Nicole asintió, porque no sabía qué decir. En realidad, no pensaba en Hawk como en su novio.

– Tiene muchas citas -añadió Brittany-. Es mejor que sepas que nunca va en serio. No quiero decir que sea nada malo. Estoy segura de que le gustas mucho y os lo pasaréis muy bien.

Nicole tuvo la sensación de que la chica le estaba enviando un mensaje, pero no sabía muy bien cuál era. ¿Quería hacerle una advertencia, o ayudarla?

En vez de meditar sobre aquella cuestión, sacó una olla grande.

– Esto lo usaremos para cocer la pasta -dijo.


Después de que Brittany se marchara, Nicole subió a su habitación a arreglarse para la cita con Hawk. Estaba más nerviosa de lo que había imaginado, aunque se recordaba una y otra vez que aquello no era una cita de verdad. Era para que él cumpliera su parte del trato, nada más.

Abrió el armario y eligió un vestido de flores de manga corta y falda estrecha. Con unos pendientes largos y unas sandalias planas, estaría muy bien. Después se arregló el pelo, se maquilló y se vistió.

Cuando bajaba las escaleras, se sintió nerviosa por ver a Hawk de nuevo. La última vez que él había estado en aquella casa, habían tenido una apasionada relación sexual. Apenas lo conocía, pero ya lo había visto desnudo. ¿No era raro?

Alguien llamó a la puerta y, de inmediato, a Nicole se le encogió el estómago. Aquello era una mala idea. ¿En qué había estado pensando?

Respiró profundamente y abrió.

– Hola -saludó, intentando que no le chirriara la voz.

– Hola.

Hawk estaba impresionante. Llevaba pantalones de pinzas con una camisa de manga larga, corbata y una americana de sport. Parecía uno de esos comentaristas deportivos atractivos que salían en televisión. O un modelo de portada de revista.

Al ver su sonrisa, Nicole se sintió más y más nerviosa, y también débil, y extrañamente excitada con sólo mirarlo. ¿Querría él meditar la idea de dejar la cena para otro día y llevársela al huerto?

– He reservado una mesa -dijo Hawk-. En The Yarrow Bay Grill. ¿Has estado alguna vez allí?

– No, pero he oído hablar del sitio -respondió Nicole. Había oído que tenía unas vistas increíbles, una carta de vinos excelente y una comida riquísima.

– Normalmente, no hago reservas -refunfuñó él-. Ya puedes estar impresionada.

Podía llevársela al huerto más tarde, pensó Nicole, y sonrió.

– Estoy impresionada, temblando de emoción. No sé si podré llegar caminando al coche. Claro que tengo la rodilla rígida, y eso tal vez sea parte del problema.

– Eres muy socarrona.

– Has descolgado el teléfono, has hecho una llamada, ¿y quieres una medalla?

– Así somos los hombres.

– Eso parece.

– Estás muy guapa.

– Gracias. Tú también estás muy guapo.

– Me he puesto la corbata especialmente para ti. Pensé que te gustaría.

– Me gusta.

Cuarenta minutos después, estaban sentados en una mesa con vistas al pequeño puerto deportivo de Yarrow Bay. El lago Washington brillaba bajo los rayos del sol.

Hawk hojeó la carta de vinos y pidió uno. Cuando el camarero se alejó, se inclinó hacia delante.

– Brittany me ha llamado de camino a casa de Raoul. Me dijo que la has ayudado a preparar la cena de cumpleaños. Gracias por hacerlo.

– Ha sido divertido, pero me sorprendió que viniera a verme.

– Yo la habría ayudado, pero ella sabía que se lo iba a poner difícil. Tomarles el pelo a las hijas es una prerrogativa de los padres.

– El mío no hacía eso -dijo Nicole. Siempre había sido un hombre distante, más interesado en lo que había en la televisión que en las vidas de sus hijas-. Brittany es una niña encantadora. Te adora. Tenéis una relación muy especial.

Él se encogió de hombros.

– Nos llevamos bien. Quisiera llevarme todo el mérito, pero fue de Serena. Cuando ella murió, lo básico ya estaba hecho.

Nicole no sabía qué hacer con aquella información. ¿Debía preguntarle más por Serena, o cambiar de tema? En realidad, no estaba segura de cuánto quería saber.

– ¿Has vivido aquí toda la vida? -quiso saber él.

Ella asintió.

– Incluso durante la universidad. Fui a la Universidad de Washington, pero vivía en casa. Con la pastelería, no podía hacer otra cosa.

– ¿Por qué?

– Mi familia tiene la pastelería Keyes desde siempre. Yo crecí sabiendo que sería parte de esa tradición, que un día, me haría cargo de ella.

