Lo más patético de todo era lo mucho que ella deseaba creerlo.
– No voy a tragarme eso otra vez -le dijo, pero al hacerlo, notó una punzada de dolor.
– Lo sé. Lo he estropeado todo, Jesse. Lo sé -respondió Matt, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón-. No necesitas un abogado. No voy a intentar quitarte a Gabe. No quiero hacerte daño. Quiero que lo intentemos de nuevo.
Jesse se quedó mirándolo con asombro.
– ¿El qué? ¿Estar juntos? ¿Después de esto? Ni lo sueñes.
Él pasó por alto su respuesta.
– Quiero una relación de verdad contigo. Quiero ser el padre de Gabe. Quiero que seamos una familia.
– Eso es mentira. Alguien que quiere tener una relación no organiza la destrucción emocional de la otra persona. Si yo te importara de verdad, habrías abandonado tu plan, pero no lo hiciste. Después de que yo te dijera que te quería, llamaste a tu abogado. Lo que más te importa es la venganza. Yo no podría estar con alguien como tú.
– No lo dices en serio.
– Sí. Todas y cada una de las palabras.
– No puede ser -murmuró él-. Te quiero, Jesse.
– Tú no quieres a nadie más que a ti mismo. No sabes cómo querer. No sientes lo que ha pasado, sólo lamentas que te hayan pillado.
– No, Jesse. Eso no es cierto. No puedes alejarte de mí.
– Hace cinco años, te rogué que me creyeras cuando te dije que no había hecho nada malo. Sin embargo, tú no me escuchaste. Sólo te importaba el dolor que sentías. Lo más irónico es que yo no había hecho nada malo, pero tú no te molestaste en averiguar la verdad. Ahora he vuelto con la idea de que fuéramos una familia. No sabía que iba a sentir algo por ti. Pensaba que seríamos amigos y que tú serías el padre de Gabe. He hecho todo lo posible por compensarte los años que has perdido con tu hijo, y no he juzgado ninguno de tus actos. Tú sigues siendo el padre de Gabe y no voy a impedir que lo veas, pero lo que teníamos, lo que sentíamos, está muerto. No te voy a perdonar, ni voy a volver a confiar en ti, y si no fuera por el hecho de que tu hijo te echaría de menos, te diría que te fueras al infierno.
Jesse lo apartó de un empujón, entró en su coche y se alejó. Estaba orgullosa de sí misma por no perder el control, hasta que a un par de kilómetros de distancia tuvo que parar porque no veía a través de las lágrimas.
Capítulo Veinte
Jesse comprendió que había cometido un error en cuanto llegó a Starbucks. El establecimiento estaba en Woodinville, junto a Top Foods. Era un lugar cálido y alegre con muchos asientos. Ella nunca había estado en aquél, pero había pasado varias veces en coche por delante. El problema no era el lugar, sino los recuerdos. Matt y ella se habían conocido en un Starbucks. Quizá hubieran pasado cinco años, pero lo recordaba todo perfectamente. El aspecto de Matt, lo que él había dicho, y cómo lo había seguido y se había ofrecido, atrevidamente, a cambiarle la vida. Como si ella tuviera la respuesta mágica a todos los problemas.
Había aprendido mucho desde entonces. Sabía que era muy capaz de cometer un error, de malinterpretar una situación. No había magia, sólo la posibilidad de que alguien le pisoteara el corazón.
– Un poco dramática, ¿no? -murmuró mientras salía del coche y se acercaba al Starbucks. Quizá una forma de pensar un poco más racional fuera de ayuda.
Entró en el local y miró a su alrededor. No vio a Matt al principio, pero sabía que tenía que estar allí. Había visto su coche en el aparcamiento. Lo encontró sentado en una mesa de la terraza. Pidió un té helado y se acercó a él.
Matt alzó la vista y la vio. Tenía unas profundas ojeras, y la tirantez de su expresión hablaba de dolor y tristeza. Ella casi se sintió mal por él, pero «él» era el problema, tenía que seguir recordándoselo. Tenía que recordar cómo se sentía cada minuto del día, al mismo tiempo que se acordaba de lo que había creído que tenía y de lo que había perdido.
– Jesse -dijo él. Se puso en pie y retiró una silla para ella-. Gracias por acceder a reunirte conmigo.
– Tenemos mucho de lo que hablar.
Él esperó hasta que ella estuvo sentada. Siempre había tenido buenos modales, pensó Jesse. Eso era mérito de Paula.
– ¿Te has enterado de que el otro día comí con Gabe? -le preguntó.
– Me lo contó tu madre. Por eso he venido. Tenemos que acordar algún horario de visitas. Gabe disfruta contigo, y es importante que haya coherencia.
