– En otra ocasión.
Al poco rato estaban contemplando las blancas pieles de los visones, cuando Theresa se volvió hacia Brian diciendo:
– Yo creo que no sería capaz de ponerme…
Brian estaba a pocos centímetros de ella, agazapado, tapándose con una mano la nariz y la boca, sus ojos brillaban divertidos.
Theresa sonrió y retrocedió.
– ¿Se puede saber qué haces?
– Probar el truco del oso.
Theresa estaba riéndose cuando Brian la cercó contra la barandilla. Un beso fugaz cayó sobre sus labios entreabiertos. El beso fue un fracaso por lo que respecta al contacto, pues sus narices frías chocaron y la risa se mezcló entre sus labios. Después del breve contacto, Brian permaneció como estaba, formando con los brazos y el cuerpo una acogedora prisión, mientras ella se pegaba a la barandilla con las manos apoyadas sobre el pecho de su guardián.
– ¿Has visto? -dijo Theresa con voz jadeante-. No funcionó. Vi cómo te acercabas.
– La próxima vez no me verás -prometió Brian.
Y ella deseó que así fuese.
Patricia les enseñó, henchida de orgullo, los bosques del campus universitario de Normandale. Iban paseando por una senda que serpenteaba entre dos edificios con Jeff y Patricia a la cabeza, cuando aquel rodeó el cuello de su novia con el brazo y la estrechó cariñosamente, besándola mientras continuaba caminando. Los ojos de Brian se deslizaron hacia los de Theresa, interrogantes. Pero Amy estaba con ellos y el momento quedó incompleto.
La noche siguiente fueron al famoso «Science Omnitheater» de St. Paul y se instalaron en unos asientos muy reclinados, rodeados por un hemisferio completo de imágenes proyectadas, que les transportó al espacio. Pasaban como centellas entre las estrellas y los planetas con un realismo total, que producía hormigueo en el estómago. Pero la sensación vertiginosa producida por la pantalla circular de 180 grados no era nada en comparación con la causada por Brian cuando cogió la mano de Theresa en la oscuridad, se inclinó hacia ella y extendió su otra mano hacia la mejilla de ella para hacer que le mirase. Durante unos instantes Brian no se movió, permaneciendo recostado sobre la butaca con la luz de la pantalla iluminando su rostro con resplandores plateados. Sus ojos parecían negros como los del oso polar. La poderosa fuerza de gravedad los pegaba a la butaca, y Brian no podía levantar la cabeza sin hacer un verdadero esfuerzo.
La nariz de Brian tocó la de ella una vez más y sus ojos permanecieron abiertos cuando los cálidos labios se rozaron, se acariciaron, y luego exploraron con dulzura la recién descubierta ansiedad que moraba en el interior de ambos. La sensación de impotencia producida por su posición le causó a Theresa una extraña alegría. Los deseos insatisfechos crecían en su interior con cada incursión.
El beso acabó cuando Brian mordisqueó levemente sus labios antes de volverse a recostar en la butaca, observando su reacción.
– No es justo que me marees -murmuró ella.
– ¿Seguro que no es la película?
– Eso creía al principio, pero ahora estoy mucho más mareada.
Brian sonrió, sin apartar la mirada de ella ni un instante. Levantó la mano que apretaba entre las suyas y se la llevó a los labios, humedeciéndola con la lengua al besarla.
– Yo también -dijo Brian suspirando.
Luego se llevó la mano al vientre y la sostuvo allí, envuelta entre las suyas, antes de comenzar a acariciar la delicada piel con las yemas de sus dedos encallecidos y volver a prestar atención a la pantalla. Theresa intentó hacer lo mismo, pero con poco éxito, pues el vuelo espacial le resultaba insípido comparado con el cielo estrellado abierto por el sencillo beso de Brian.
Una noche Brian y Jeff dieron la sesión de rock prometida, a la que Amy invitó a su numerosa pandilla. La casa fue invadida por un tropel de ruidosos adolescentes, que dieron su aprobación al concierto por medio de un silencio repentino y absorto en el instante en que comenzó la música.
A Theresa la engatusaron para que los acompañase al piano y, en menos de diez minutos, los chicos y las chicas estuvieron moviendo el esqueleto en la cocina, porque Margaret había entrado en la sala decretando:
– ¡Nada de bailes en mi alfombra!
Parecía haber olvidado que la semana anterior ella y su marido habían bailado un zapateado sobre ella.
