Brian estaba compartiendo unas Navidades como nunca había visto en la vida. Aquella familia ruidosa y llena de cariño estaba enseñándole muchas cosas. Los regalos también hablaban de ese amor, pues no eran muchos pero bien escogidos.
Para Willard, sus hijos habían comprado un telescopio que tendría su sitio ante las puertas de cristal de abajo, y para Margaret una pulsera de oro con las fechas de nacimiento de sus tres hijos grabadas en tres dijes, y que luciría orgullosamente en su mano derecha. Y además les dieron un «vale» por un fin de semana en la pintoresca «Posada de Schumaker», situada en un pueblecito llamado New Prague, a una hora en coche de las «Ciudades Gemelas».
De sus padres, Jeff, Amy y Theresa recibieron respectivamente un billete de avión para volver a casa en Semana Santa, un par de entradas para un concierto de rock y un abono para el «Orchestra Hall».
Para asombro de Brian, todos los Brubaker tenían un regalo para él. Margaret y Willard le regalaron una cartera; Amy, cintas vírgenes para que grabase canciones de la radio; Jeff, una armónica Hohner de la que habían estado hablando en una tienda de instrumentos musicales y de la que Brian había comentado que siempre había querido tener; y Theresa, un disco de música clásica que incluía el Nocturno en Mi bemol de Chopin.
Cuando abrió el último regalo, levantó la vista sorprendido.
– ¿Cómo has conseguido comprarlo en tan poco tiempo?
– Secreto -respondió ella.
Pero su mirada se desvió maliciosamente hacia su padre, y Brian recordó que Willard había salido el día anterior a comprar «las cosas de última hora».
Afortunadamente, Brian también había comprado regalos. Para el matrimonio Brubaker había comprado una botella de Chianti y un surtido de quesos; para Amy, unos auriculares, que fueron recibidos con un clamoroso aplauso del resto de la familia; para Jeff, una cinta ancha para la guitarra con su nombre grabado; y para Theresa, una figurilla de peltre: una rana sonriente tocando el violín.
– ¿Cómo sabías que coleccionaba figurillas de peltre?
– Secreto.
– Mi querido hermano, que no puede guardarse nada. Y, por una vez, me alegro de que no pueda. Gracias, Brian.
– Gracias a ti también. Quizás consigas educar mi oído con el disco.
Lo cual era una ironía, pues Brian estaba lejos de tener mal oído.
Theresa contempló la rana de ojos saltones y sonrisa suficiente y dirigió una sonrisa similar a Brian.
– La llamaré Maestra.
La rana violinista se convirtió en una de las posesiones más queridas de Theresa y ocupó un lugar de honor en la estantería de su cuarto que contenía la colección. Era el primer regalo que recibía de un hombre que no fuera de su familia.
Aquel día de Navidad lleno de ruidos, comida e invitados, a Brian y Theresa se les pasó de repente. Estaban más pendientes el uno del otro que de cualquiera de los demás. Los familiares comieron y luego les entró pereza, volvieron a comer y a la larga fue reduciéndose el grupo. A primeras horas de la noche, hubo un resurgimiento de ánimo. Como la mayoría de los días en aquella casa donde la música era la reina suprema, aquél habría resultado incompleto sin ella. Eran las diez de la noche y ya sólo quedaban unos doce, cuando de repente aparecieron las guitarras y se hizo evidente que la familia tenía sus temas favoritos, que pidieron a Jeff y Theresa. Margaret y Willard estaban acurrucados en el sofá como dos adolescentes, y no cesaban de aplaudir y pedir más canciones. Después, Brian y Jeff hicieron un potpurrí de canciones rock al que se unió Theresa, tocando el piano estilo Elton John. De repente, a Jeff se le ocurrió una idea.
– ¡Oye, Theresa, saca el violín!
Ella sacó el hermoso instrumento que había heredado de su bisabuela, la cual había sido una violinista de mucho talento.
Brian se quedó asombrado de oír a los dos hermanos tocando una simpática versión de una canción popular, Noche de Sábado en Luisiana, y todos los demás comenzaron a dar palmas y a bailar, dando fuertes pisotones en el suelo. A Brian le sorprendió que Theresa conociese la canción, tan diferente de sus clásicos.
Siguieron con otros bailes alegres del mismo estilo, y el usualmente reservado Willard cogió a Margaret y los dos ejecutaron unos pasos improvisados en medio del corro.
