Sonriendo, Amy la animó.
– ¿Lo ves? Te lo dije.
Y, en aquel precioso instante, Theresa la creyó. Se volvió impulsivamente para abrazar a su hermana, pensando en lo feliz que se sentía porque todas aquellas cosas no hubiesen sucedido antes. Era maravilloso experimentar aquellos primeros sentimientos de Cenicienta a los veinticinco años.
– Buena suerte, ¿eh?
La sonrisa de Amy era sincera.
Como respuesta, Theresa le lanzó un beso cariñoso desde la puerta. Cuando se volvió para salir, Amy añadió:
– ¡Ah! Y no te olvides de ponerte un poco de perfume.
– Oh, perfume. Pero no tengo nada. Compré unos polvos de talco, pero se supone que no deben poder olerse.
– Anda, prueba éste.
Escogieron una fragancia sutil y seductora de entre los botes esparcidos sobre el tocador de Amy. A Theresa ya sólo le restaba enfrentarse a Brian Scanlon. Y aquél iba a ser el momento más difícil de todos.
De vuelta en su cuarto, Theresa se movió de un lado a otro, guardando ropa suelta, mirando su reloj cada poco rato. Podía oír las voces de Jeff y Brian en el otro extremo de la casa, juntó con las de su padre y la de Amy. Todos estaban esperándola y, repentinamente, deseó haberse arreglado antes para no tener que hacer la entrada triunfal. Pero ya era demasiado tarde. Sin importarle si estropeaba los pantalones o no, se frotó las manos sobre los muslos por última vez, respiró profundamente y salió.
Todos estaban en la cocina. Sus padres estaban sendos en la mesa tomando café. Amy estaba de pie con las manos en los bolsillos contándole a Jeff que aquella noche iba a cuidar unos niños. Brian estaba junto al fregadero, llevándose un vaso de agua.
Theresa entró nerviosa como una colegiala. Jeff la vio y su reacción fue instantánea.
– Vaya, vaya, mira lo que tenemos aquí… creo que me equivoqué de pareja esta noche.
La envolvió entre sus brazos y la llevó en un remolino a lo Fred Astaire y Ginger Rogers mientras sonreía maliciosamente. Luego hizo una imitación muy convincente del habla lenta y pesada de Bogart.
– Oye, muñeca, ¿qué tal si lo hacemos esta noche?
Brian volvió la cabeza para mirarla, y el vaso de agua se detuvo a medio camino de sus labios.
Cuando Jeff soltó a su hermana, ésta estaba riéndose, consciente de que Brian había tirado el agua sin beber una sola gota. Se apartó del fregadero y dejó caer pesadamente la mano sobre el hombro de Jeff.
– Mala suerte, Brubaker. Yo se lo pedí primero.
Su mirada aprobadora se posó en Theresa, creando un halo de ilusiones en su corazón.
– ¿No es formidable su nuevo peinado? -inquirió Amy-. Y el conjunto se lo ha comprado especialmente para esta noche.
«Amy Brubaker, podría estrangularte», pensó Theresa.
– ¿De verdad? -preguntó Jeff con mucha guasa.
Luego fue el turno de Margaret.
– Theresa, por favor, date la vuelta. Todavía no he visto lo que ha hecho la especialista en maquillaje.
«¿Tenían que contarlo todo en aquella casa?»
Para mayor mortificación de Theresa, el veredicto de su madre fue:
– Deberías haber hecho eso hace años.
– Estás guapísima, cariño -añadió Willard.
Poco acostumbrada a ser el centro de atención, Theresa sólo podía pensar en escapar.
– Es hora de salir.
Jeff miró su reloj.
– Es cierto. Vosotros podéis ir delante. Patricia llegará en cualquier momento. Vendrá a recogerme en su coche.
Theresa se volvió de golpe, sorprendida.
– ¿No vamos todos juntos?
– No, Patricia tiene miedo de que me pase con la bebida y, como presume de no perder la cabeza jamás, hemos decidido que me deje ella en casa en lugar de al revés.
Theresa se dio cuenta de que debía dar la impresión de que no le apetecía demasiado quedarse a solas con Brian. Pero él fue a coger su abrigo al armario del vestíbulo, y Jeff la empujó hacia la puerta. Así que salió y dejó que Brian le echara el abrigo sobre los hombros. Él llevaba unos vaqueros azules nuevos y un jersey sin cuello azul celeste. Bajo el jersey llevaba una camisa blanca. Cuando estaba intentando meter los brazos por las mangas de su chaquetón de pana de color marrón, Theresa reaccionó educadamente y le ayudó en la tarea. Experimentó un inesperado estremecimiento de placer, ejecutando aquel insignificante acto.
