Capítulo 4

El almacén era una cavernosa zona del sótano, en el que se atesoraban sobre todo propiedades personales. Dieciocho años de historia se amontonaban en aquella habitación.

– ¿Qué hay aquí? -preguntó Carson.

– Toda clase de cosas. Cosas de las que mi abuelo no quería separarse por nada del mundo. Partes de carrozas de desfiles de hace veinte años. Mire -señaló un rincón-, esa es la corona de Miss Libertad, me parece, de alguna celebración del Cuatro de Julio. Cosas que no se vendieron -añadió, cuando pasaban al lado de una enorme jirafa de peluche que sólo tenía una oreja, y luego señalando un enorme candelabro dorado que colgaba del techo-. Líneas de productos que no salieron adelante.

Lisa había amado aquel lugar cuando era una niña. Había pasado horas y horas allí. Aquel sótano había sido su territorio de juegos privados. A lo mejor, pensó con un latido de tristeza, había sido precisamente allí donde había aprendido a vivir en el país de los sueños. Los imaginarios príncipes y piratas que la salvaban de dragones y renegados en sus ensueños infantiles, habían seguido evolucionando, y se habían convertido en su héroe vestido de tweed , ese hombre que ella imaginaba como único posible padre de sus hijos. A lo mejor esa era la razón de que ese hombre ideal fuera tan difícil de encontrar.

Se volvió a contemplar a Carson, quien avanzaba hacia ella atravesando los restos de un viejo carrusel. El era real. El era un hombre. Pero por mucho que lo intentaba, no lograba imaginárselo vestido de tweed . Pero, por qué ese empeño en que se vistiera de tweed . A lo mejor un cardigan… Intentó imaginárselo sentado al lado del fuego con expresión pensativa, con una pipa en una mano y con un grueso volumen de poesía en la otra. Entonces él levantó la vista y Lisa se volvió para mirar a otro lado. No quería darle la impresión de que estaba interesada en él, porque, por supuesto, no lo estaba.

– ¡Eh! -dijo él entonces-. Mire lo que he encontrado.

Estaba al lado de lo que parecía una vieja versión de plástico del trineo de Santa Claus, y parecía haber encontrado un montón de viejos retratos.

– ¿Qué es eso? -preguntó Lisa caminando hacia él-. Me parece que no los había visto nunca antes.

Había retratos enmarcados en dorado, y retratos de su abuelo, de su bisabuelo, de su abuela y de dos de las hermanas de su abuelo, de su padre cuando era joven y de su bisabuela.

Y encima de un viejo piano de pared había un montón de viejas fotografías amarillentas de su familia. Su familia. La sola palabra hacía que se le acelerara el pulso. Estaba su padre con uniforme de oficial de la marina, su padre graduándose en la universidad, su padre cortando la cinta de inauguración de una nueva sección de la tienda. Luego había una foto de su padre y de su madre, con una pequeña Lisa de unos cuatro años de edad.

Pero Lisa apenas se fijó en la pequeña que aparecía en la foto. Tenía muy pocas fotos de su madre, y aquella era una de las mejores que había visto.

– Caray. ¿Quién es esa celebridad? -preguntó Carson, mirando por encima de su hombro.

– No es ninguna celebridad -dijo Lisa con una rápida sonrisa-. Es mi madre.

– Era una mujer muy guapa.

– Sí que lo era.

Valerie Hopkins Loring había sido una de esas bellezas que normalmente sólo se ven en las películas. Allí estaba, mirando de frente, riendo, los ojos abiertos en gesto de sorpresa, sus rizos rubios rodeando su hermoso y delicado rostro.

– Una verdadera rompecorazones -dijo Carson.

Lisa asintió de nuevo. No podía negar esa última observación. El día de la boda de su madre había sido de luto para la mitad de los hombres de la ciudad. Su hermosa madre. Aquel rostro que ella sentía que apenas conocía. Trazó el perfil de su barbilla con el índice, y de pronto sintió un nudo en la garganta.

Carson observó lo que le estaba sucediendo a Lisa, pero no le hizo ninguna pregunta. Se daba cuenta de la emoción que la embargaba. Y por fin, ella le dio la información que él esperaba.

– Mis… mis padres murieron en un accidente de barco en el Caribe, cuando yo tenía diez años -le dijo. Se volvió a mirarle, intentando sonreír-. Algunas veces todo aquello me vuelve con tanta fuerza…

Se le había quebrado la voz, y de pronto sus ojos se llenaron de lágrimas.

