– ¿Podría darse prisa? -pidió la mujer con impaciencia-. Llego tarde.

– Eh, claro -dijo Claire.

Sin saber qué hacer, echó los bagels de la primera bolsa en la segunda y continuó llenándola. Cuando terminó, volvió hacia la mujer, intentando no chocarse con Maggie, y le entregó la bolsa.

– Lo siento. ¿Qué más quería?

La mujer la miró como si fuera idiota.

– Queso en crema. Normal y sin grasa. Y dos docenas de magdalenas. Rápido.

Claire se dio la vuelta. No estaba segura de en qué lugar tenían la crema de queso. Maggie le puso dos paquetes en las manos.

– Gracias -murmuró Claire, y se acercó hacia las magdalenas.

Cuando hubo reunido todo, se acercó a la caja registradora. Su clienta le entregó una tarjeta de crédito.

Claire se quedó mirándola, y después miró la máquina.

– Dios santo, ¿no podría darse más prisa?

Claire sintió una opresión en el pecho, e intentó no hacerle caso.

– Lo siento. Es la primera vez que hago esto.

– Nunca lo habría imaginado.

Maggie se acercó y tomó la tarjeta de crédito.

– Yo cobraré esto. Tú atiende al próximo cliente.

Claire asintió y miró el número del letrero electrónico.

– Ciento setenta y cuatro.

Se acercaron dos adolescentes de uniforme.

– Un danés de queso con cerezas y un café mediano. Con mucha leche, por favor -dijo la primera chica.

– Claro -respondió Claire, y tomó aire dos veces, profundamente. No consiguió mitigar el dolor. La presión que tenía en el pecho se incrementó y sintió un pitido en los oídos.

Rodeó a Maggie y se puso frente a la vitrina.

– ¿Cuál? -le preguntó a la chica.

– El de queso y cerezas -respondió la adolescente, y le señaló el pastel con impaciencia-. Sí, ése.

Claire tomó una servilleta de papel y lo sacó de la vitrina. Se lo entregó a la chica y fue a buscar el café.

Había cuatro dispensadores en fila. Tomó un vaso de plástico y lo llenó casi hasta el borde. Cuando lo llevó al mostrador, la chica se quedó mirándola.

– Mediano, no pequeño, y café normal, no descafeinado. ¿Qué le ocurre?

Claire miró la taza, y después miró hacia atrás y vio que el letrero del dispensador que había usado decía que era café descafeinado.

El dolor del pecho empeoró. No podía respirar. Por mucho que inspirara, el aire no le llegaba a los pulmones. Iba a desmayarse, y después iba a morir.

– No puedo… -jadeó, y dejó el café en el mostrador-. No puedo.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó la chica-. ¿Le está dando un ataque?, ¿le está dando un ataque? ¿Puede darme mi café primero?

Claire tenía un zumbido en los oídos. Se tambaleó hacia atrás. Tuvo que apoyarse en la pared.

Maggie se acercó rápidamente a ella.

– ¿Qué te pasa?

– No puedo… respirar. Tengo un ataque… de pánico.

– Eres peor de lo que decía Nicole. Sal de aquí, vete. Estás asustando a los clientes.

Era exactamente lo que le había ocurrido en el escenario durante su última actuación, sólo que en aquella ocasión, nadie la ayudó. No le dijeron que se tumbara y tomara un poco de agua. Era como si no existiera.

Se puso de cuclillas, jadeando. Le ardían las lágrimas en los ojos. Aquello no era lo que quería, pensó con tristeza. Quería ser algo más que una loca con manos de mutante. Quería ser fuerte y capaz. Quería ser normal. Pero ¿cómo?

Se dijo que, pese a lo que estaba sintiendo, sí podía respirar. Que estaba respirando. De lo contrario, habría muerto ya. Los ataques de pánico sólo eran una sensación. En realidad no le ocurría nada.

Lo que quería hacer era acurrucarse en el suelo hasta que hubiera terminado. En vez de eso, se obligó a ponerse en pie. Después de respirar un par de veces, profundamente, se acercó al mostrador y llamó al número siguiente.

Un hombre se acercó.

– Una docena de donuts -dijo-. Son para las secretarias de mi oficina, así que con mucho chocolate.

Ella asintió y tomó una caja. Después de tomar doce donuts con chocolate, fue a la caja registradora y miró el precio en el papel. Había un precio único para una docena.

– Cuatro con cincuenta -dijo.

El hombre le entregó cinco.

Claire metió el billete en la caja, tomó el cambio y se lo entregó al hombre. Éste sonrió.