– Gracias -dijo Brian.
Luego se ajustó el chaquetón con un gesto peculiarmente masculino que a Theresa le hizo sentir debilidad en las rodillas. Además Brian olía muy bien. Y repentinamente Theresa sólo deseó salir de la casa y refugiarse en la oscuridad del coche, la cual disimularía los sentimientos que la estaban haciendo enrojecer y palidecer alternativamente.
Dio un beso de despedida a sus padres, que iban a pasar la Noche Vieja en casa, viendo la celebración de Times Square por la televisión. Luego se volvió hacia su hermana y descubrió que estaba siguiendo sus movimientos con expresión melancólica.
– Amy… gracias, encanto.
Su hermana esbozó una débil sonrisa por toda respuesta. Se apoyó de nuevo en el borde de un armario de la cocina y siguió con la mirada los pasos de ambos hacia la salida.
– ¡Oye, sois estupendos los dos! -gritó justo antes de que la puerta se cerrase.
Ellos le dijeron adiós sonriendo y un momento después se vieron envueltos por el frío y el silencio de la noche.
Brian la cogió del brazo mientras caminaban sobre el pavimento helado y, repentinamente, a Theresa se le quitaron las ganas de conducir.
– ¿Te importaría llevar el coche, Brian?
Él se detuvo. Estaban delante del coche, dirigiéndose hacia la puerta del conductor.
– En absoluto.
En vez de dejarla allí, Brian la acompañó al lado del pasajero, abrió la puerta y esperó a que se acomodara.
Cuando Brian subió al coche cerrando la puerta de golpe, los dos comenzaron a reírse.
Sus rodillas estaban clavándose en el panel de mandos.
– Lo siento -dijo Theresa-, tienes las piernas más largas que yo.
Brian revolvió en la oscuridad, encontró el nivelador adecuado y dejó escapar un suspiro de alivio cuando el asiento comenzó a retroceder.
– ¡Buf! ¡Casi no lo cuento!
Theresa le dio las llaves y una vez más revolvió en la oscuridad, buscando a tientas la ranura para el encendido.
– Aquí -dijo Theresa.
En la oscuridad, sus manos se rozaron cuando se inclinó para indicarle el lugar. El roce fugaz le produjo a Theresa una sensación de hormigueo en la mano, luego entró la llave y el coche arrancó por fin.
– Gracias por dejarme conducir. Uno lo echa de menos.
Brian ajustó el espejo retrovisor, metió marcha atrás y se pusieron en movimiento.
El silencio era encantador. El aroma que Theresa recordaba emanaba del cabello y de la ropa de Brian, mezclándose con su propio perfume. Las luces del tablero iluminaban el rostro de Brian, y Theresa deseó volverse para contemplarlo, pero miró hacia adelante resistiendo la tentación.
– Así que ahí es donde fuiste esta tarde… a la peluquería. Me preguntaba dónde habrías ido.
– Amy y su bocaza.
Pero Theresa sonrió en la oscuridad, y él se rió de buena gana.
– Me gusta. Te queda muy bien.
Ella miró hacia la izquierda y le descubrió observando su pelo tenuemente iluminado, por lo que desvió la mirada rápidamente.
– Gracias.
Theresa deseaba decir que a ella también le encantaba su pelo, aunque verdaderamente el pelo de un hombre le gustaba más largo de lo que permitían las Fuerzas Aéreas, pero le encantaba el olor del suyo, y su color. Aprobaba la ropa que había elegido aquella noche pero, antes de que se decidiera a decírselo o no, Brian sugirió:
– ¿Por qué no pones un poco de música clásica? Luego nos hartaremos de escuchar rock.
La música llenó el incómodo silencio mientras circulaban bajo las indicaciones de Theresa. En menos de un cuarto de hora llegaron al Rusty Scupper, un club nocturno frecuentado por jóvenes, muchos de ellos solteros. Se ayudaron mutuamente con los abrigos y los dejaron en el guardarropa. Luego los llevaron a una larga mesa dispuesta para un grupo grande. Theresa reconoció a alguno de los amigos de Jeff e hizo las presentaciones, observando cómo Brian estrechaba la mano a los hombres y era mirado con admiración por alguna de las mujeres. Theresa observó las miradas de las mujeres y con un sobresalto se dio cuenta de que algunas examinaban a los hombres del mismo modo que éstos hacían con aquéllas. Se sintió confundida cuando una atractiva morena llamada Felice miró a Brian descaradamente, dándole su visto bueno, y le sonrió de forma provocativa.