– ¡Tócanos Pavo entre la paja! -gritó alguien.
Brian descubrió una nueva faceta de Theresa cuando interpretó con su clásico Storioni de 1906 una alegre versión de la tradicional melodía granjera, dando a la vez taconazos en el suelo y observando cómo sus padres daban vueltas y aplaudían mientras ella cantaba con voz clara como el agua:
Oh, yo tenía una gallinita
que no me ponía un huevo
Le eché agua hirviendo entre las patas
y la gallinita aulló
y la gallinita suplicó
y la condenada gallinita
puso un huevo duro.
Acabaron la canción gritando todos al unísono: «¡Boom-tee-dee-a-da… pícara gallinita!»
Brian se unió a los entusiastas aplausos y silbidos que siguieron. Mientras se reía con los demás, vio una vez más a la Theresa oculta que parecía dejarse entrever sólo con la música y sus seres más queridos. Se tapó sus acaloradas mejillas con ambas manos, con el violín y el arco todavía entre los dedos, y su risa brotó dulce y fresca como el agua primaveral.
Era única. Era limpia. Era refrescante como la alegre música popular que acababa de sacar del inestimable Storioni de su bisabuela.
Observó como Theresa repartía abrazos de despedida entre sus familiares. Se había olvidado de sí misma y levantaba los brazos alegremente. Brian ya sabía lo poco frecuente que era aquel estado de ánimo de Theresa. La música hacía la diferencia. La transportaba a un plano de inconsciencia de sí misma que ninguna otra cosa podía conseguir.
Brian se volvió y regresó pensativo a la sala desierta, preguntándose cómo podía lograr que se comportase con la misma naturalidad con él. Se sentó al piano y comenzó a tocar con un solo dedo una melodía inolvidable, una de sus favoritas, y luego comenzó a añadir suavemente notas armoniosas. Pronto se vio absorto en la dulce canción.
La casa estaba tranquila. Amy estaba en su cuarto con sus auriculares puestos. Willard estaba abajo montando su telescopio. Margaret se había ido a la cama, agotada.
Sólo quedaban tres en la sala, donde brillaban las luces del árbol de Navidad.
– ¿Qué estás tocando? -preguntó Theresa, deteniéndose detrás de Brian y observando sus largos dedos.
– Una vieja canción, Dulces recuerdos.
– Creo que no la conozco.
– Tócala para ella -dijo Jeff entrando en escena.
Cogió la vieja Stella y se la ofreció a Brian, que le miró sonriendo evasivamente.
– Haz un favor a la vieja guitarra -insistió Jeff.
Brian pareció pensárselo durante un largo rato, luego asintió y le dio la vuelta al banco para ponerse de cara a la habitación, y cogió la guitarra. El primer acorde, dulce y suave, estremeció a Theresa.
Jeff se sentó en el borde del sofá, inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas.
La voz de Brian le puso a Theresa la carne de gallina. Se dio cuenta de que no le había oído cantar antes a él solo.
Era una canción cuya elocuente sencillez llenó de lágrimas sus ojos y le hizo un nudo en la garganta. Estaba absorta, sentada en el suelo, frente a él.
Mi vida es un río,
oscuro y profundo.
Noche tras noche el pasado
invade mis sueños.
Los días son una cadena infinita
de soledad, vacío sólo agitado
por los recuerdos.
Dulces recuerdos…
Dulces recuerdos…
Sus miradas se encontraron cuando Brian comenzó a entonar la última estrofa.
Anoche ella se deslizó
en la oscuridad de mis sueños.
Deambulando de cuarto en cuarto,
encendiendo cada luz.
Su risa brota torrencial
y me maravilla; como siempre fue.
Señor, se desmorona la tristeza
y me agarro a su recuerdo.
Dulces recuerdos…
Dulces recuerdos…
Theresa había cruzado las piernas, con las rodillas en alto envueltas por sus brazos, y contemplaba fijamente a Brian. Cuando éste miró en las profundidades de sus ojos castaños, iluminados por una limpia emoción, se dio cuenta de que Theresa no era ninguna «fan» sentimental y aduladora. Era algo más, mucho más. Y, cuando la canción llegó a su fin silenciosamente, descubrió que había encontrado el modo de traspasar las barreras de Theresa.
En el cuarto reinaba el silencio. Había lágrimas en las mejillas de Theresa.
