre está desesperado por verte, por saber algo de ti. El te necesita.

– ¿Qué el me necesita? Fantástico. ¿Y dónde estaba cuando yo lo necesitaba?

– Carson, tienes que contestarle. Tienes que ir a verle.

El apretó la mandíbula.

– Nunca.

¿Qué podría hacer para convencerlo?, pensó desesperada.

– Te lo está… te lo está pidiendo de rodillas.

Carson se volvió deseoso de que abandonaran el tema, pero Lisa fue detrás de él.

– Yo sé lo que es estar solo. Sé lo que es la amargura y la necesidad de venganza. Yo me aparté de mi abuelo mucho tiempo, demasiado. Y luego lo he lamentado siempre. El es tu padre. Tienes que contestarle.

Los músculos de él estaban en tensión. Lisa sabía que Carson no deseaba que continuara, pero tenía que hacer todo lo que pudiera.

– No tengo por qué hacer nada -dijo él por fin con tono cortante-. No sé quién es ese hombre. El sigue y sigue escribiéndome, sigue y sigue molestándome. Pero yo no quiero saber nada de él. Deja esas cartas donde estaban, Lisa. O mejor todavía, tíralas.

Sin decir ni palabra, Lisa se volvió y dejó las cartas en el escritorio. Carson era un hombre muy testarudo. No tenía que olvidarlo.

Se sentaron de nuevo y siguieron tomando café, pero les resultaba difícil volver a encontrar el tono desenfadado de principios de la mañana. La fantasía había dado paso a la realidad.

– He intentado luchar contra la atracción que sentía por ti desde la primera noche -le dijo a Lisa-, desde que fuimos a El Cocodrilo Amarillo. Tú lo sabes.

– Sí. Era bastante obvio -admitió mirándolo por encima del borde de la taza. Lo quería, y quería hacerle sentir que él podía contarle todo lo que quisiera. Pensó que tenía que poner un poco de buen humor en la situación, y no reaccionar de forma desmesurada ante lo que él dijo-. De hecho, lo hacías tan bien que había momentos en los que estaba segura de que yo no te gustaba nada.

– Sí, es verdad -reconoció-. Había momentos en que no podía soportarte. Pero de todos modos -añadió con una sonrisa-, seguía estando loco por ti.

Ella lo miró con aire pensativo.

– Pero hay algo que no comprendo -dijo-, no comprendo por qué has tenido que fingir durante tanto tiempo.

– Porque tú tenías razón desde el principio, Lisa. Nosotros dos somos incompatibles, en lo que queremos y en lo que necesitamos. Deberíamos haber permanecido lejos uno de otro.

A Lisa le parecía increíble que él siguiera pensando así después de la noche que habían pasado juntos.

– ¿Tanto miedo tienes a comprometerte con alguien?

– Olvida todo eso de "comprometerte con alguien", Lisa. No es eso. Nunca ha sido eso. Lo que pasa es lo que tú ya dijiste desde el principio. Yo quiero una cosa. Tú quieres otra. Podemos pasar buenos ratos juntos, pero no tenemos… no tenemos un futuro, por así decir.

Lisa estaba temblando. Sintió cómo se debilitaban todas sus buenas intenciones. Lo único que deseaba era echarle las manos al cuello.

– No te preocupes, Carson -dijo, sin ocultar la amargura que sentía-. No estoy intentando atraparte en una vida con matrimonio y niños. Yo nunca haría eso.

Carson asió la mano de Lisa, deseando poder expresar qué era lo que realmente sentía. El mismo se había sentido egoísta y estúpido al pronunciar sus anteriores palabras.

– Entonces todo está bien. No tenemos nada de que preocuparnos -declaró.

– No -ella se incorporó-. Todo es perfecto. Voy a vestirme. Tengo que ir a casa para ver qué clase de destrozos ha causado el huracán.

El la miró marcharse, golpeándose mentalmente por la torpeza con que había intentado explicar lo que sentía. Ella no comprendía. No se daba cuenta de qué era lo que de verdad le daba miedo. Lo que más temor le daba era el sentimiento de su propia vulnerabilidad. ¿Qué sucedería si se enamoraba de ella, si no podía vivir sin ella, si no sabía qué hacer cuando ella no estuviera a su lado? Durante las últimas horas había aprendido que cuando estaba al lado de ella, perdía absolutamente el control de sí mismo. ¿Qué haría si las cosas seguían así? Por primera vez en su vida, tenía miedo de lo que pudiera pasar.

Pero eso no se lo podía decir a ella.