El se acercó a ella. No podía hacer otra cosa. La tomó en sus brazos, y ella entró en ellos como si aquel hubiera su lugar desde siempre, y por espacio de un instante, se fundió contra él.

Pero antes de que él tuviera tiempo de asimilar por completo las sensaciones que recorrían su cuerpo, ella ya se había separado de él, y se reía suavemente para ocultar su embarazo.

– Lo siento -dijo secándose los ojos. Maldita sea, ¿qué diablos le pasaba? Apenas había llorado la muerte de su abuelo, y ahora esto-. Normalmente no me pasan cosas así.

No podía imaginarse de dónde había venido esa oleada de emoción. Toda su vida se había sentido un poco avergonzada de su madre, trivial y estúpida. Su abuelo le había transmitido mucho de su resentimiento contra la mujer que pensaba que había arruinado a su hijo. Durante años y años, apenas había recordado a su madre. Pero desde que había vuelto a casa, había comenzado a verse invadida por los recuerdos de su niñez, y había empezado a ver a su madre bajo una luz distinta. Sonrió a Carson con nerviosismo. De ahora en adelante, tendría que aprender a esconder mejor sus emociones.

El se mantuvo inmóvil, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. No recordaba haberse sentido nunca así. Deseaba con todas sus fuerzas ayudarla, consolarla, pero sabía que no era eso lo que ella deseaba, de modo que se mantuvo a distancia. Pero aquella sensación que le había envuelto cuando ella estaba entre sus brazos… ¿Qué era aquello? ¿Instinto de protección? Era como si lo que más deseara en el mundo fuera protegerla de cualquier peligro y aunque le fuera la vida en ello. Era extraño. Muy, muy extraño.

– De modo que -preguntó él-, ¿creció sin familia?

Ella asintió.

– Sólo tenía a mi abuelo -respondió-. ¿Y usted?

Esa era siempre una pregunta difícil para él.

– Yo… mi madre murió cuando yo nací. Y mi padre… bueno, yo crecí con unos familiares. Unos primos, ellos me recogieron.

Ella sonrió. Sus pestañas todavía estaban húmedas de lágrimas.

– De modo que también usted es un huérfano.

El no contestó. De ningún modo pensaba intentar decirle la verdad. Eso es, que su padre estaba en prisión, que siempre había estado en una cárcel o en otra, y que así había sido desde que él tenía memoria. Robo, fraude, apropiación indebida, falsificación de cheques, se le diera el nombre que se le diera, el hecho es que era un ladrón, y uno verdaderamente experto en dejarse atrapar. Pero todo esto era algo que Carson nunca le contaba a la gente.

En vez de contestar, contraatacó con otra pregunta.

– ¿Es usted también hija única?

Ella asintió. Se sonrieron el uno al otro, unidos por el sentimiento de tener algo en común. Ella pensó en el abrazo que él acababa de darle y se dijo que debería hacer algo, decir algo, darle las gracias. Pero las palabras no venían a sus labios. No quería darle alas. Estaba bastante claro que no era la clase de hombre que ella estaba buscando.

– Bueno, será mejor que busquemos esos informes -dijo, volviéndose por fin-. Están por aquí, en esos archivos que hay pegados a la pared.

Los archivos estaban al lado de un grupo de dos maniquíes cubiertos de polvo y pescando con sus cañas en un río de goma espuma. A Carson le encantaron.

– ¿Cuándo usaron esto? -preguntó, tirando del hilo y haciendo girar el carrete de la caña.

Ella le había seguido, caminando con cuidado alrededor del río de goma espuma.

– Recuerdo haberlo visto cuando era una niña pequeña. Creo que mi abuelo solía ponerlo todos los años al principio de la temporada de pesca.

– Es precioso.

A Lisa le hizo gracia verle tan interesado en una cosa tan sin importancia. Era un hombre realmente atractivo. Era una pena que…

Dio un paso en falso y perdió el equilibrio.

– ¡Oh!

Tuvo que sujetarse del maniquí más cercano, y casi se lo llevó con ella. Por el rabillo del ojo, vio que Carson se acercaba dispuesto a ayudarla. Seguro que él pensaba que ella lo había hecho a propósito. La tensión que había entre ambos sería entonces doblemente peligrosa. Luchó con todas sus fuerzas para mantener el equilibrio y por fin lo logró asiéndose del maniquí.

– Estoy bien -dijo rápidamente.

Entonces intentó mover la cabeza.

– ¡Ay!

– ¿Qué es lo que pasa?

