La canción terminó y Brian puso una mano en la cintura de Felice, como para sacarla de la pista, pero ella se volvió, poniendo ambas manos sobre el pecho de Brian y levantando la vista hacia su rostro. Brian echó una breve mirada hacia la mesa, y Theresa desvió rápidamente la suya. Comenzó otra canción de ritmo salvaje y, cuando Theresa volvió a mirar hacia la pista, rabiaba de celos. Observando los deslizamientos y oscilaciones del cuerpo esbelto de Brian, sintió una extraña ansiedad en el suyo, y pensó que era tan humana como los hombres que se quedaban mirándola cuando entraba en algún sitio.

Felice consiguió entrelazar su brazo con el de Brian al final de la canción y le presentó a alguien que había en la pista, incitándole luego a seguir bailando y Theresa vio que no oponía ninguna resistencia.

Cuando la pareja volvió a la mesa, Felice dijo a Theresa con voz arrulladora:

– Chica, si fuera tú, no le soltaría. Es pura dinamita.

Luego se volvió hacia Brian.

– Gracias por el baile, encanto.

Los celos eran algo nuevo para Theresa, así como el sentimiento de atracción sexual. De repente supo lo que significaba que te gustara un hombre. Tenía que ser aquella consciencia maravillosa y alocada de su virilidad y de su propia feminidad; aquella sensación de que el corazón va a estallarte en cualquier momento; aquella hipersensibilidad que permite percibir cada movimiento de los músculos, cada cambio de expresión, hasta los movimientos de la ropa sobre el cuerpo. Theresa observó con una fascinación nueva para ella cómo se sentaba. Le dio la impresión de que cada uno de sus movimientos eran algo peculiar de él, como si ningún otro hombre se hubiera sentado en la vida de modo tan atractivo y personal. ¿Esto era normal? ¿La gente que se enamoraba sentía un orgullo y una posesividad tan desproporcionados? ¿Encontrarían a su elegido impecable, único y maravilloso al ejecutar los movimientos más triviales, como por ejemplo sentarse en una silla y apoyar el tobillo sobre la rodilla?

– Lo siento -murmuró Brian, centrando toda su atención de nuevo en Theresa.

– No parecía que estuvieras muy apenado. Más bien parecía que estabas pasándolo en grande.

– Felice baila muy bien.

Theresa arrugó los labios en gesto desaprobador.

– Mira, siento haberte dejado aquí sentada durante unos cuantos bailes.

Theresa desvió la mirada, encontrando difícil asimilar los sentimientos recién descubiertos. Brian cogió un trozo de hielo y se lo metió en la boca. Cuando se volvió hacia la pista, Theresa aprovechó para observarle.

Cuando Brian se volvió para mirarla, desvió rápidamente la vista. Theresa tenía el brazo apoyado en la mesa, y de pronto, la cálida mano de Brian se posó sobre él.

Sus miradas se encontraron. Brian le dio un apretón en el brazo una vez, suavemente, y a Theresa le dio un vuelco el corazón. Aunque no habían hablado una palabra más sobre Felice, el asunto quedó zanjado.

Cuando el ritmo de la música se hizo más lento, Brian se levantó sin decir una palabra y la cogió de la mano. En la pista, envuelta entre sus brazos, percibió que el movimiento había aumentado el calor y el aroma de su piel. La palma de su mano también, estaba más caliente que antes.

Jeff y Patricia pasaron bailando a su lado, y Jeff se inclinó hacia Brian.

– Oye, tío, ¿cambiamos de pareja en el próximo baile? -preguntó.

– No te ofendas, Patricia, pero ni por casualidad.

Brian reanudó su abrazo íntimo, y Theresa se asomó por encima del hombro de su pareja para mirar a su hermano, que le dirigió una sonrisa de oreja a oreja y le hizo un guiño.

Durante el resto de la noche, Felice intentó varias veces pescar a Brian para un baile lento, pero él se negó a morder el anzuelo otra vez. Durante las canciones rápidas se sentaban, bailando sólo las lentas. Theresa era cada vez más consciente de que se aproximaba la medianoche.

Estaban en la pista cuando acabó una canción y Theresa se volvió hacia la mesa, pero fue detenida por la mano de Brian, que cayó pesadamente sobre su hombro.

– No tan deprisa, jovencita.

Cuando se volvió hacia él, estaba mirando su reloj.

– Ya sólo faltan cinco minutos, pero vamos a quedarnos aquí hasta el momento triunfal, ¿de acuerdo?