Aun así, la noche fue un éxito rotundo, pues todos los amigos de Amy se fueron convencidos de que Jeff y Brian pronto estarían grabando un disco en Nashville, y Amy no cabía de contento, se sentía la estrella de la película.
El día posterior a la fiesta no había ningún plan acordado. Los cinco estaban reunidos en la sala, charlando y oyendo música. Tenían puesta la radio del equipo estereofónico y, cuando comenzó a sonar una conocida canción, Brian se levantó inesperadamente.
– ¡La canción perfecta para aprender a bailar! -exclamó.
Hizo una exagerada reverencia ante Theresa y extendió la mano.
– Tenemos que enseñar a esta chica a bailar antes del sábado.
– ¿Qué pasa el sábado? -preguntó Amy.
– Noche Vieja -respondió Patricia-. He invitado a estos dos a que vengan a una fiesta que haremos con un grupo de amigos.
– Pero tu hermana alega inexperiencia como bailarina y se niega a venir -añadió Jeff.
Theresa apartó la vista de la mano que Brian mantenía extendida en ademán de invitación.
– Oh, no, por favor, no puedo…
Se sentía de lo más ridícula, con veinticinco años y sin saber bailar.
– Nada de excusas. Es hora de que aprendas.
Theresa replicó lo primero que le vino a la cabeza.
– ¡Nada de bailes en la alfombra!
– Oh, vamos -dijo Amy, reconociendo a continuación-: Las chicas y yo siempre bailamos aquí cuando mamá está trabajando. No se lo diré.
– ¡Eso! -dijo Theresa mirando a Brian y sintiendo que se había puesto colorada-. Baila con Amy.
Para alivio de Theresa, Brian aceptó de buena gana.
– De acuerdo.
Brian dirigió el gesto cortés hacia la más joven de las hermanas.
– Amy, ¿quieres bailar conmigo? Haremos una demostración a la cabezota de tu hermana.
Amy sonrió encantada.
– Creía que no me lo ibas a pedir nunca -replicó descaradamente.
Al observar la escena, Theresa se sintió mucho más joven que Amy, que con catorce años podía levantarse de un salto, responder con un gesto coqueto y disponerse a bailar. Theresa deseó ser tan confiada y abierta como su hermana pequeña. Jeff y Patricia se unieron a la demostración.
– Ahora, fíjate bien -le dijo Jeff a su hermana-. A la una… a las dos…
Como siempre, Jeff consiguió que Theresa se mondara de risa con sus payasadas, pues cogió a Patricia con expresión remilgada y tieso como un palo, manteniéndose a medio metro de ella, haciendo una parodia de la posición tradicional de baile, hasta que la chica se hartó y declaró entre risas:
– Eres un caso perdido, Jeff. Búscate otra pareja.
Jeff no preguntó, sino que entró en acción. En un momento Theresa estaba sentada en el banco del piano mirando, y en el siguiente de pie y aprisionada entre los brazos de su hermano. Con recelo, vio cómo Brian observaba su progreso. Al bailar con su hermano, se hizo patente que tenía un talento natural para el ritmo. Sus pies la llevaban hasta donde se lo permitía su timidez. Pero, después de un rato, comenzó a moverse con más garbo al son de la música.
Jeff y Brian le habían tomado el pelo, pensó después. Probablemente habían estado conchabados desde el principio, pues apenas llevaba un minuto siguiendo el paso de Jeff cuando Brian la cogió de la mano.
– Mi turno, Jeff.
Después de aquello, el asunto de la fiesta pareció quedar resuelto. Y cuando Theresa se llevó subrepticiamente a Patricia para preguntarle lo que se iba a poner el día de la fiesta, la cosa pareció zanjada.
El viernes Theresa llamó a la puerta de Amy y, al no recibir respuesta alguna, asomó la cabeza. Su hermana estaba en trance, tumbada sobre la cama con los ojos cerrados y, cómo no, los auriculares puestos.
Theresa entró, cerró la puerta y tocó a Amy en la rodilla.
– ¿Sí? -preguntó levantando un auricular.
– ¿Te importaría quitarte ese chisme un momento?
– Claro que no. ¿Qué sucede?
Amy se quitó los auriculares y se incorporó.
– Tengo que pedirte un gran favor, cariño.
– Cualquier cosa… dispara.
– Necesito que me acompañes a hacer unas compras.
– ¿Qué clase de compras?
Incluso antes de pedir el favor, Theresa se había dado cuenta de lo irónico que era pedir consejos a una hermana once años, menor que ella.
– Algo para ponerme mañana por la noche.
– ¿Vas a ir a la fiesta?