– Yo… -dijo Lisa intentando soltarse-. Parece que se me ha quedado el pelo enredado.

Era ridículo. Tenía un anzuelo en el pelo.

– ¡Ay!

Se había pinchado en el dedo. Después de todos aquellos años, el anzuelo seguía siendo letal.

– Espere un momento -dijo Carson acercándose a ella-. Quédese quieta. Usted sola no va a poder hacerlo. Tendré que hacerlo yo.

Y se acercó todavía más.

– Seguro que puedo soltarme yo sola -aventuró Lisa sin mucha convicción.

– No sea cobarde -dijo él con una sonrisa-. Jamás he perdido un paciente.

Ella sintió cómo el corazón le comenzaba a latir con fuerza. Y esto era ridículo. El tenía que inclinarse sobre ella para alcanzar el anzuelo, y entonces oiría su corazón. Intentó contener el aliento, pero de ese modo era todavía peor.

– Quédese quieta -repitió con voz suave mientras intentaba soltar el anzuelo-. Sólo un segundo más.

Ella cerró los ojos para no tener que mirarlo, ahora que Carson estaba a escasos centímetros de su rostro. Pero el cálido aroma de su cuerpo era algo que no podía dejar de percibir. Lo estaba aspirando cada vez que respiraba. Y el cuerpo de él estaba tan pegado al suyo, que Lisa se sentía casi sofocada.

Sabía que esto ocurriría tarde o temprano. Lo había sentido hacía unos segundos, cuando él la había tomado en sus brazos.

Pero, ¿qué podía hacer? Estaba atrapada. No podía apartarse de allí aunque hubiera querido hacerlo. De modo que cerró los ojos y se dispuso a soportar como pudiera la excitación que le producía el cuerpo de él al entrar en contacto con el suyo. Unos segundos más tarde él habría terminado, y ella podría respirar por fin.

Los dedos de Carson permanecieron en su pelo. Ya había soltado el anzuelo pero no tenía el menor deseo de apartarse de allí. Se sentía muy bien donde estaba. Sentía la presión de los pechos de ella sobre su cuerpo, y al pensar en ellos sintió cómo se contraían los músculos de su estómago. Sin moverse ni un centímetro de donde estaba, apartó la cabeza para poder mirarla a los ojos.

Habría querido evitar que esto sucediera. Mezclar el amor con los negocios siempre había sido una receta desastrosa. Sabía que tenía que apartarse de ella inmediatamente y huir de allí. Pero no podía hacerlo. Esta vez no. La atracción que sentía era demasiado grande.

El rostro de ella estaba vuelto hacia él. Sus ojos estaban casi cerrados, y los labios entreabiertos. Todos sus instintos le decían que lo hiciera. Después de respirar profundo, se inclinó para besarla en los labios.

– No.

En un principio no estaba seguro de si la haba oído hablar realmente.

– ¿No? -murmuró, como si no pudiera creerlo.

– No -repitió ella, esta vez con tono más firme-. No me bese.

El se apartó unos centímetros, pero siguió todavía junto a ella. Sus manos se deslizaron hasta las solapas de su blusa y se detuvieron allí.

– ¿Por qué no? -preguntó él con tono casual.

Ella negó con la cabeza lentamente, sus ojos muy brillantes en la semioscuridad de la habitación.

– Porque yo no quiero que lo haga.

Sus palabras eran claras y concisas. Parecía que estaba hablando en serio.

¿O no? Carson todavía no sabía qué pensar. Algunas veces no resultaba fácil descifrar lo que las mujeres querían decir realmente. Se había sentido tan seguro…

– Tus ojos no estaban diciendo no… -dijo él con suavidad.

Ella suspiró y soltó una carcajada.

– Ya lo sé -dijo mirándolo-. De acuerdo, es cierto. Todos los impulsos de mi cuerpo me están pidiendo a gritos que me beses.

– Bueno, entonces…

Ella tenía que hacerle comprender. Levantando las dos manos, las puso sobre su pecho y empujó ligeramente para hacerle saber que hablaba en serio.

– Mi cabeza tiene preferencia sobre mi cuerpo. Y mi cabeza está diciendo que no en voz alta y clara.

El la contempló un instante y luego se apartó de ella, notando cómo ella se arreglaba rápidamente el pelo y la ropa.

– ¿Qué es lo que pasa? ¿No quieres envolverte en una relación con alguien vinculado con tu trabajo?

Ella le miró, sintiendo alivio y al mismo tiempo desilusión.