– Muy bien. Porque yo quiero que sea mi papá.

– Yo también -dijo ella.

Después, salió del coche y sacó también a Gabe, y recogió los juegos de mesa que habían elegido para pasar la tarde en casa de Matt.

Había sido una sugerencia de Jesse. Estaba nerviosa por su encuentro en la oficina, pero su objetivo más importante era conseguir que Gabe y su padre forjaran lazos. Le parecía una tontería evitar a Matt por lo fácilmente que él conseguía que le ardiera el cuerpo. Eso era problema suyo, no de él, y tenía que enfrentarse al problema como una adulta.

Caminaron hasta la enorme entrada de la casa de Matt. La puerta se abrió antes de que ella pudiera tocar el timbre. Él apareció en el umbral, muy alto y atractivo, vestido con vaqueros y una camiseta. Relajado.

– Hola -dijo ella con nerviosismo.

– Hola -respondió Matt, y miró hacia abajo-. Hola, Gabe.

– Hola -respondió el niño en voz baja.

– ¿Quieres pasar?

Gabe miró a su madre. Después asintió y entró en la casa. Jesse lo siguió.

El vestíbulo era tan grande como toda su casita de alquiler en Spokane, pensó Jesse, observando la pared que había frente a ellos. Tenía doble altura, y por ella se deslizaba una cortina de agua.

Gabe lo observó con los ojos muy abiertos.

– Está lloviendo por dentro -susurró-. Mira, mamá, está lloviendo por dentro.

– Ya lo veo. Es genial, ¿verdad?

Matt se acercó a una pared lateral y presionó un interruptor. Inmediatamente, el agua cayó al estanque que había debajo. Después hubo silencio.

La expresión de Gabe se volvió de reverencia.

– ¿Puedes hacer eso?

Matt sonrió.

– Y tú también. Vamos, te lo voy a enseñar.

El interruptor estaba un poco alto. Jesse comenzó a moverse hacia ellos, pero Matt se agachó, agarró a Gabe por la cintura y lo subió para que alcanzara. El niño apretó el interruptor y el agua comenzó a caer otra vez.

Gabe se echó a reír.

– Mamá, ¿podemos tener uno de estos?

– Hasta dentro de una temporada no -dijo ella.

Matt dejó en el suelo a Gabe.

– A mí me apetece jugar a algo. ¿Y a ti?

Gabe asintió.

– Por aquí.

Matt los guió a través de una cocina enorme, hasta una sala de estar abierta. El techo tenía dos alturas, y había un paño completamente de cristal, que ofrecía una vista perfecta del lago Washington. La chimenea era muy grande, y frente a ella había dispuestos cuatro sofás.

Matt se dirigió a uno de ellos, pero Gabe se sentó en el suelo, sobre una suave alfombra que había frente a la chimenea. Jesse sonrió a Matt.

– Nosotros jugamos en el suelo.

Aunque se quedó algo desconcertado, Matt se sentó junto a ellos. Entonces Jesse sacó los dos juegos que había llevado.

– El juego de la oca o Candyland. Dos clásicos inmortales -dijo, y miró a su hijo con una sonrisa-. Vamos a empezar por el más fácil. Es nuevo en esto.

Gabe se rió y eligió la oca.

Jesse preparó el juego.

– ¿Tengo que explicar las reglas? -le preguntó a Matt.

– No, las iré entendiendo a medida que juguemos -respondió él con una mirada de diversión.

Gabe tomó el dado.

– Toma. Tú eres el primero.

– Muy amable -le susurró Jesse.

– Es novato -susurró Gabe.

– Os oigo a los dos -refunfuñó Matt, y tiró el dado.

Cinco minutos después, Gabe se rió, cuando tanto Jesse como Matt cayeron en la cárcel y él siguió avanzando y avanzando de oca en oca.

– Va a ganar -advirtió Jesse a Matt.

– Ya lo veo. Es porque tiene más práctica.

– Quizá. O porque se le da muy bien el juego.

Matt tiró el dado y gruñó al ver que le había tocado otra mala casilla.

Jesse pensó que se lo estaba tomando con mucho sentido del humor. Se sentía contenta por cómo estaban saliendo las cosas. Había mucha menos tensión, y aunque Matt no hablaba demasiado con Gabe, parecía que estaban cómodos el uno con el otro.

Cuando Gabe se acercó al gran ventanal a mirar el lago, ella se giró hacia Matt.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Bien.

– ¿Te da menos miedo, o es que estás fingiendo mejor?

– He leído cosas sobre los niños de su edad en Internet. Cómo son y en qué punto del desarrollo están.