– Tienes hermanas, ¿no?

– Tengo dos hermanas. Claire es mi melliza. Quizá hayas oído hablar de ella.

En aquel momento apareció el camarero con la botella de vino tinto. Después de abrirla, sirvió un poco en la copa para que Hawk lo probara. Hawk tomó un sorbito y asintió. El camarero les sirvió vino a los dos y se marchó.

– ¿Y por qué iba a haber oído hablar de tu hermana? -preguntó Hawk.

– ¿Te suena Claire Keyes?

Él negó con la cabeza, pero se detuvo.

– ¿Toca el piano?

Nicole sonrió.

– Es concertista. Una solista muy famosa. Ha tocado por todo el mundo y ha grabado discos supervenías. Cuando teníamos tres años, fuimos a casa de unos amigos de mis padres. Claire se acercó al piano y comenzó a tocar. Nunca habíamos visto un piano, así que todo el mundo se volvió loco. La vida cambió. Claire comenzó a tomar clases. Cuando teníamos seis años, mi abuela y ella se marcharon para que pudiera estudiar en Nueva York y en Europa. Jesse, mi hermana pequeña, nació aquel año. Cambiaron muchas cosas.

– ¿Y se fue, sin más? Debías echarla mucho de menos.

– Sí. Fue como si me hubieran cortado el brazo. Cuando tenía doce años, mi abuela decidió que el horario de Claire era demasiado duro para ella. Volvió a casa, y mi madre ocupó su lugar.

Lo que Nicole no mencionó, lo que todavía la irritaba, era lo feliz que había sido su madre de poder irse. Estaba emocionada por tener la oportunidad de poder viajar, de ver el mundo, de vivir en hoteles de cinco estrellas y salir con los ricos y los famosos. Nunca, ni una sola vez, había dado a entender que echaría de menos lo que dejaba en Seattle, y a quienes dejaba en casa.

– La pastelería era de mi padre, pero él nunca le tuvo mucho cariño -continuó Nicole-. Me tocó hacerme cargo de la casa, cuidar a Jesse… y comencé a trabajar en la pastelería. Cuando Claire y yo teníamos dieciséis años, mi madre murió en un accidente de tráfico. Y yo ocupé su lugar.

Dejó de hablar. ¿Había contado demasiado?

– ¿Estudiaste Empresariales en la universidad?

– Sí. Para poder llevar la pastelería.

– ¿Y qué habrías hecho si hubieras podido elegir?

Nadie le había preguntado aquello antes.

– No lo sé -admitió-. No tengo ni idea. No tuve esa opción. Siempre supe que iba a heredar la pastelería.

– ¿Tú, y no tu hermana pequeña?

Nicole no quería pensar en Jesse.

– Ella nunca mostró mucho interés.

– ¿Te gusta lo que haces?

– La mayoría de las cosas sí. Estoy rodeada de magdalenas glaseadas, ¿qué puede tener eso de malo?

Hawk sonrió.

– Buena observación. Yo siempre supe que quería ser jugador de fútbol. Me crié en el norte de Seattle, a las afueras de Marysville. Es un pueblo pequeño, con un instituto pequeño. El fútbol iba a ser mi salida.

– ¿Y tu familia?

– Sólo éramos mi madre y yo. Mi padre murió cuando yo era pequeño. Lo que recuerdo de él no es bueno. No teníamos mucho dinero, pero no era un problema. Mi madre estaba muy orgullosa de mí. Creía en mí de verdad. Cuando las cosas se ponen feas, pienso en mi madre -dijo Hawk. Tomó su copa de vino, pero no bebió-. Vivió hasta que entré en la universidad con una beca, pero no mucho más. Ojalá me hubiera visto llegar a la liga profesional.

– Quizá te viera.

Él la miró.

– Me gusta pensar eso. Fue muy comprensiva cuando supo que Serena se había quedado embarazada. Estábamos en el último año de instituto. Pensé que iba a matarme, pero sólo dijo que nos las arreglaríamos.

– ¿Y cómo se lo tomaron los padres de Serena?

– Se pusieron furiosos. Le dijeron que, si no daba al bebé en adopción y dejaba de verme para siempre, no querían tener nada que ver con ella.

– No puede ser.

– Sí. Ella se quedó destrozada. Yo le dije que íbamos a casarnos y que formaríamos una familia. Serena tuvo que reunir mucha fe para creerme.

– Estaba enamorada.

– Yo también. Pero al principio fue muy angustioso. Nos casamos después de la graduación, y nos fuimos a vivir con mi madre. El entrenador de la Universidad de Oklahoma nos puso en contacto con gente de Norman, y ellos nos ayudaron mucho.

