Wyatt entendió por qué se había preparado. Estaba esperando que él le lanzara otro ataque. Se le ocurrieron cientos de respuestas. ¿Quién no sabía abrir el maletero de un coche? Incluso su hija de ocho años sabía hacerlo.

Lo que le impidió decirle eso y más fue el hecho de que ella estuviera esperando el golpe y que, incluso sabiendo que no le caía bien, hubiera revelado un punto débil. A Wyatt no le importaba ser malicioso, pero no era un matón.

Se acercó a ella, le quitó las llaves de la mano y señaló el llavero.

– ¿Nunca había visto uno de estos? Los dibujitos le indican lo que hace cada botón.

Apretó uno y abrió el maletero.

Claire sonrió.

– ¿En serio? ¿Eso es todo? -se acercó y miró el amplio espacio-. Es enorme. Podía haber traído más maletas. ¿Hay más botones?

Ella estaba entusiasmada a un nivel que no se merecía un llavero.

– No sale mucho, ¿verdad?

Su sonrisa se hizo más amplia.

– Incluso menos de lo que usted piensa.

– Cierre de puertas, apertura de puertas, botón del pánico.

– Es genial.

Era como un niño con un juguete nuevo. Tenía que estar tomándole el pelo.

– Gracias -le dijo ella-. En serio, me sentía como una tonta en el aparcamiento de la oficina de alquiler, mirando el coche como si no supiera qué hacer -añadió, y arrugó la nariz-. Ojalá conducir hasta aquí hubiera sido tan fácil. ¿Es que la gente tiene que ir obligatoriamente tan deprisa?

Wyatt no sabía qué pensar. Por los pocos comentarios que Nicole hacía sobre su hermana, era consciente de que no debía confiar en ella. Sin embargo, aunque era tan inútil como decía Nicole, aquella mujer no era tan fría ni tan distante.

De todos modos, aquél no era su problema.

Le devolvió las llaves. Ésta las tomó y, durante un segundo, quizá dos, se tocaron. Sus dedos rozaron la palma de la mano de Claire. Nada de importancia. Excepto por la súbita llamarada.

Dios santo, pensó Wyatt; apartó la mano y se la metió rápidamente al bolsillo. No, no, ella no. Dios, cualquiera menos ella.

Claire seguía parloteando, seguramente, dándole las gracias. Él no la escuchaba. Se estaba preguntando por qué, de todas las mujeres del mundo, tenía que sentir una atracción sexual ardiente por aquélla precisamente.


La suave voz femenina del GPS condujo a Claire hacia la casa en la que había pasado los seis primeros años de su vida. Encontró un sitio para aparcar en la calle delantera y apagó el motor. Salió del coche y cerró la puerta con el llavero. Con un sentimiento tonto de orgullo por haberlo conseguido, dio la vuelta a la casa y encontró la llave en el lugar que le había indicado Jesse. Abrió la puerta trasera y entró.

Llevaba años sin pisar esa casa. Casi doce, pensó, recordando la única noche que había pasado bajo aquel techo después de la muerte de su madre. Una noche en la que Jesse la había observado como si fuera una extraña mientras Nicole la miraba con odio. Su hermana melliza no se había conformado con comunicárselo en silencio. A sus dieciséis años, no le había importado nada decirle lo que pensaba.

– Tú la has matado -le gritó-. Te la llevaste y ahora la has matado. Nunca te lo perdonaré. Te odio. Te odio.

Lisa, la representante de Claire, se la había llevado entonces. Se habían alojado en una suite del Cuatro Estaciones hasta después del funeral. Desde allí habían ido directamente a París. Primavera en París, le había dicho Lisa. La belleza de aquella ciudad la curaría.

No había sucedido así. Sólo el tiempo había podido curarle las heridas, pero las cicatrices habían quedado para siempre. Primavera en París. Siempre que oía aquella canción, se acordaba de la muerte de su madre, y de Nicole gritándole.

Claire apartó todos aquellos recuerdos de su mente y entró en la cocina. Estaba diferente; era más moderna y más grande. Parecía que Nicole había reformado la casa o, al menos, algunas partes. Continuó por las escaleras y se encontró con que varias de las habitaciones pequeñas se habían transformado en un espacio más amplio. Había un gran salón con muebles cómodos, colores cálidos y un armario contra la pared, que ocultaba una televisión de pantalla plana y otros aparatos electrónicos. El comedor estaba igual. El dormitorio pequeño que había en aquella planta se había convertido en un pequeño estudio.

