Lo sacó del armario, se lo puso y se colocó ante el espejo mientras cerraba la cremallera. Pero la imagen que surgió ante sus ojos le hizo desear llorar. Sus senos resaltaban mucho más con aquella prenda. Por nada del mundo se enfrentaría a Brian con eso puesto.

Irritada, se lo quitó y lo arrojó a un lado, reemplazándolo por una camisa de tono blanco grisáceo y mangas largas, sobre la cual se echó la sempiterna y odiada rebeca.

Se salvó de volverse a encontrar a Brian con el pecho desnudo porque él entró en el baño mientras ella estaba recogiéndose el pelo. Recogido era un poco más discreto al menos.

En el baño, Brian también se observó en el espejo. «Te tiene miedo, Scanlon, así que el problema está resuelto. No tienes que pensar en la posibilidad de enamorarte de ella.»

Pero en el cuarto abundaban detalles femeninos: el aroma a flores del jabón flotando en el aire húmedo, la manopla para lavarse que goteaba colgada de la barra de la cortina y que Brian se quedó contemplando un buen rato cuando la cogió para cerrar las cortinas… Haciendo un esfuerzo, intentó olvidarse de ella. Pero, mientras estaba bajo el chorro de agua caliente enjabonando su cuerpo, volvió a pensar en ella, y en la película, y no pudo evitar el preguntarse lo que sería estar en la cama con aquel cuerpo pecoso, aquellos senos exuberantes y aquella cabellera roja.

«¡Scanlon, es Navidad, no seas pervertido! ¿Qué demonios haces pensando en acostarte con la hermana de tu mejor amigo?»

Pero ésa no era la única razón por la que no podía quitársela de la cabeza, reconoció al instante. Era una persona maravillosa. Interiormente, que era lo importante.

Premeditadamente, Brian actuó con ligereza cuando volvió a encontrarse con Theresa en la cocina. Pero fue más fácil, pues el resto de la familia comenzaba a levantarse, y fueron apareciendo uno a uno para tomar café o zumo de naranja. Una vez que todos se sentaron a desayunar, la perspectiva del día había cambiado.

Todo eran preparativos. Habría una reunión familiar en casa de los abuelos y todo el mundo llevaría algo para la cena. Además, al día siguiente el grupo iría a la casa de los Brubaker para la comida de Navidad, así que Margaret, Theresa y Amy estarían todo el día ocupadas en la cocina.

Margaret estaba en plena forma, dando órdenes como un sargento de instrucción mientras sus hijas las ejecutaban. Willard se pasó parte del día a la busca de pájaros cardenales, y Jeff y Brian sacaron sus guitarras por fin. Al oír el sonido de las guitarras desde la cocina, Theresa dejó lo que estaba haciendo y se acercó a la puerta de la sala para ver a Brian tocando por primera vez. Se quedó quieta observando cómo afinaba y luego daba un acorde aumentado suave y vibrante, con la cabeza pegada al instrumento, escuchando atentamente mientras las seis notas se apagaban. Estaba sentado en el banco del piano, de cara al sofá, donde se había instalado Jeff, y no sabía que Theresa estaba detrás de él.

Jeff tocaba la guitarra solista, Brian la rítmica y, cuando las discordancias preliminares cristalizaron en la introducción de una canción, Theresa percibió una maravillosa comunicación entre ellos. No se habían hecho ninguna señal de ninguna clase. Sencillamente, el galimatías de la afinación se había resuelto en una canción convenida silenciosamente.

Entre músicos puede haber una comunicación, al igual que entre amigos, que les permite adivinar el estado de ánimo del otro. Es algo que no puede ser dispuesto ni acordado. Entre los miembros de un grupo, dicha comunicación establece la diferencia entre tocar simplemente notas al mismo tiempo y crear una afinidad de sonidos.

Ellos dos la poseían. Casi había una cualidad mística en ella y, mientras Theresa escuchaba desde la puerta de la cocina, sintió escalofríos por los brazos y las piernas. Habían comenzado a tocar Georgia on My Mind. ¿Dónde estaba el rock estridente? ¿Dónde los ásperos acordes que tanto gustaban a Jeff? ¿Cómo se había perfeccionado tanto?

Ni Brian ni Jeff se miraban mientras tocaban. Tenían la cabeza ladeada, la mirada perdida, la actitud concentrada que Theresa conocía tan bien.

