– Muy bien. Si no es usted un espía de Mike, demuéstrelo. Déjeme ver qué es lo que estaba escribiendo en ese cuaderno que lleva en el bolsillo. Vamos a echarle un vistazo.

El soltó su muñeca y emitió un gruñido de impaciencia.

– No, de eso nada.

– Ah -dijo ella con tono acusatorio-. Entonces, ¿qué me dice de ese cassette que lleva usted en el bolsillo de su chaqueta? Apuesto a que tampoco me permitirá que escuche lo que hay ahí grabado.

A Carson ya no le quedaba la menor duda de que aquella mujer estaba loca de remate. Eso era lo que pasaba. Pero ya podía irle con sus locuras a otro. El tenía cosas que hacer.

– Mire, Lisa -dijo con suavidad-. Es usted una mujer muy atractiva, pero me temo que está jugando con un mazo al que le faltan unas cuantas cartas. Creo que alguien debería de avisar a su jefe. No debería permitirse que acosara usted a los clientes de esa forma. Pero -añadió mirando su reloj de pulsera- se me está haciendo tarde. Me parece que tendré que dejar eso para otra vez.

– Bueno, aquí va una nueva sorpresa para usted, caballero -dijo ella entonces con firmeza, intentando ocultar el nerviosismo que sentía y preguntándose sorprendida cómo era posible que hubiera perdido de aquel modo su legendaria frialdad y compostura-. Yo soy la encargada. De hecho, soy la propietaria de los almacenes. De modo que tendrá usted que llevarme sus quejas directamente a mí.

– ¿Usted es la encargada? -inquirió Carson con una ligera sonrisa-. Claro. Y yo soy el espía -añadió con un suspiro-. La he pasado muy bien hablando con usted, Lisa. Le aseguro que ha sido una experiencia única. Pero el hecho es que tengo que ir a un par de sitios sin falta. Me temo que tendrá usted que perdonarme.

Después de mirarla con gesto de exasperación, echó a andar en dirección a la escalera mecánica. Lisa se quedó inmóvil, viéndole marcharse. Debería llamar a Seguridad. Pero ¿de qué serviría eso ahora? Aquel hombre ya no volvería. Le habían pillado con las manos en la masa.

De todos modos, las cosas no habían ido exactamente como ella hubiera deseado que fueran. Pensó en sus ojos azules y sintió un estremecimiento. Era bastante preocupante descubrir que un hombre como aquel pudiera afectarla de tal modo. Nunca le había gustado ese tipo de hombres. Ella estaba buscando un tipo de hombre completamente distinto.

Cuando abandonaba la sección de trajes de novia se puso a pensar en su ideal, en aquel hombre que ella siempre estaba buscando, el que sería padre de su hijo. Tendría que ser tranquilo y amable por supuesto. Vestiría chaquetas de tweed con parches de cuero en los codos y pasaría mucho tiempo sentado al lado del fuego leyendo un libro de poesía, sobre todo de poesía de Browning.

Suspiró, sabiendo que estaba viviendo en el país de los sueños. Si existiera un hombre así, lo más probable es que estuviera escondido en alguna universidad de quién sabe dónde. Y allí estaba ella, perdida en una pequeña ciudad playera de California, discutiendo con playboys de ojos azules que se dedicaban a espiar en su tienda.

Capítulo 2

Los ojos azules no significaban nada, por supuesto. Había muchos hombres que los tenían iguales. Si era eso lo que iba buscando, lo único que tenía que hacer era ir a la playa y contemplar a los que estaban haciendo surf : hombres rubios y con ojos azules hasta decir basta.

No. El atractivo físico no tenía nada que ver con aquello, y tampoco el color de los ojos. Lo que ella buscaba era carácter. Fortaleza. Integridad. Estabilidad.

– Un compañero -dijo en voz alta, entrando en el ascensor para volver a su oficina-. Un amigo. Un protector. Un hombre al que no le importe cambiar unos pañales o calentar un biberón de vez en vez.

"Un santo", añadió una vocecita en el interior de su cabeza. "Estás buscando un santo. Un santo dotado de una enorme cultura y al que le encanten los niños. A lo mejor deberías bajar un poco el listón. Después de todo, ya vas a cumplir…"

– Treinta y cinco -dijo en voz alta-. Ya, ya lo sé…

– ¿Decía usted algo, señorita Loring? -dijo una bonita muchacha de cabello oscuro desde detrás de su mostrador, en la sección de niños.

– Eh… No, nada, Chelly. Estaba hablando sola.

– Ah, bueno -dijo Chelly con una sonrisa.