¿Significaba eso que había empezado a ver a Gabe como a una persona, como a su hijo? ¿Era demasiado pronto para eso? Antes de que pudiera encontrar la manera de obtener respuestas, su hijo de acercó y se lanzó sobre ella.

– Te quiero, mamá -le dijo mientras aterrizaba en su estómago.

Ella rodó con él, y Gabe terminó boca arriba.

– Yo también te quiero -le aseguró ella mientras le hacía cosquillas en el costado.

Él se encogió de la risa y Jesse también se estaba riendo, y después se abrazaron. Ella lo estrechó e inhaló con fuerza el olor del niño.

Su corazón creía y crecía. Tenía que hacerse cada vez más grande para albergar todo el amor que sentía por Gabe.

Se volvió y vio que Matt se había sentado. Estaba un poco apartado de ellos, con un aire ligeramente tenso y fuera de lugar. En sus ojos se reflejaba una emoción que ella no sabía reconocer. ¿Culpa? ¿Preocupación? Entonces él pestañeó y todo desapareció de su mirada.

Sin previo aviso, Gabe se lanzó hacia el pie de Matt y le hizo cosquillas. Matt se retiró tan rápidamente que estuvo a punto de caerse. Gabe se quedó boquiabierto.

– ¡Mamá, tiene cosquillas!

Parecía que la noticia era tan emocionante como el hecho de que lloviera dentro de la casa. ¿Un adulto que tenía cosquillas? ¿Era posible?

Gabe se lanzó nuevamente hacia él, y Matt extendió el brazo mientras continuaba retirándose.

– Espera, espera. No es buena idea, Gabe. Hacerle cosquillas a alguien puede ser peligroso.

Sin embargo, su hijo no escuchaba, y Jesse no sabía si debía intervenir o no. Cuando Gabe consiguió agarrar los pies de Matt, éste se puso en pie.

– ¿Quién quiere un brownie? -preguntó-. He pasado por la pastelería a comprar algunos.

Jesse se puso en pie y tomó en brazos a Gabe. Todos entraron en la cocina.

– He traído de dos clases -iba diciendo Matt mientras abría una caja de la pastelería Keyes-, Gabe, ¿quieres un vaso de leche con el tuyo?

– Sí, por favor.

– ¿Jesse?

Se estaba comportando de un modo muy relajado, como si no hubiera pasado nada, pensó ella. Como si no hubiera salido corriendo como un cobarde. Jesse hizo un cloqueo.

Él la miró.

– ¿Estás bien?

Ella volvió a cloquear.

– Gallina.

Él entrecerró los ojos.

– No soy un gallina. Es que tengo buenos reflejos. No quiero arriesgarme a hacerle daño a Gabe dándole una patada sin querer.

– Mmm… Tienes cosquillas y no querías que él te tocara el pie.

– Es una cuestión de reflejos.

Ella cloqueó.

Sin avisar. Matt la tomó del brazo, la acercó a él y la miró fijamente a la cara. Su boca quedó a centímetros de la de ella. Allá donde sus cuerpos se tocaban, la pasión ardía.

– Repítelo si te atreves -dijo él en voz baja.

– ¿Me estás desafiando? -preguntó Jesse con el aliento entrecortado.

– Por supuesto.

– ¿Puedo comerme el brownie ya? -preguntó Gabe, tirándole de la camisa a Jesse.

Ella volvió a la realidad. Se apartó de Matt, que la soltó rápidamente.

– Claro, cariño. Sin nueces, ¿verdad?

– Sí.

Se quedaron en la cocina mientras instalaban a Gabe en la mesa con su merienda, actuando como si no hubiera ocurrido nada, aunque Jesse era desesperadamente consciente de todos los movimientos de Matt.

El cuerpo le dolía de deseo. Quería…

Sonó su teléfono móvil.

Ella tomó el bolso, sacó el teléfono y respondió la llamada.

– ¿Diga?

– ¿Jesse? Soy Claire. Tienes que venir inmediatamente -dijo su hermana en un tono frenético.

– ¿Qué ocurre?

– Hay un incendio… Oh, Dios…

Jesse oía ruidos de trasfondo. Ruidos fuertes, chasquidos y gritos.

– ¿Qué quieres decir? ¿Dónde?

– Hay un incendio horrible. La pastelería se está quemando.

Capítulo Doce

Jesse estaba junto a sus hermanas frente a las ruinas humeantes de lo que una vez fue la Pastelería Keyes. La mayoría de las llamas ya estaban apagadas, pero el olor a humo impregnaba el aire.

No se había salvado nada. Cuando ella había llegado, las llamas se alzaban con fuerza hacia el cielo, y el calor los mantenía a todos alejados del edificio. Ahora que todo había pasado, sólo quedaban ascuas y cenizas.