Jeff comenzó a cantar, su voz sumamente áspera evocaba la interpretación inmortal que Ray Charles hacía de esa canción. A Theresa se le hizo un nudo en la garganta. Amy se había colocado detrás de ella silenciosamente, y las dos estaban inmóviles. Jeff hizo una improvisación entre dos estrofas, y Theresa contempló sus dedos flexibles volando sobre los trastes, con una agilidad que no le había visto antes. Cuando tocaron los acordes finales, Theresa se volvió y vio los ojos desmesuradamente abiertos de Amy.

Las miradas de Jeff y Brian se encontraron y ambos sonrieron a la vez.

– Jeffrey -murmuró Theresa al fin.

Él levantó la vista sorprendido.

– Oye, cara guapa, ¿cuánto tiempo llevas ahí?

Brian le dio la vuelta al banco del piano, y Theresa le dedicó una sonrisa de aprobación al pasar, pero se dirigió hacia su hermano, para abrazarle.

– ¿Desde cuándo tocas así de bien?

– Hace más de un año que no me oyes, casi un año y medio. Brian y yo hemos estado trabajando duro.

– Eso está claro.

Theresa se volvió hacia Brian.

– No me interpretes mal, pero creo que estáis hechos el uno para el otro.

Todos se rieron, y luego Brian le dio la razón a Theresa.

– Sí, pensamos algo parecido la primera vez que tocamos juntos. Simplemente sucedió, ¿sabes?

– Lo sé. Y se nota.

Amy, con las manos metidas en los bolsillos de sus vaqueros, avanzó hasta el lado de Brian.

– ¡Chico, cuando la panda oiga esto…!

Theresa no pudo resistir la tentación de burlarse.

– ¿Es Amy Brubaker la que está hablando? ¿La misma Amy que nos destroza los tímpanos con sus discos y se burla de cualquier cosa más suave que Rod Stewart?

Amy se encogió de hombros sonriendo tímidamente.

– Sí, pero estos tíos son excelentes, buenísimos. Y, de todas maneras, Jeff prometió que tocarían algún rock, ¿no es verdad, Jeff?

En lugar de responder, Jeff hizo sonar un acorde con un ademán triunfal, miró a Brian, y el siguiente acorde cortó el aire con la impetuosidad del más puro rock. Amy se puso en medio y empezó a mover las caderas al ritmo de la música.

– ¡Síiii! -exclamó Amy, y Brian le dirigió una sonrisa distraída.

Luego dirigió la misma sonrisa a Theresa, que se encogió de hombros a modo de réplica, mientras disfrutaba de cada nota, fuera rock o no, y de cada movimiento de caderas de Amy.

Cuando acabó la canción, Margaret y Willard comenzaron a aplaudir desde la puerta.

A última hora de la tarde, todos se dirigieron a sus respectivos cuartos para arreglarse. Cuando se reunieron en la cocina para cargar el coche, Margaret sugirió:

– ¿Por qué no lleváis las guitarras? Cantaremos algunos villancicos. Ya sabéis cómo les gustan a los abuelos.

De modo que en la furgoneta fueron entrando sucesivamente dos guitarras, una ensalada de patatas, jalea de arándano, un montón de regalos, y seis personas.

Willard llevó la furgoneta. Theresa se encontró en el asiento trasero apretujada entre Jeff y Brian. A pesar del grueso abrigo que llevaba, Theresa podía sentir el calor del cuerpo de Brian y, cuando Jeff comenzó a conversar con él, disfrutó del atrayente aroma a sándalo de su loción de afeitar, pues Brian había deslizado el brazo a lo largo del respaldo y se echaba hacia delante continuamente para ver a Jeff.

Si Brian había pensado en algún momento que se sentiría fuera de lugar, indudablemente se le quitó la idea de la cabeza a los pocos minutos de llegar. La casita, de mediados de los años cuarenta, estaba abarrotada hasta los topes de familiares de todas las edades y tamaños. El abuelo estaba sordo y cuando Jeff llevó a su amigo para presentárselo, se produjo una escena divertida.

– ¡Abuelo! -exclamó a voz en grito-. Este es Brian, mi amigo, el que está en las Fuerzas Aéreas conmigo.

El anciano asintió.

– Le he invitado a pasar las Navidades con nosotros -prosiguió en el mismo tono.

El abuelo asintió una vez más.

– Tocamos en el mismo grupo, y hemos traído las guitarras para cantar unos cuantos villancicos esta noche.

Su cabeza calva se movió asintiendo una vez más. Luego el anciano agitó un dedo en el aire, al parecer en son de aprobación, pero no dijo una palabra hasta que Jeff y Brian hicieron ademán de marcharse. Entonces preguntó con voz aguda y temblorosa:

– ¿El que toca el violín?