– Estoy de acuerdo. Aceptaré el horario que tú quieras. Buscaré tiempo para estar con el niño.
Su mirada parecía más de tristeza que de enfado.
– Jesse, lo siento muchísimo. Tomé lo que me dabas y lo pisoteé. Es lo más estúpido que he hecho en mi vida. Quiero compensaros a Gabe y a ti.
– ¿Cómo? -preguntó ella, que se sentía muy cansada-. No puedes enmendar lo que ha pasado, Matt. Mira, Gabe quiere tener un padre, y tú quieres serlo. Muy bien. Vamos a avanzar desde ahí. Lo verás, y tendrás una relación con él.
– Pero no contigo.
– No. Conmigo no -dijo ella, y agarró con fuerza la taza de té-. Ojalá pudiera ser distinto.
– Puede serlo -Matt se inclinó hacia ella-. Todo puede ser distinto. Recibiste los papeles en los que te notificaba que no voy a presentar la petición de custodia, ¿no? Por favor, dame una oportunidad. Deja que te muestre quién soy.
De repente, a Jesse comenzaron a arderle los ojos, y se puso en pie rápidamente.
– Ya sé quién eres y lo que eres. Ya no puedo confiar en ti, me lo has demostrado del modo más claro posible, así que deja de intentarlo. Dime cuál es el horario que mejor te viene para estar con Gabe y después podemos acordar los detalles de tus visitas.
Él se levantó también.
– Esto no es el final. No voy a rendirme. Te quiero.
– La gente que está enamorada no hace lo que hiciste tú, Matt. Envíame por correo electrónico el horario y te responderé en un par de días.
– Jesse, no. Habla conmigo. Tiene que haber algo más.
Ella lo miró.
– Debería, pero esto es todo lo que tenemos ahora.
Después, ella se marchó, haciendo todo lo posible por no salir corriendo, por no demostrar debilidad. Pero era difícil caminar con los ojos llenos de lágrimas y el corazón suplicándole que le hiciera caso a Matt y le diera otra oportunidad.
El calendario de visitas de Matt llegó al correo de Jesse, junto a un aviso de su banco que le decía que había un depósito automático en su cuenta. Jesse miró la enorme cantidad de dinero y sospechó que iba a aparecer el mismo día todos los meses. Era la manutención del niño. Matt había encontrado la forma de darle un dinero.
Ella no se molestó en preguntarse cómo había podido averiguar su número de cuenta. Un hombre como él podía hacer eso con facilidad. Los ordenadores eran su oficio, y tenía recursos ilimitados. Sin duda, en su banco estarían asombrados por el saldo.
Lo primero que pensó fue en apartar la mayor parte de aquel dinero para pagarle la universidad a Gabe, pero ¿para qué? Matt se ocuparía de eso. También podría ofrecerle un alquiler a Paula, aunque no creía que ésta lo aceptara. Gabe y ella acabarían por buscar un piso y mudarse, pero Paula había dejado bien claro que no quería que ocurriera pronto. Ella tampoco tenía prisa. Paula disfrutaba estando con su nieto, y Gabe disfrutaba de su atención. Ella valoraba el hecho de tener a otra persona adulta cerca, así que por el momento iba a quedarse.
Gabe entró corriendo a su habitación y se detuvo junto a la cama, donde ella estaba sentada con el ordenador en el regazo. El niño tenía los ojos muy abiertos y una expresión esperanzada.
– El sábado es el cumpleaños de la abuela -le dijo en un susurro-. Lo ha dicho el tío Bill. Hay que hacerle una fiesta a la abuela.
¿El cumpleaños de Paula? Jesse nunca había sabido la fecha. Dejó el ordenador a un lado y se puso en pie.
– Tienes razón -dijo a Gabe-. Tenemos que hacer una gran fiesta para la abuela -y, como tenía la sensación de que Bill querría llevar a Paula a cenar a algún sitio bonito, añadió-: ¿Qué te parece que sea a la hora de comer? Podemos poner globos de adorno, comprar regalos y traer una tarta.
– ¡Y helado! -exclamó su hijo, dando palmaditas-. Y regalos.
– Muchos regalos. Voy a contarle nuestro plan al tío Bill. Creo que debería ser una fiesta sorpresa.
Gabe sonrió.
– ¿Un secreto?
– Sí. Así que no puedes decir nada.
– No voy a decir nada.
Jesse tenía sus dudas. Normalmente, la emoción ganaba en un niño de cuatro años, pero de cualquier modo, Paula sabría que era querida y apreciada.
– ¿Puede venir papá de compras con nosotros? -preguntó Gabe.