Theresa sintió que la invadía una aguda agitación sexual. Sin darse cuenta, se había quedado mirando absorta los labios de Brian. Su boca era muy hermosa, muy sensual, el labio inferior levemente más grueso que el superior, aquellos labios entreabiertos que ahora brillaban tentadoramente, como si acabase de pasar la lengua sobre ellos… Recordó las breves ocasiones que habían rozado los suyos y el torbellino de emociones que sus besos fugaces habían provocado en su corazón. En aquel instante comenzó la misma reacción, causada tan sólo por mirar sus labios.

Alzó la vista para encontrar la de Brian fija en su propia boca. La prolongada mirada contenía una promesa de sensualidad que nunca había soñado encontrar en un hombre. En su vida, había besado a muy pocos hombres, y a todos ellos en privado. La idea de hacerlo en público aumentó su timidez. Miró a su alrededor: había cierto grado de anonimato en la pista, donde la multitud estaba apretujada hombro con hombro prácticamente.

Justo en aquel momento alguien dio un empujón a Theresa. Ésta se volvió para encontrarse a una camarera que estaba abriéndose paso a codazos entre el gentío, repartiendo sombreros y matasuegras, confeti y serpentinas. A Brian le tocó un sombrero de copa de cartón verde que habría hecho las delicias de Fred Astaire. Se lo puso de lado y se dio un toque en el ala con pinta de desear tener unos guantes blancos y un bastón para completar el conjunto. Luego miró a Theresa arqueando las cejas.

– ¿Qué aspecto tengo?

– Pareces un chino disfrazado de escocés.

Él soltó una carcajada.

– ¿Un poco caballero y un poco bribón?

– Exacto.

– ¿Y tú no vas a ponerte tu diadema?

– ¡Oh!

Theresa levantó la diadema y arrugó la nariz, disgustada. Estaba cubierta de un horrible polvillo rosa y brillante que combinaría desastrosamente con su pelo. Pero levantó las manos y se la colocó con gesto juguetón sobre la cabeza. Cuando palpó la diadema con la mano para ver si estaba bien puesta, Brian la sustituyó en la tarea.

– Anda, déjame.

Apartó la mano de Theresa y luego ajustó el adorno chillón entre sus fuertes y elásticos rizos. Su toque pareció incendiar la cabellera de Theresa. La sola proximidad de aquel hombre hacía las cosas más diabólicas a sus sentidos.

– ¿Y yo, qué aspecto tengo? -preguntó Theresa procurando dominar sus sentimientos y bromear con ligereza.

– Parece que los ángeles te han rociado con polvo de estrellas.

Brian acarició suavemente su frente, y para Theresa fue como recibir una descarga eléctrica.

– Pero supongo que no hay nada de malo en un poco de polvo de estrellas -añadió-. Te lo pondré mejor.

La acarició de nuevo, en esta ocasión en la mejilla, deslizando el dedo lentamente hacia la barbilla, antes de dejar caer la mano entre los dos, atrapando las de ella sin apartar la mirada de sus ojos asombrados. Los suyos eran penetrantes, estaban llenos de admiración y parecían radiar mensajes muy similares a los que ella era incapaz de disimular.

– Será mejor que cierres los ojos, Brian, o todos estos colores te darán dolor de cabeza -le advirtió, dándose cuenta del aspecto tan chillón que debía tener con la llamativa diadema de color bermellón y el polvillo rosa brillante destacando sus mejillas cubiertas de pecas.

El batería comenzó un redoble. A Theresa y Brian les pareció que el sonido provenía del otro lado del universo, de lo ensimismados que estaban. Él apretaba sus manos con tanta fuerza, que se olvidó de todo excepto de los ojos verdes que no cesaban de mirarla. Toda su vida había anhelado ver en la mirada de un hombre, de un hombre especial, lo que ahora estaba viendo. Alrededor de ellos, la multitud comenzó a corear la cuenta atrás hacia las doce.

– ¡Cinco… cuatro… tres… dos… uno!

El grupo atacó el primer acorde de Auld Lang Syne, y ni Theresa ni Brian se movieron durante varios segundos.

Luego, dos brazos fornidos y cálidos envolvieron a Theresa y fue arrastrada contra un duro pecho y unos labios inquietos.