La casa estaba oscura y fría. Encontró el termostato y encendió la calefacción. Encendió también algunas lámparas, pero con eso no consiguió que la casa fuera más acogedora. Quizá el problema no fuera la casa. Era ella, y los recuerdos que no se iban.

La última vez que había ido a Seattle había sido para el funeral de su padre. Había recibido una llamada de teléfono de un hombre, quizá del propio Wyatt, pensó Claire mientras se sentaba en el sofá, que la había informado de que su padre había muerto. Le había dicho la fecha, hora y lugar en que iba a celebrarse el funeral y después había colgado.

Ella se había quedado hundida. Ni siquiera sabía que estaba enfermo, nadie se lo había dicho.

Sabía lo que pensaban: que a ella no le importaba su propia familia, que no los quería. Lo que había intentado explicarles muchas veces era que ellos mismos la habían mandado fuera. Sus hermanas habían podido quedarse allí, donde se sentían seguras, donde tenían amor. Pero Nicole nunca lo había visto de ese modo, siempre había estado furiosa.

Claire acarició la tela suave del sofá. Nada de aquello le resultaba familiar. Wyatt tenía razón; aquél no era su sitio. Sin embargo, no iba a marcharse. Nicole y Jesse eran la única familia que tenía. Quizá hubieran hecho caso omiso de sus llamadas y sus cartas durante años, pero ahora ella había vuelto, y no iba a marcharse hasta que consiguiera llegar a sus hermanas. Hasta que hubieran hecho las paces.

Se puso en pie y subió las escaleras. Había tres habitaciones en el piso superior. Se detuvo en la principal. Por los colores de la decoración y los objetos que había en el vestidor, seguramente aquél era el dormitorio de Nicole. Al otro extremo del pasillo se hallaban las otras dos habitaciones y el baño compartido.

Una era la típica habitación de invitados, con una cama pequeña y colores neutros, y el otro era de color violeta, con carteles en las paredes y una mesa con un ordenador en un rincón.

Claire entró en aquella habitación y miró a su alrededor. Olía a vainilla.

– ¿Qué has hecho? -preguntó en voz alta-. Jesse, ¿por qué me has engañado? ¿Me perdonará Nicole de verdad?

Quería creer a su hermana desesperadamente, pero no podía. Wyatt había sido muy convincente demostrándole su antipatía.

La injusticia de que un extraño la juzgara así hacía que le doliera el pecho, pero se sobrepuso a aquella sensación. De algún modo, conseguiría arreglar todo aquello.

Volvió al piso de abajo y caminó hacia la puerta principal. Por el camino vio la escalera estrecha que bajaba al sótano. Sabía lo que había allí.

Todas las células de su cuerpo le pedían que no lo hiciera, que no bajara a mirar, pero ella caminó hacia la puerta, y después, lenta, lentamente, siguió descendiendo.

Las escaleras se abrían al sótano. Sin embargo, lo que antes era un espacio abierto estaba cerrado por una pared con una sola puerta. Nicole no lo había destruido, y Claire no supo qué pensar de ello. ¿Significaba que todavía había esperanza, o acaso la reforma hubiera causado demasiados problemas?

Claire titubeó con la mano sobre el pomo. ¿De verdad quería entrar?

Cuando Nicole y ella tenían tres años, sus padres las habían llevado a casa de unos amigos. Era un lugar en el que ninguna de las dos niñas había estado antes. Al principio, la visita no había tenido nada de especial; un día lluvioso de Seattle, con las dos pequeñas atrapadas dentro de una casa llena de adultos.

Uno de los invitados había intentado entretener a las niñas tocando el piano. Nicole se había aburrido y se había alejado, pero Claire se había sentado en el banco, embelesada con las teclas y el sonido que producían. Después de comer había vuelto al piano ella sola. Era demasiado baja para ver las teclas negras y blancas, pero sabía dónde estaban, y se había puesto de puntillas cuidadosamente para tocar una de las canciones.

Pese a lo pequeña que era, Claire lo recordaba todo de aquella tarde. Recordaba que su madre había ido a buscarla, y se había quedado observándola durante mucho rato. Recordaba que la había sentado en su regazo ante el piano, donde podía tocar aquella música tan bonita con más facilidad.