Jesse vaciló.
– Él comprará sus regalos para la abuela.
Gabe alzó la barbilla, señal inequívoca de que iba a ponerse terco.
– Quiero que papá venga de compras con nosotros.
Cada vez que pensaba en Matt, a ella le dolía el corazón. Echaba de menos estar con él, su contacto, su risa y la forma en que la conocía y la entendía. Se decía a menudo que todo eso era lo que le había permitido destrozarla, pero no conseguía dejar de quererlo.
– Se lo preguntaré -prometió.
Gabe olisqueó una vez, y después estornudó.
– Este no, ¿verdad?
El niño arrugó la nariz.
– No huele a la abuela.
Jesse se inclinó y le acarició la mejilla a Gabe.
– ¿Estás seguro de que quieres comprarle un perfume? Puede que a la abuela el guste más un jersey bonito, o unos guantes para estar calentita en invierno.
Matt miró a la dependienta, que ya había preparado media docena de muestras de perfume y se las había entregado a Gabe.
– Lo siento -le dijo-. Deberíamos habérnoslo llevado antes.
La muchacha sonrió.
– No pasa nada. Es importante elegir bien la fragancia.
– ¿No te gusta ninguno de estos? -le preguntó Jesse a Gabe.
Gabe negó con la cabeza.
– ¿Ni siquiera éste? -preguntó Jesse, tomando la muestra del primero.
– No.
– Tal vez debamos tomarnos un descanso en la compra del perfume -le dijo Jesse al niño-. Quiero comprarle un jersey a la abuela, así que vamos a hacer eso y después lo intentaremos en otra tienda.
– De acuerdo -dijo Gabe, y le dio la mano a su madre-. A la abuela le gusta el rojo.
– Es cierto -dijo Jesse mirando a Matt-. ¿Te estás volviendo loco con todo esto?
– Todavía no.
Ella sonrió. Fue una sonrisa fácil que le transmitió a Matt, al menos por el momento, que ella había olvidado estar en guardia. Entonces la sonrisa se desvaneció y Jesse apartó la mirada.
– Vamos al piso de arriba -dijo-. Allí he visto jerséis.
Matt vaciló.
– Yo voy a buscar un café. ¿Quieres uno?
– No, gracias.
Él esperó hasta que ellos llegaron al ascensor y después volvió al mostrador de los perfumes, donde adquirió el que le había gustado a Jesse. Quizá demostrarle que había prestado atención fuera de ayuda.
Los alcanzó junto a la zona de jerséis y chaquetas.
– Creo éste le sentaría muy bien a Paula. ¿Tú que piensas?
– Estoy de acuerdo.
Ella miró el precio y pestañeó. Después de encogió de hombros.
– Se lo merece.
Matt quería decirle que con el dinero que él le había depositado en la cuenta bancaria podía estar cómoda, pero pensó que no era un buen movimiento. Tampoco se ofreció a pagar el jersey. Jesse podía tomárselo como un insulto.
– ¿Vamos a comprar ahora el perfume? -preguntó Gabe mientras se ponían a la cola para pagar.
Jesse asintió.
– Hay un Sephora en este centro comercial. Vamos a intentarlo allí. Quizá te gusten las esencias de la Filosofía -dijo, y miró a Matt-. Son limpias y atractivas.
– Entonces vamos allí.
Jesse pagó el jersey. Después, Matt tomó la bolsa de manos de la cajera.
– Yo lo llevaré.
Jesse vaciló.
– Gracias.
Volvieron al ascensor. Cuando se detuvieron para esperar a que un par de señoras pasaran delante de ellos. Matt posó la mano en su espalda, a la altura de la cintura. Sintió el calor de su cuerpo a través de la tela de su camiseta de manga larga. Ella no reaccionó en absoluto. ¿Habría sentido su contacto, estaba aguantándose por Gabe? ¿Qué pensaba cuando lo miraba?, ¿consideraba la posibilidad de perdonarlo?
Paso a paso. Había hecho un plan y había resultado un desastre. En aquella ocasión iba a vivir el momento, haciendo todo lo posible por demostrar que sus intenciones eran sinceras.
Salieron del centro comercial y Matt señaló la joyería Ben Bridge.
– Tengo que entrar aquí.
Jesse arqueó las cejas.
– ¿De veras?
– Quiero comprarle unos pendientes a mi madre.
No mencionó el hecho de que durante los cinco años anteriores no se había molestado en comprarle un regalo a Paula. Estaba demasiado enfadado como para intentarlo. Otra relación que tenía que arreglar, pensó. Aunque Paula había aceptado sus disculpas sin reservas.
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