Ni ella ni Brian parecían recordar que Jeff estaba detrás.
– ¿De quién es?
– De Mickey Newbury.
A Theresa le conmovió pensar que había un hombre llamado Mickey Newbury cuya música susurraba en su corazón y le hablaba a su alma.
– Gracias, Brian -murmuró.
Él asintió y se volvió para devolver la guitarra a Jeff, pero éste había desaparecido. Brian dirigió la mirada hacia Theresa una vez más. Seguía acurrucada a sus pies, su cabello había adquirido la alegre tonalidad de las luces de colores que había tras ella, y en la semioscuridad sólo eran visibles los bordes de la nariz y los labios.
Brian se deslizó al suelo, apoyándose sobre una rodilla, y dejó la guitarra sobre la alfombra. No podía ver la expresión de su mirada, pero sentía que era el momento adecuado… para ambos. La respiración de Theresa era entrecortada, y el aroma que Brian había percibido en el vaporoso cuarto de baño parecía flotar en su piel… una esencia limpia y fresca muy distinta de las que había conocido hasta entonces.
Apoyando el codo sobre la rodilla, Brian se inclinó para rozar aquellos labios tiernos e inexplorados con los suyos propios. Theresa tenía la cara levantada cuando sus alientos se mezclaron, luego Brian se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. El beso fue tan inocente y sencillo como el Preludio de Chopin, pero en el momento en que Brian se separó ella inclinó tímidamente la cabeza. Brian deseaba un beso más pleno; aún así, aquél ingenuo e inexperto le produjo una extraña satisfacción. Y con una mujer como Theresa, no se podían precipitar las cosas. Más que una mujer, parecía una jovencita. Su candido beso fue el más reconfortante que había experimentado en la vida.
Brian se echó hacia atrás, irguiéndose.
– Feliz Navidad, Theresa -murmuró cálidamente.
Ella alzó la cabeza para mirarle.
– Feliz Navidad, Brian -contestó con voz temblorosa.
Capítulo 5
La semana que siguió fue una de las más felices de la vida de Theresa. Tenían pocas obligaciones concertadas, la ciudad a sus pies y dinero para divertirse. Ella y Brian disfrutaban estando juntos, aunque no estaban solos muy a menudo. A todos los sitios iban con Jeff y Patricia, y con Amy, que solía apuntarse con frecuencia.
Se pasaron un día entero en el nuevo zoo, que estaba situado a menos de tres kilómetros de distancia, en la zona este de Burnsville. Allí pudieron ver a los animales en su entorno natural de invierno, y luego estuvieron paseando y tomaron perritos calientes y café.
Era un día sin sol pero luminoso. La escarcha resplandecía sobre el suelo nevado y el paisaje de robles era un espectáculo para la vista. Los animales se movían perezosamente, pero los osos polares estaban muy animados, moviéndose de aquí para allá. Brian y Theresa se detuvieron ante su cercado, con los brazos apoyados en la barandilla, uno junto a otro. Los osos deambulaban, sus pieles eran tan claras e incoloras como el día. Un macho gigantesco levantó el hocico, un punto negro entre toda aquella blancura.
– Fíjate -dijo Brian, señalando-. Las únicas cosas negras que tiene son los ojos, la boca, el hocico y las zarpas. En un témpano de hielo del Ártico son prácticamente invisibles. Pero son lo suficientemente astutos como para saber que su hocico se ve. Una vez vi una película en la que un oso polar se acercaba sigilosamente a una confiada foca tapándose con una pata la nariz y la boca.
Era una nueva faceta de Brian Scanlon: amante de la naturaleza. Theresa estaba intrigada. Se volvió y le miró fijamente.
– ¿Funcionó?
La mirada de Brian se apartó de los osos y se posó en ella.
– Por supuesto que funcionó. La pobre foca nunca supo lo que había pasado.
Se miraban intensamente. Theresa era cada vez más consciente del contacto de sus brazos sobre la barandilla. Brian echó una breve mirada al lugar donde estaban los demás por encima del hombro de Theresa, luego la deslizó hacia sus labios, antes de comenzar a estrechar el espacio que había entre ellos. Pero Theresa era demasiado tímida para dejarse besar en público y se volvió rápidamente para mirar a los osos. Brian continuó con la mirada fija en ella por un momento, antes de erguirse murmurando:
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