Una serpentina rosa surcó el aire y cayó a través del ala del sombrero verde de Brian, descendiendo sobre la oreja y el mentón, pero a él la cosa le pasó absolutamente desapercibida. Una lluvia de confeti cayó sobre el pelo y los hombros de Theresa, pero ellos sólo eran conscientes el uno del otro, de la intimidad que al fin habían conseguido. Tenían los ojos cerrados mientras se besaban y unían sus lenguas de una forma que hizo estremecerse a Theresa. Las manos de ella se deslizaban ásperamente por la espalda musculosa de Brian, que metió una de las suyas bajo la nube de cabello, para posársela con intimidad en el cuello.

La boca de Brian era cálida, húmeda y tentadora. La exploración de su lengua provocó la respuesta de la de ella, y las dos se enzarzaron en un baile lleno de sensualidad.

Brian comenzó a moverse como arrastrado por un embrujo del que no pudiera escapar, balanceando a Theresa al ritmo de la canción nostálgica. Sus cuerpos se unieron, se apretaron y oscilaron juntos, aunque sus pies apenas se movían. Brian movió la cabeza en una abierta invitación sensual a profundizar el beso, con sus labios abarcando los de Theresa más plenamente. La respuesta de ella fue tan natural como el baile evocador que estaban compartiendo: sus propios labios se abrieron completamente. Theresa sentía el erótico resbalar de los labios y la lengua de Brian, un calor húmedo que encendía todo su cuerpo.

A Theresa nunca le había sucedido algo así. A los besos del pasado les había acompañado la timidez o la morbosidad, y a veces, una rápida sucesión de ambas. Dejó que Brian frotara las caderas contra las suyas, brevemente al principio, con presión creciente después hasta que el movimiento se convirtió en una evocación de abrazos más íntimos. Finalmente, Brian la abrazó con tal fuerza posesiva que le hizo sentir un dulce dolor en las costillas. Y el beso se prolongaba…

Brian comenzó a tararear la canción en la boca de Theresa, que respondió haciendo lo mismo, y con el nuevo año algo también nuevo nació entre ellos. Antes de que Theresa pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, sintió que el cuerpo de Brian se endurecía, pero permaneció pegada contra él, maravillándose de que al fin alguien le hubiese abierto las puertas del lado hermoso del contacto físico.

Auld Lang Syne llegaba a su fin, y en algún rincón de su conciencia Theresa supo que la canción se había convertido en otra cuando Brian levantó la cabeza, pero no las manos. Brian la envolvía en un cálido abrazo mientras se balanceaban mirándose a los ojos.

– Theresa, esto comenzó antes de que te viera, ¿lo sabías? -murmuró con voz apasionada.

– ¿An… antes de que me vieras? -preguntó quedándose con los labios entreabiertos.

– Jeff solía contarme cosas de ti que me dejaban tumbado en la cama por la noche preguntándome cómo serías. Habría sido el hombre más decepcionado del mundo si no hubieras sido exactamente como eres.

Theresa bajó los ojos hacia los hombros de Brian, cubiertos de confeti.

– Pero, yo…

– Tú eres perfecta.

Sin salir de su asombro, Theresa se dejó llevar durante el resto de la canción, percibiendo inequívocamente el estado de excitación de Brian.

Cuando acabó, Brian se echó hacia atrás, pero mantuvo los brazos entrelazados alrededor de la cintura de Theresa.

– Vámonos de aquí -sugirió Brian con voz ronca y suave.

– Pe… pero si sólo son las doce -balbuceó ella, horrorizada al sentir una repentina ansiedad sexual.

Brian desvió la vista hacia su cabello, espolvoreado de confeti. La diadema se había descolocado y Brian se la quitó, sonriendo a sus labios entreabiertos.

– Vámonos a casa.

– ¿Pero, y Jeff, y…?

– ¿Tienes miedo, Theresa?

Ella desvió la mirada sintiendo unas alocadas palpitaciones en el pecho, pero Brian levantó su barbilla, forzándola a mirarle a los ojos.

– Theresa, ¿estás asustada de mí? No debes estarlo. Quiero estar a solas contigo, aunque sólo sea una vez antes de irme.

«Pero, Brian, yo no hago cosas así. No soy una de tus admiradoras.» Las palabras cruzaron por su cabeza, pero no por sus labios. Habría quedado como una boba integral si las hubiese dicho y las intenciones de Brian fuesen buenas. ¡Aunque Brian no le había dejado lugar a dudas sobre su estado de excitación! Y ella era una virgen de veinticinco años, atormentada por aquella traumática primera vez que muy bien podría repetirse si aceptaba la sugerencia de Brian.