Jeff se volvió de nuevo hacia su abuelo, inclinándose más cerca de él.

– La guitarra, abuelo, la guitarra.

El viejo asintió y ya no volvió a abrir la boca; apoyó una mano en la otra, sobre un bastón negro con empuñadura de plata y pareció caer en un ensueño.

Cuando Brian y Jeff se alejaron, aquél preguntó al oído a su amigo:

– ¿Funciona el aparato auricular que lleva?

– Lo baja cuando le da la gana. Cuando comience la música, no se perderá una sola nota.

Los treinta y tantos tíos, primos y sobrinos comieron en una mesa sobre la que había de todo. Brian no había visto tanta comida junta. Después de la cena, se repartieron los regalos y todo el mundo se sentó donde pudo para cantar los villancicos de siempre. A Theresa la convencieron para que acompañase a las guitarras tocando un viejo órgano de roble. Después de cantar Jingle Bells, alguien gritó:

– ¿Dónde está Margaret? Venga, Margaret, te toca a ti.

Para asombro de Brian, la rolliza y dictatorial Margaret salió al centro de la «pista» e interpretó admirablemente «noche de Paz», acompañada al órgano por su hija. Cuando acabó la canción, Theresa vio que Brian arqueaba las cejas sorprendido y le susurró:

– Mamá era mezzo-soprano en una compañía de ópera ambulante antes de casarse con papá.

– Entonces, ya sólo queda Amy.

– Yo sólo heredé el ritmo, pero no la voz -replicó Amy-, así que toco la batería en el grupo del colegio.

– Y bailas, supongo.

– Sí. Espera a verme.

Theresa sintió un poco de envidia. Amy podía asfixiar a cualquiera que pretendiese seguir su ritmo endiablado. Lo que había hecho aquella mañana en la sala había sido solamente una pequeña muestra del ritmo que había en su cuerpo flexible de adolescente. Theresa siempre había estado muy orgullosa del talento para el baile de Amy, y más aún de su carencia de inhibiciones para ponerse en movimiento siempre que sonaba cualquier tipo de música. A diferencia de ella misma, que siempre había sentido deseos de bailar y nunca se había atrevido.

Debería haber crecido habituada al baile; de ese modo ahora no le importaría hacerlo. Ella ponía todos sus sentimientos en la música, y ésta le daba las satisfacciones que se le negaban en otros campos de expresión.

Theresa se tragó la mezquina envidia que había llegado a odiar de sí misma y elogió a su hermana.

– No conozco a nadie que baile tan bien. Es una pena que no tenga unos cuantos años más para ir contigo a la fiesta de Noche Vieja.

Brian sólo sonrió esperando que Theresa se decidiera al final a ir con él.

En el camino de vuelta, dejaron a Jeff en casa de Patricia, donde también había una fiesta familiar. Cuando el resto del grupo llegó a su destino, el matrimonio se retiró a la cama mientras los tres más jóvenes encendían las luces del árbol y se sentaban en la acogedora sala intercambiando anécdotas sobre las Fuerzas Aéreas, los bailes de colegio, el abuelo y un sinfín de temas que les tuvieron despiertos hasta bien pasada la medianoche. Jeff se unió a ellos, anunciando que acababa de llegar volando en su trineo a reacción y que no llenaría ningún calcetín de regalos hasta haber encontrado un vaso de leche y galletas.

Cuando Theresa se durmió aquella noche, soñó con los largos dedos de Brian deslizándose por los trastes de la guitarra, tocando una canción de amor cuyas palabras ella se esforzaba en oír.


A la mañana siguiente, Amy despertó a Theresa dando saltos en su cama y riéndose.

– ¡Venga, chica, vamos a por esos dos!

– Amy, el cielo está todavía más negro que el carbón.

– ¡Ya son las siete!

– ¡Ooohhh! -rezongó Theresa, tapándose la cabeza.

– Venga, sal de ahí y vamos a despertar a los demás.

– ¿Quién está armando todo ese jaleo? -se oyó gritar a Jeff-. ¡Aquí no os atreveréis a intentarlo!

Amy saltó de la cama para atacar a su hermano, y los chillidos que se oyeron a continuación daban fe de la pelea a muerte de cosquillas que estaba aconteciendo. El escándalo no tardó en despertar a Margaret y Willard. Los golpazos en el suelo hicieron otro tanto con el invitado, y en menos de diez minutos todos se habían reunido alrededor del árbol de Navidad, vestidos con batas cerradas precipitadamente, vaqueros, camisas a medio abrochar y zapatillas. Todos tomaban café o zumo de naranja mientras se repartían los regalos.