– No puedo creerme que haya desaparecido -susurró Nicole, tan aturdida como Jesse-. Así, sin más.

Claire estaba entre ellas, y tenía a sus hermanas tomadas del brazo.

– No ha habido daños personales -les dijo-. Eso es lo más importante. Lo demás puede sustituirse.

Jesse no se molestó en contener las lágrimas.

– Ya no va a salir en Buenos días, América. No queda mucha historia que contar.

«Pequeño negocio destruido por el fuego». ¿A quién le importaba eso?

– No es el fin del mundo -dijo Nicole-. Tenemos el seguro, lo reconstruiremos. Lo único malo es que tardaremos un poco.

Jesse no dijo nada. ¿De qué iba a servir? Ella había vuelto a Seattle a demostrar algo, y se había concedido seis meses para hacerlo: que podía formar parte del negocio y contribuir. Con la pastelería cerrada, eso era imposible.

– ¿Y qué vais a hacer hasta ese momento? -preguntó Claire.

– No lo sé -admitió Nicole-. Supervisar la construcción del nuevo local.

Era la muerte de su sueño, pensó Jesse con tristeza. Tendría que volver a Spokane y retomar su vida tranquila en el bar. Nunca iba a tener la oportunidad de demostrar que tenía buenas ideas y que servía. Era…

– Podemos alquilar una cocina -dijo sin pensarlo-. Tendríamos que dejar de vender algunos productos, pero no todos. Haremos correr la voz y, mientras, podemos utilizar ese tiempo para empezar a funcionar por Internet. Lo tengo todo preparado y puedo encontrar hospedaje mañana mismo. Así conservaríamos el negocio en marcha durante la reconstrucción.

Nicole negó con la cabeza.

– No funcionaría, Jesse. Sé que quieres hacerlo, pero no es posible. Además, éste no es el mejor momento. No se pueden enviar productos de bollería de un lado a otro del país. Son difíciles de empaquetar y no soportarían bien el traslado, y aunque resolvieras esos problemas, estarían duros cuando llegaran a su destino.

– Si hacemos envíos de un día para otro, no.

– Nadie va a pagar eso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Llevo años en este negocio. Conozco a mis clientes.

– Conoces a la gente que entra en la tienda. No conoces al resto del país, y no sé por qué no puedes, ni siquiera, meditar la idea. Hay más vida de la que tú ves.

– Eso ya lo sé -dijo Nicole con los dientes apretados-, pero lo que tú quieres es imposible.

– Porque tú lo digas. Ni siquiera quieres intentarlo.

– Bueno, ya basta -intervino Claire, y las soltó a las dos. Se puso frente a ellas y dijo-: Se acabaron las peleas. Las cosas ya son bastante difíciles como para que os enfrentéis -miró a Nicole y prosiguió-: Volver a poner en marcha la pastelería va a llevar cierto tiempo; meses, quizá un par de años. ¿Y qué vas a hacer con tus empleados mientras tanto?, ¿los vas a perder?

Nicole cabeceó.

– No lo sé. Todavía no sé nada.

– Jesse tiene razón. Alquilar una cocina es una manera rápida, y no creo que suba mucho los costes de producción. Y lo mismo en cuanto a las ventas por Internet. Si ella ya tiene preparada la página web, sólo tendríamos que buscar un hospedaje. Eso no es caro, así que aunque las ventas no sean espectaculares, al menos habrá algunas, y podrás conservar a algunos de tus empleados.

Nicole suspiró.

– Tienes razón.

– Lo sé. En cuanto al resto del negocio, ¿por qué no vendéis a los restaurantes de la ciudad? ¿No habéis indagado nunca ese mercado? Entre la tarta de chocolate Keyes y los brownies, podríais generar buenos beneficios.

Jesse miró a Claire.

– Nunca se me había ocurrido pensar en los restaurantes.

– A mí tampoco -admitió Nicole.

– Soy mucho más que una cara bonita -les dijo Claire-. Tenedlo en cuenta.

Jesse sonrió.

Nicole se echó a reír.

– Está bien. Empezaremos por buscar una cocina para alquilar, y después pondremos a funcionar la página de Internet. Tengo que llamar a todo el mundo para decirle lo que ha pasado. ¿Qué hora es?

Jesse miró el reloj.

– Casi las tres.

– Sid está al llegar -dijo Nicole con un suspiro-. Esto va a ser muy duro para todos.

Jesse no dijo nada. Aunque estaba contenta por el hecho de Nicole hubiera entrado en razón, lamentaba que su hermana hubiera pensado en la idea de la cocina alquilada cuando Claire lo había mencionado, y no cuando lo había propuesto ella.