Se había acostumbrado a pensar en voz alta. A lo mejor la razón era que se sentía un poco sola, sin amigos de verdad con los que poder hablar. Y el trabajo había sido tan duro últimamente… De pronto se encontró pensando con nostalgia en los viejos días en Nueva York, las tardes tranquilas que había pasado hablando con los encargados, los relajados almuerzos, las divertidas reuniones de negocios, los encuentros con distribuidores y diseñadores. Había cambiado todo eso por un establecimiento que tenía problemas económicos, lleno de espías que vagaban por los pasillos y de recuerdos de su abuelo que la obsesionaban. De momento, parecía que había hecho un negocio redondo.

El espía. Sí, tendría que llevar aquello hasta el Final. Mike Kramer era la persona con la que tenía que enfrentarse. Al pensar en el sempiterno enemigo de la familia, se sintió de nuevo llena de indignación.

– Terry, ponme a Mike Kramer en el teléfono -le pidió a su secretaria cuando pasaba al lado de su mesa.

– Muy bien, señorita Loring.

Lisa se volvió hacia la joven.

– Llámame Lisa -le dijo. No era la primera vez que se lo pedía.

– Muy bien, señorita Loring -contestó Terry con sus verdes ojos muy abiertos y sus rojos rizos balanceándose cuando asentía con la cabeza. Lisa se encogió de hombros y entró en su oficina, casi sin mirar el retrato de su abuelo cuando se sentaba en su silla. Comenzaba a sentirse cómoda allí.

Unos segundos más tarde, escuchó el zumbido del intercomunicador.

– ¿Mike?

– ¿Sí?

En el tono de voz de Mike, todavía creía oír las bromas y burlas que hacían con él cuando ella era una niña. Mike y ella habían sido enemigos desde que ambos estaban en el jardín de niños. Aunque no se habían encontrado nunca cara a cara desde la vuelta de Lisa a la ciudad, habían hablado un par de veces por teléfono, y Lisa podía imaginar a la perfección su complexión robusta y la sonrisa maliciosa que siempre había en su rostro.

– Mike Kramer, eres una verdadera serpiente.

El soltó una risita. Lo más irritante de Mike era que cuanto más enfadado parecía uno estar con él, más le gustaba.

– Preciosa, me encanta cuando me murmuras cosas dulces al oído. ¿Qué he hecho ahora? ¿Ha sido algo muy malo? ¿Estás ya lista para vender?

Lisa no pudo evitar sonreír. Tendría que haber sido más lista y haber resistido la tentación de llamarle. ¿Por qué siempre caía en sus trampas?

– Nunca -dijo con firmeza-. Ya deberías saberlo a estas alturas.

– Oye, lo mejor antes de arruinarse es vender al mejor postor.

Lisa suspiró. Las cosas no habían cambiado mucho desde los días en que Mike la perseguía para asustarla con sus gusanos.

– Te agradecería que le dijeras a tu espía que se quede en su casa de ahora en adelante. Si quieres saber qué es lo que está pasando aquí, ¿por qué no vienes en persona y lo compruebas tú mismo?

– ¿Un espía, dices? Lisa, qué idea tan estupenda.

No tenía remedio.

– Hasta luego, serpiente.

– Yo también te quiero, Lisa. Qué divertido es esto, ¿verdad? Me alegro mucho de que hayas vuelto a la ciudad.

Ella colgó el auricular con cuidado, resistiendo los deseos de estrellarlo contra el teléfono y luego se hundió en las profundidades del gran sillón de cuero. Tenía la sensación de que comenzaba a comprender lo que iba a significar llevar adelante el negocio familiar y a la vez formar una familia. Porque de pronto todo aquello se había convertido en algo muy importante para ella. Al día siguiente iba a cumplir treinta y cinco años. Treinta y cinco. Era una fecha muy significativa.

– La familia es lo más importante -le había dicho su abuelo antes de morir-. No lo olvides. Tú y yo hemos dejado que las cosas se estropearan mucho entre nosotros. Y ahora tendrás que arreglártelas tú sola.

Lisa se quedó muy pensativa recordando aquellas palabras. La familia. Durante muchos años había pensado que la familia era una cosa poco importante. Y ahora se había quedado sin nadie.

En ese momento alguien llamó a su puerta, y Lisa levantó la vista para encontrarse con el rostro de Gregory Rice, el administrador de la tienda, quien se asomaba por la puerta entreabierta.

– ¿Estás ocupada? -le preguntó con una sonrisa.

– No para ti, Greg. ¿Qué es lo que me traes?