– Gracias.

– De nada.

Miró el siguiente número y lo dijo en voz alta. Todavía le dolía el pecho y no respiraba bien, pero siguió. Trabajó concienzudamente, intentando sonreír y darle a cada cliente lo que quería.

Un cliente se convirtió en dos. Dos en cinco. Finalmente, la panadería se vació. Cuando se quedaron a solas, Maggie la miró.

– ¿Estás bien?

Claire asintió.

– Siento lo del ataque de pánico. Me pasa a veces.

Últimamente, todo el tiempo, aunque no quería admitirlo.

– Pero no te has rendido -dijo Maggie-, eso ya es algo. Y has ayudado, así que gracias.

– De nada.

– Ya puedes irte. A partir de ahora hasta la hora de comer, no habrá mucho jaleo. Y para entonces, Tiff ya estará aquí.

Claire asintió y salió por la parte trasera de la panadería. Después de quitarse la redecilla del pelo y el delantal, tomó su bolso y fue hasta el coche.

Arrancó el motor y se apoyó en el respaldo. Estaba agotada. Miró el reloj y comprobó que habían pasado menos de dos horas desde que había llegado. No le parecía posible. Se sentía como si llevara días trabajando.

Sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolso y miró la pantalla. Era Lisa otra vez. No podía salir nada bueno de aquella llamada. Apagó el teléfono y lo guardó en el bolso.

Sin duda, Nicole tendría algo desagradable que decir sobre su ataque de pánico, pero no quiso preocuparse. Había conseguido superarlo y, para ella, era la primera victoria en mucho tiempo. No iba a permitir que nadie se la arrebatara.

Cinco

Claire calentó la comida preparada que había llevado Wyatt. Mientras esperaba a que terminara el microondas, posó las manos en la encimera y cerró los ojos. Sin querer, sus dedos se movieron por el granito frío. Mentalmente, tocó y oyó la música. El sonido la llenó, hasta que tuvo la sensación de que se elevaba y flotaba.

El microondas la avisó con un timbre de que había terminado, y la devolvió a la realidad, en la que no había piano, no daba clases ni encajaba.

Echaba de menos tocar. Una locura, teniendo en cuenta que no podía mirar el instrumento sin sufrir un ataque de pánico. Quizá no fuera el piano lo que echaba de menos, sino la sensación de abandonarse a la música, de perderse en la riqueza del sonido. Además, la práctica y la interpretación eran su vida.

Miró hacia las escaleras que bajaban al sótano. Aunque no quería, sabía que debía ocuparse del piano. Sus problemas mentales no eran culpa del instrumento.

Después de ocuparse de la cena de Nicole, llamó a tres afinadores cuyo número encontró en la guía telefónica, hasta que dio con uno que iría aquella misma semana. Después, puso el plato en una bandeja, junto a una infusión y un poco de pan, y subió las escaleras.

La puerta de la habitación de Nicole estaba abierta. Claire entró y sonrió a su hermana.

– He pensado que tendrías hambre, así que te he traído un poco más que anoche. ¿Cómo te encuentras?

Nicole estaba tumbada sobre la colcha. Se había cambiado de pantalones y de camiseta, y llevaba unos calcetines. Tenía un buen color en la cara.

– Estoy bien -dijo.

– Me alegro.

Claire dejó la bandeja en la mesilla.

– Es lo último que queda de comida preparada. Mañana te traeré otra cosa.

– ¿Vas a cocinar? -preguntó Nicole.

– Eh… no. Estaba pensando en comida china.

Nicole no dijo nada, lo cual hizo que Claire se sintiera como si hubiera vuelto a fallar. No sabía cocinar. ¿Cuándo iba a encontrar el tiempo necesario para aprender?

Se dijo que no tenía por qué disculparse ante nadie por cómo era su vida, pero no pudo deshacerse de la sensación de que otra vez la estaban juzgando, y la estaban suspendiendo.

Nicole se puso la bandeja en el regazo y miró hacia arriba.

– Gracias por ayudar en la panadería esta mañana. Estaban desbordados.

Claire se adelantó ansiosamente.

– No podía creer que hubiera tanta gente. Había una multitud, y todo iba muy rápido. Fue un poco difícil aprender a usar la caja registradora, pero al final de la mañana, ya sabía más o menos lo que estaba haciendo.

Había conseguido superarlo, y eso era lo importante. Cada desafío la fortalecía más y más.

– Me han dicho que te dio una especie de ataque -dijo Nicole, con más curiosidad que preocupación-. ¿Estás tomando alguna medicación?