En ese momento sonó el timbre de la puerta y se levantó para abrir. Era Michi Ann. Tenía una gorra de plástico para la lluvia, y sus ojos oscuros le miraban desde debajo de la visera. Llevaba en la mano una gran bolsa de papel, en cuyo interior había algo que hacía ruido y que parecía querer salir de allí.

– Hola, señor -dijo con tristeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas-: ¿Podría hacerme un favor, señor?

Carson vio la bolsa de papel y se sintió aterrado, pero a pesar de todo puso la mejor de sus sonrisas.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Michi Ann?

– ¿Podría usted cuidar de Jake? -preguntó levantando la bolsa.

Carson tragó saliva.

– Eh… ¿Por qué? ¿A dónde te vas?-preguntó. Entonces se dio cuenta de las lágrimas de la niña-. Eh, ¿qué es lo que pasa? Ven, entra y cuéntame qué es lo que pasa.

Ella entró en el recibidor.

– Nos vamos a Hawai a ver a mi abuela -dijo, suspirando profundamente entre frase y frase-. Mamá dice que no puedo llevarme a Jake. Iba a llevarlo a donde llevan a los gatos callejeros…

– Eh -dijo Carson poniéndose sobre una rodilla para estar a la altura de la niña-. No te preocupes. Yo me encargo de Jake, bonita. Nadie te va a separar de tu mejor amigo.

– ¿De verdad, señor?

¿Qué podía decir? Haría casi cualquier cosa por aquella niña.

– Por supuesto. Mira, déjalo ahí mismo, al lado del equipo de música.

La niña dejó la bolsa donde le habían dicho. Hubo un ruido en el interior, luego la bolsa se abrió lentamente y apareció la cabeza dorada de un gato, con fuego en las pupilas.

Carson se puso de pie y contempló al animal. ¿Qué diablos iba a hacer con él? Le iba a destrozar todo el apartamento.

– ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera, Michi? -preguntó.

– Mamá dice que unas dos semanas.

– Dos semanas, ¿eh? -dijo él. ¿Le sonaría su tono de buen humor tan falso a ella como le sonaba a él mismo?-. Muy bien. Yo cuidaré de Jake.

– Gracias, señor. Sabía que usted me ayudaría -dijo Michi, acercándose a él y rodeando una de sus piernas para abrazarle-. Usted es mi mejor amigo, además de Jake.

Inclinándose, él la besó en la frente.

– Tú también eres mi amiga, Michi -dijo con voz ronca. Y tuvo una sensación rara en el pecho. A lo mejor aquel corazón de hielo se estaba derritiendo de nuevo.

Antes de salir, la niña se volvió para mirar al gato.

– Adiós, Jake -dijo-. Hasta la vuelta.

– No te preocupes -dijo Carson-. Te la pasarás muy bien en Hawai. No necesitarás a Jake. Estarás muy ocupada, viendo a tu familia y haciendo nuevos amigos. Y el tiempo pasará tan rápido que antes de que te quieras dar cuenta ya estarás de vuelta.

– Seguro que sí, señor -dijo ella, de nuevo con lágrimas en los ojos-. Adiós.

Y desapareció en la lluvia.

Carson se volvió y contempló a Jake.

– Muy bien -murmuró en voz baja-. Que no cunda el pánico. Tiene que haber alguna manera de tratar con este gato.

No sabía qué iba a hacer con aquel animal. Tendría que encerrarlo en una habitación, hasta que Michi volviera. Y, ¿qué haría si no volvía?

Pero bueno, ¿qué era lo que pasaba con él? No podía dejarse acobardar así. Al fin y al cabo él era un hombre, ¿no? Tenía que enseñarle a aquel animal quién era el que mandaba allí.

En ese momento, Lisa entró en la habitación.

– Qué gato tan bonito -dijo. Acercándose a Jake, lo tomó en sus brazos-. No sabía que tuvieras un gato.

– No tengo ningún gato -dijo Carson-. Este es de Michi Ann. ¿Te acuerdas de aquella niña que te presenté en Kramer's? Me ha pedido que me quede con él un par de semanas, hasta que vuelva de Hawai.

– Oh -dijo Lisa, mirándole con expresión de ternura.

– Bueno, bueno, ahora no empieces a decirme que soy un blando con los niños, ni nada parecido. Porque la verdad es que odio a este gato. Y él me odia a mí.

– ¿Esta preciosidad te odia?

– Este demonio, querrás decir. Es un asesino, lo digo en serio.

– ¿Quieres que me lo lleve yo a casa? -sugirió. Jake parecía estar muy feliz en sus brazos-. Apuesto a que yo podría reformarlo.