– Un par de cosas de las que debes acordarte -dijo él entrando en la habitación y sentándose en la silla que había frente a la mesa de Lisa. Greg era alto y esbelto y vestía con mucha elegancia. Era uno de esos hombres que dan la impresión de llevar siempre ropa hecha a la medida.

Por un momento, Lisa pensó en el espía que Mike le había enviado. Había un fuerte contraste entre ambos hombres. Greg parecía un modelo para un anuncio de colonia, y el espía llevaba su traje igual que lo haría un campeón de boxeo para pasar una noche en la ciudad. En aquellos momentos, el estilo de Greg la tranquilizaba más.

No podría haber salido adelante sin la ayuda de Greg. El había estado trabajando para su abuelo durante muchos años, y en los últimos tiempos prácticamente había estado llevando el negocio. Lisa a veces se preguntaba si Greg no guardaría resentimiento hacia ella por aparecer así de pronto, después de todo el trabajo que había derrochado en Loring's. Pero no podía ver en él el menor signo de descontento.

Greg se aclaró la garganta.

– No te olvides de que el consultante del banco viene mañana para empezar a investigar sobre nuestra situación.

– Ah, sí. Se me había olvidado. La verdad -dijo Lisa recostándose en su asiento-, no me imagino cómo un perfecto extraño va a poder ayudarnos a resolver nuestros problemas. Me parece que la solución debería surgir de nosotros.

Greg la miró sin expresión, como si esa fuera una idea que hubiera escuchado antes muchas veces.

– El banco es el que hace el préstamo, y son ellos los que imponen el ritmo. Si queremos que acepten el nuevo plan de financiamiento que les hemos pedido, tendremos que escuchar sus ideas. Eso no puede hacernos daño.

– A lo mejor no. Pero sigo preguntándome qué sería lo que habría dicho mi abuelo.

Greg rió suavemente.

– Eso es fácil. Les habría dicho a todos que se fueran al infierno, y todos hubieran huido espantados. Pero los tiempos cambian, Lisa. Tenemos que vivir de acuerdo con el presente.

Greg tenía razón, por supuesto. Y ella confiaba en él por completo.

– Vas a necesitar su ayuda, Lisa Marie -le había dicho su abuelo poco antes del final, hablando ya con dificultad-. Estaba aquí mientras tú estabas fuera. Le necesitas.

Bueno, su abuelo siempre había sabido cómo hacerla sentirse culpable. Pero ella había vuelto a San Feliz decidida a recuperar el tiempo perdido, determinada a no reaccionar de manera negativa a todo lo que su abuelo dijera, tal como había hecho en el pasado. El era anciano y sabio y la quería. Lisa todavía no lograba comprender por qué había lardado tanto tiempo en aceptar todo esto.

– Oh, Greg -dijo, viendo que su administrador se disponía a marcharse-. ¿Cómo se llama ese representante del banco que viene mañana a verme?

– Carson James -dijo Greg-. ¿No te ha hablado nadie de él?

– No. ¿Por qué?

– Bueno… -dijo Greg un poco molesto-. No sé. Dicen que tiene un poco de pinta de playboy. Si quieres, me quedaré por aquí cerca mañana…

– ¿Para protegerme? -dijo ella con una sonrisa-. Gracias, Greg. Te agradezco la oferta. Pero sé manejar a los playboys -dijo, pensando en el espía con el que se había enfrentado aquella mañana.

Carson se sentó frente a su escritorio y contempló el océano. Había una vista preciosa desde aquel séptimo piso. Parecía que desde allí arriba se podía ver todo: delfines, pelícanos, jóvenes haciendo surf , barcos de vela… y barcos que se perdían en dirección a puertos exóticos y remotos. Aquella vista le hacía desear levantarse de la silla y largarse de allí.

– Hola, Carson.

Su supervisor, Ben Capalletti, acababa de entrar con un sobre en la mano y le miraba con sus ojos brillantes y cálidos.

– Esta carta ha llegado hace un par de días. Has tenido tanto que hacer durante los últimos días que me había olvidado de dártela.

Carson tomó la carta, sabiendo que estaría sellada en Leavenworth. Miró de reojo a Ben y vio el signo de interrogación que había en su mirada. Ben se había dado cuenta de dónde había sido sellada la carta. Ben había oído rumores.

– Gracias -dijo Carson. Quería darse la vuelta y arrugar la carta, pero su mirada volvió a encontrarse con la de Ben y se dio cuenta de que no sería posible. La mirada de aquel hombre era tan cálida y simpática que echaba por tierra todas las barreras.