Claire se ruborizó.

– No. Tuve un ataque de pánico, pero lo controlé.

– No esperes un premio por ayudar -murmuró Nicole.

El azoramiento de Claire se convirtió en enfado.

– ¿Es que he pedido un premio? ¿Te he pedido algo? Lo que recuerdo es que Jesse me llamó para pedirme que viniera a casa porque necesitabas ayuda. Lo dejé todo y vine al día siguiente, e hice exactamente eso, cuidar de ti. Te he traído la comida, te he ayudado a ir al baño, te he conseguido todo lo que me has pedido, he ayudado en la panadería y, a cambio, tú sólo has sido mala y sarcástica. ¿Qué te pasa?

Nicole dejó el tenedor en la bandeja.

– ¿A mí? Tú eres la que lo echaste todo a perder. ¿Crees que debería estar agradecida porque la princesa se haya rebajado por fin a venir al mundo de los campesinos durante unos días? ¿Es que crees que con eso puedes compensar algo?

– Todo eso son etiquetas tuyas, no mías -replicó Claire-. Y en cuanto a lo de venir aquí por fin, llevo años intentando ponerme en contacto contigo. He mandado cartas y correos electrónicos. He dejado mensajes de teléfono. Tú nunca me contestaste. Nunca. Te pedí que me acompañaras en una gira, te pedí que me invitaras a casa. La respuesta fue siempre la misma. No. O, más bien, vete al infierno.

– ¿Y por qué iba a querer estar contigo? Tú eres una princesa egoísta y mataste a nuestra madre.

«Y te odio».

Nicole no lo dijo, pero no era necesario.

Claire miró a su hermana durante unos largos segundos, sin saber de qué acusación debía defenderse primero.

– Tú no me conoces. No has estado conmigo en veinte años.

– ¿Y de quién es la culpa?

– Mía no -dijo Claire, y tomó aire-. Yo no la maté. Íbamos las dos en el coche. Era tarde y llovía y, de repente, un coche salió de la nada. Nos golpeó por su lado y quedamos atrapadas; ella estaba agonizando y yo no pude hacer nada.

Claire cerró los ojos para protegerse de la pesadilla de aquellos recuerdos. El frío de aquella noche, las gotas de lluvia golpeando el coche y los gemidos de dolor de su madre mientras moría.

– Yo también la perdí -dijo Claire, mirando a Nicole-. Era todo lo que tenía, y la perdí.

– ¿Y te crees que me importa? -gritó Nicole-. ¡Pues no! Ella se fue por tu culpa, y también era todo lo que yo tenía. Se marchó, y yo tuve que ocuparme de todo. Tenía doce años cuando supe que mi madre prefería estar contigo que conmigo, con Jesse o con papá. Ella se fue y yo tuve que hacerlo todo. Cuidar de Jesse y de la casa, y ocuparme de la panadería. Y luego se murió. ¿Sabes cómo fueron las cosas después? ¿Lo sabes?

Claire recordó el funeral. Había tenido que quedarse junto a Lisa en vez de ir con su familia, porque eran unos extraños para ella. Quería llorar, pero ya no tenía más lágrimas.

Recordó que quería estar con Nicole, su hermana. Cómo había deseado que su padre dijera que era el momento de que volviera a casa, de que se quedara en casa. En vez de eso, Lisa le había explicado el programa de Claire y le había dado las fechas de sus conciertos, y le había dicho que la chica era lo suficientemente madura como para llevar su vida sin un tutor ni una acompañante a su lado. Su padre estuvo de acuerdo.

Jesse, que tenía diez años, era una extraña para ella, y Nicole estaba enfadada, distante. Y así seguía.

– Vuelve a tu vida maravillosa -le dijo su hermana en aquel momento-. Vuelve a tocar el piano, vuelve a tus hoteles. Vuelve a ese sitio donde no tienes que ganarte todo lo que posees. No quiero que estés aquí, nunca he querido. ¿Sabes por qué?

Claire se mantuvo en su sitio, con el presentimiento de que su hermana tenía que decirlo, y de que ella tenía que soportarlo.

A Nicole le brillaban los ojos de rabia.

– Porque todas las noches después de que mamá muriera, rezaba para que Dios diera marcha atrás en el tiempo y te llevara a ti en vez de a ella. Todavía lo deseo.


Claire se sentó en la cama de la habitación de invitados y dejó que fluyeran las lágrimas. Le caían por las mejillas, una tras otra, brotando de la enorme herida que tenía por dentro.