Por un momento, Theresa temió que Amy fuera a ponerse celosa. Pero, cuando asintió con la cabeza, su hermana saltó alegremente de la cama.
– ¡Fantástico! ¡Ya era hora! ¿Cuándo nos vamos?
Una hora después, las hermanas estaban recorriendo el centro comercial de Burnsville, que constaba de tres plantas de establecimientos. En la primera tienda, Theresa se probó un vestido de terciopelo negro que la hizo estremecerse de ansiedad. Pero nada más meter la cabeza se hizo patente su sempiterno problema: de caderas para abajo tenía la talla nueve, de caderas para arriba habría necesitado una dieciséis.
Theresa vio la mirada de Amy reflejada en el espejo. Nunca habían intercambiado una palabra de su problema. Pero, desolada, la hermana mayor se deprimió repentinamente y adoptó una expresión sombría.
– Oh, Amy, nunca encontraré un vestido con estos malditos pechos.
– ¿Te lo ponen difícil, eh? -preguntó con tono comprensivo.
– Difícil no es la palabra. ¿Sabías que no he podido comprar un solo vestido sin retocar desde que tenía tu edad?
– Sí. Yo… bueno, hablé con mamá una vez de eso… Lo que quiero decir es que, si es difícil para ti… bueno, a mí también me podría pasar.
Theresa se volvió y puso las manos sobre los hombros de su hermana.
– Oh, Amy, espero que no te ocurra jamás. A mí también me preocupas. No le desearía mi tipo a una elefanta embarazada. Es horrible… no puedes ponerte nada… te aterroriza bailar con un hombre y…
– ¿Quieres decir que por eso no querías bailar con Brian?
– Es la única razón. Yo… -Theresa se lo pensó un momento y luego prosiguió-. Tienes catorce años, Amy. Eres lo suficientemente mayor para comprenderlo. Ya sabes que los chicos te miran con curiosidad desde que empieza a crecerte el pecho. Sólo que cuando el mío comenzó a crecer no paró hasta que llegó hasta estas proporciones, y los chicos no tuvieron compasión. Y cuando los chicos se convirtieron en hombres, bueno…
Theresa se encogió de hombros.
– Me figuraba que esa era la razón por la que te ponías esa ropa tan horrible.
– Oh, Amy, ¿tan horrible es?
Amy parecía arrepentida.
– ¡Jo, Theresa! No quería decir eso, sólo que… bueno, sé que nunca te pones el suéter que te regalé el año pasado. Era mucho más bonito que cualquiera de las cosas que tenías; por eso te lo compré.
– Me lo he probado un montón de veces, pero siempre me dio miedo salir de mi cuarto con él puesto.
– Oh… -se lamentó Amy, comprendiendo los dilemas cotidianos que su hermana tenía que afrontar.
– Bueno, podemos elegir piezas separadas y hacer una combinación aceptable, como una falda y un suéter, o algo así.
– Un suéter no, Amy. No me sentiría cómoda.
– ¡Pero no puedes ir a la fiesta con unos pantalones de pana, una blusa blanca y una rebeca de la abuela sobre los hombros!
– ¿Crees que yo quiero?
– Bueno… ¡tiene que haber algo mejor que eso, demonios!
Amy lanzó una mirada horrorizada a la falda pasada de moda que Theresa acababa de descartar.
Theresa recobró su buen humor repentinamente.
– «¿Demonios?» Supongo que mamá no sabe que dices cosas así, lo mismo que no sabe que bailas en la alfombra, ¿eh?
Theresa sabía perfectamente que, a los catorce años, Amy experimentaba con una gama de palabrotas mucho peores que la que acababa de proferir… estaba en una edad en la que se podían esperar tales experimentos.
De repente, el brillo de los ojos de Amy aumentó:
– Oye, ¿y si vemos el suéter del que te hablé? No digas nada hasta que te lo pruebes, ¿de acuerdo? Es ideal -dijo entusiasmada-. ¡El suéter más divino que te puedas imaginar! Le tengo echado el ojo desde antes de Navidades, pero estaba pelada y no me lo pude comprar. Pero, si les queda alguno de una talla más grande, ¡te va a encantar!
Un cuarto de hora después, Theresa estaba delante de un espejo diferente, en una tienda diferente, y luciendo una prenda que resolvía todos sus problemas, además de estar a la moda.
Era un suéter ligero y holgado, de tejido acrílico y color ciruela. Como más que ajustarse a su cuerpo, colgaba del mismo, disimulaba parcialmente su silueta.
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