Nicole no sabía mucho de fútbol americano, pero se imaginaba que él había elegido la escuela más adecuada.

– Vivir en un lugar en el que el fútbol americano es el rey fue definitivo -bromeó ella.

– Lo sé. Nos ayudaron. Vivíamos fuera del campus, en una casita pequeña pero estupenda. Se suponía que yo tenía que hacer el mantenimiento para pagar la renta, pero no había mucho que hacer. Serena consiguió un trabajo con horario flexible y un sueldo digno. Nos lo pusieron muy fácil. Siempre había alguien que se ofrecía para cuidar a Brittany y que Serena pudiera venir a los partidos.

Nicole no se imaginaba cómo era aquella vida. Era como escuchar el argumento de una película.

– Tuviste suerte.

– Sí, tuvimos suerte. Pero incluso con toda aquella ayuda, seguíamos siendo un par de adolescentes que tenía que criar a una hija. Las noches en que Brittany tenía fiebre me aterrorizaban. Yo podía aguantar un golpe en un partido sin problemas, pero cada vez que ella se caía, pensaba que me iba a dar un ataque de nervios.

– Un padre dedicado.

– Las quería, a ella y a Serena. Muchos de los chicos del equipo no entendían cómo podía ser tan feliz estando con una sola mujer. Ellos ligaban todo lo que podían, y cuando juegas al fútbol, eso es decir mucho. Pero para mí no era importante. Fue igual cuando me hice profesional, para nosotros fue la oportunidad de tener estabilidad financiera. Queríamos volver a Seattle, así que compramos la casa en la que vivo ahora. Es bastante corriente, queríamos una vida normal.

– Un sueño poco habitual para un jugador de fútbol.

– No necesito cosas caras para saber quién soy.

Lo cual daba a entender muchas cosas sobre él. Nicole estaba empezando a preguntarse si aquella cena había sido buena idea. No quería que Hawk empezara a gustarle de verdad. Le crearía una complicación indeseada.

– ¿Y por qué te retiraste?

– Serena enfermó de cáncer. Sabíamos que se estaba muriendo. Brittany sólo tenía doce años, así que fue un golpe muy duro para ella. Serena y yo hablamos de lo que era mejor para nuestra hija, y que yo estuviera viajando y entrenando ocho meses al año no lo era. Los padres de Serena habían retomado el contacto con nosotros, pero viven en Florida, así que sólo ven a Brittany una vez cada dos años, más o menos. No había nadie que pudiera cuidarla, y la única solución era que yo me retirara.

¿Había dejado de jugar al fútbol profesional, una ocupación que lo convertía en una estrella, para volver a casa y cuidar a su hija?

– Me aburrí a los tres días -continuó él con una sonrisa-. Por eso se me ocurrió ser entrenador.

– ¿Quieres decir que no estás en ello por el sueldo? -preguntó ella, medio en broma. No quería que Hawk fuera tan bueno como parecía.

– No necesito el cheque, si es lo que estás preguntando.

– Hablando de cheques y de sueldo, ¿vas a ver a Raoul mañana?

– No lo sé. ¿Por qué?

– Tengo su cheque del mes. Ayer no trabajó, y se me olvidó pagarle el día anterior -dijo Nicole, que pensaba que el chico no andaría muy bien de dinero-. Tal vez se lo lleve a casa mañana.

– Yo puedo hacerlo, si quieres.

– No, no pasa nada. Yo soy su jefa.

– ¿Qué tal va en la pastelería?

– Es estupendo, un buen trabajador. Me alegro de tenerlo allí.

– ¿Estás contenta de no haberlo enviado a la cárcel?

– No voy a hablar de eso.

– ¿Porque no quieres admitir que estabas equivocada?

– Más o menos.


Hablaron durante toda la cena. A Nicole se le quedó la comida fría en el plato, mientras Hawk y ella charlaban de todo, desde la posibilidad de que los Mariners ganaran la final de la liga hasta el mejor sitio para tomar el café. Como estaban en Seattle, había cientos de lugares.

– Me estás hablando de cafés con leche aromatizados -refunfuñó él-, bebidas de chicas.

– Oh, ya. Tú eres demasiado varonil para eso.

– Pues sí.

Él la miró, y ella le devolvió la mirada. La chispa saltó entre los dos, e hizo que ella se estremeciera. Cuando Hawk se inclinó sobre la mesa y la tomó de la mano, Nicole deseó de repente que estuvieran en otra parte. En algún sitio solitario, tranquilo, donde el hecho de desnudarse no molestara a los demás.