– Reserva un baile para mí, ¿de acuerdo, Brian? Y asegúrate de que sea uno lento.
– Lo haré -replicó él cortésmente, soltando la mano que había retenido la suya más de lo normal.
Volvió al lado de Theresa, sacó una silla para ella y luego se sentó en la de al lado.
– ¿Quién es? -preguntó Brian en un tono que sólo podía oír ella.
A Theresa no le hizo mucha ilusión oír la pregunta.
– Felice Durand. Es amiga de Jeff y su pandilla desde que estudiaban en el instituto.
– Recuérdame que debo estar monopolizado por ti durante los bailes lentos -replicó con ironía, llenando a Theresa de una inmensa sensación de alivio.
Ella tenía poca experiencia en el terreno de la vida social, y el atrevido examen al que había sometido el cuerpo de Brian Felice, seguido por su invitación a quemarropa, la habían puesto muy nerviosa. Pero, al parecer, no todos los hombres se dejaban pescar por cebos tan obvios como aquel lanzado por Felice. El respeto que Theresa sentía por Brian aumentó otro poco.
Entonces llegaron Jeff y Patricia y la mesa se llenó de conversaciones animadas y risas. Poco después llevaron varias cartas, y Theresa se quedó horrorizada al ver los precios que habían puesto por ser Noche Vieja, pero se dijo a sí misma que una velada con Brian valdría la pena.
Distribuyeron unas cuantas jarras de vino por la mesa, se llenaron las copas y se propusieron brindis. Tocando con su copa la de Jeff, Brian exclamó:
– Por los viejos amigos…
Y tocando la de Patricia y finalmente la de Theresa, añadió:
– Y por los nuevos.
Su verde mirada se clavó en los ojos de Theresa y permaneció estática cuando ella bajó la vista tímidamente hacia el líquido de color rubí y lo bebió.
La cena fue bulliciosa y abundante y, durante su mayor parte, Brian y Theresa escucharon las bromas sin tomar parte. Theresa se sentía aliviada de que Brian, al igual que ella, fuera más bien un extraño. Se sentía unida a él, en un agradable segundo plano.
Cuando acabara la cena empezaría el baile.
El baile. El pensamiento por sí solo llenaba a Theresa de una mezcla de aprensión e impaciencia. No había sido tan complicado girar entre los brazos de Brian aquel día en la sala. Allí, la pista de baile estaría rebosante de gente; nadie se fijaría en ellos. Debería ser fácil someterse al abrazo de un hombre atractivo como Brian, pero al pensarlo, sintió un escalofrío. «Está cargando conmigo», pensó.
En aquel preciso instante se acercó la camarera y habló al grupo desde un extremo de la mesa.
– En cuanto comience el baile, cerraremos el servicio de restaurante, así que, si no les importa, arreglaremos la cuenta de la cena ahora. Muchas gracias.
Automáticamente, Theresa cogió su bolso, al mismo tiempo que Brian sacaba su cartera. Entonces, la mano de Brian se cerró sobre la suya.
– Tú vienes conmigo -dijo simplemente.
Los ojos de Theresa volaron hacia los de Brian. Estaba observándola fija, insistentemente, sus dedos fríos todavía descansaban sobre los de ella, cuyo corazón palpitaba alocadamente.
«Sí», pensó Theresa, «verdaderamente voy contigo.»
– Gracias, Brian.
Él le pellizcó la mano y luego apartó la suya y, por primera vez, Theresa sintió que realmente formaban una pareja.
Capítulo 6
El conjunto encargado de animar la fiesta tenía mucho talento. Se componía de cinco músicos y una cantante. Toda su música tenía un ritmo rotundo y certero que animaba a la gente a salir a bailar para regresar al rato a las mesas a refrescarse. Mientras la mitad del grupo había dejado la mesa en favor de la pista de baile, Theresa y Brian continuaron sentados compartiendo el silencio, observando a los bailarines.
El grupo comenzó a ritmo trepidante una canción de moda y Theresa se vio hipnotizada por la perspectiva de las caderas en movimiento de Felice Durand. Llevaba un vestido de color rojo encendido muy ajustado. Sus movimientos eran felinos y seductores; sin perder nunca el ritmo utilizaba manos, brazos, hombros y pelvis en una provocativa combinación que invitaba a la lujuria. Mirándola, Theresa sintió una punzada de celos.
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