Nunca había podido explicar por qué sabía qué tecla producía cada sonido, cómo había empezado la música dentro de ella, borboteando, hasta que se había desbordado. Era una de aquellas cosas enigmáticas, una peculiaridad de la herencia genética.

Su madre también había sentado a Nicole en su regazo, pero ésta no había demostrado interés en el piano y cuando había puesto sus manos diminutas en el teclado, sólo había hecho ruido.

Aquel momento lo había cambiado todo. Claire había comenzado las clases dos días después. Entonces había comenzado la obra para convertir el sótano en un estudio insonorizado. Por primera vez en su vida, las mellizas no estaban haciendo lo mismo al mismo tiempo. La música, el don de Claire, se había interpuesto entre ellas.

Abrió la puerta. Vio el piano que le parecía tan perfecto y bello cuando era pequeña. Supuso que el hecho de comprarlo había sido un gran esfuerzo económico para sus padres. Claire había tocado en muchos de los pianos más famosos del mundo, pero aquél era el que más recordaba.

Lo miró. Vio que la tapa estaba cubierta de polvo. Probablemente, nadie lo había tocado en años y sería necesario afinarlo.

No tenía ganas de tocar. Tan sólo la idea de sentarse al teclado le producía ansiedad. Se obligó a respirar con calma. No tenía que tocar si no quería hacerlo. No pasaba nada. No tenía que inventarse excusas para evitar sus clases. Estaba muy lejos de aquel mundo.

El pánico se aferró a los límites de su mente. Ella lo empujó. Sin embargo, permaneció obstinadamente en su lugar, así que se retiró al piso de arriba, a terreno seguro. Cuando hubo subido las escaleras, pudo respirar con más facilidad.

Iba a desentenderse del piano, se dijo, fingiría que no estaba allí. Salvo para afinarlo. Después de una infancia de aprendizaje en él, no iba a permitir que se quedara así.

Dejó al monstruo en el sótano y se dirigió hacia el coche, a luchar con sus dos maletas. Las arrastró escaleras arriba, a la habitación de invitados, y volvió a la cocina a comer algo.

No había mucha comida en la casa. Encontró una lata de sopa y la puso a calentar. Mientras, tomó la guía telefónica y comenzó a llamar a los hospitales, hasta que le dijeron, en uno de ellos, que tenían ingresada a su hermana y le ofrecieron pasar la llamada al mostrador de enfermeras. Claire rehusó y colgó.

La buena noticia era que la operación había salido bien, porque Nicole estaba en una habitación de planta, y no en la UCI. La mala era que, según Wyatt, no sabía nada de que ella fuera a venir, y no quería verla. ¿Había recorrido todo aquel camino para nada?

Revisó el teléfono móvil por costumbre y vio que tenía dos mensajes de Lisa. Como su representante no podía tener nada que decirle que ella quisiera oír, Claire los borró sin molestarse en escucharlos.

Se tomó la sopa de pie, junto a la pila, directamente del cazo, mirando hacia el pequeño patio de la casa.

Sabía cuándo se habían estropeado las cosas con Nicole. Sabía cuál era el problema. Entonces ¿por qué no podía arreglarlo?

¿Tenía importancia? Ahora estaba allí, decidida a conseguir que Nicole y Jesse formaran parte de su vida. Dijeran lo que dijeran, hicieran lo que hicieran, no iban a librarse de ella. Iba a conseguir que la quisieran, e iba a quererlas. Eran su familia, y eso era más importante que ninguna otra cosa.


Nicole hizo lo posible por no moverse. Estaba muy dolorida. Los sedantes mitigaban el dolor, pero seguía allí, acechando, amenazando. Bendijo al inventor de las camas que se elevaban y bajaban con tan sólo apretar un botón. Se quedaría allí tumbada durante los seis u ocho años siguientes y después se encontraría bien…

Alguien entró en la habitación. Oyó pasos y se preparó para el inevitable examen y los pinchazos que seguirían. Sin embargo, sólo hubo silencio. Abrió los ojos y vio a Wyatt junto a la cama.

Se sentía fatal, y supuso que también tendría muy mal aspecto. En momentos como aquél, agradecía que sólo fueran amigos.

– Vas a tener una bonita cicatriz -dijo él.

– A los tíos les gustan las cicatrices -susurró ella, con la garganta seca-. Voy a tener que quitármelos de encima con un palo. Aunque ahora no puedo imaginarme con fuerzas para levantar un palo. ¿Podría ahuyentarlos con una pajita? Eso sí podría levantarlo.