En vez de esperar su respuesta, Brian la volvió hacia el borde de la pista dejando la mano sobre la espalda de Theresa mientras ésta abría el camino hacia la mesa. Después de coger su bolso, no se atrevió a mirar a Jeff a los ojos mientras se despedían.
Por acuerdo tácito volvió a conducir Brian. Dentro de su cálido abrigo de lana, Theresa estuvo estremeciéndose durante la mayor parte del camino, incluso a pesar de que la calefacción estaba encendida al máximo. En la calzada de la casa, Brian aparcó el coche apagó el motor y devolvió las llaves a Theresa en la oscuridad. Ella hizo ademán de salir pero Brian la detuvo cogiéndola con fuerza por la muñeca.
– Ven aquí.
La orden fue pronunciada suavemente, pero estaba empapada de ronca emoción.
– Ha pasado mucho tiempo desde que besé por última vez a una chica en un coche. Me gustaría volver a la base llevándome ese recuerdo.
Había sido más sencillo en la rebosante pista de baile, donde la proximidad era algo prácticamente inevitable. Esta vez Theresa tenía que inclinarse por propia voluntad. Vaciló, preguntándose cómo aprenderían las mujeres a cumplir su papel en aquellos ritos que a ella la inhibían a cada momento.
Brian ejerció una leve presión en la muñeca de Theresa y la atrajo lentamente hacia sí, ladeando la cabeza para recibir sus labios en una nueva clase de beso que, aunque no envolvía exigencias, no dejaba de ser sensual. Fue un beso fugaz que hizo a Theresa anhelar más.
– Tienes la nariz fría. Vamos adentro a calentarla -sugirió Brian.
Capítulo 7
El silencio reinaba en la casa. La luz pequeña que había sobre la cocina estaba encendida una vez más, y Theresa se apresuró a pasar junto al cono de luz que proyectaba para adentrarse después en las sombras del pasillo que llevaba al vestíbulo, consciente de que si Brian veía su rostro se daría cuenta de lo terriblemente insegura y asustada que se sentía de repente. Percibió cómo las manos de Brian le quitaban el abrigo, aunque no se había dado cuenta hasta entonces de que él estaba siguiéndola tan de cerca. A Theresa se le ocurrieron un montón de temas de conversación, pero se diseminaron en mil pedazos como los cristales de un calidoscopio. Incapaz de articular palabra sin hacer evidente que estaba poco menos que petrificada, estaba preparándose para despedirse brevemente y escabullirse a su cuarto, cuando Brian se volvió del armario y envolvió una mano de Theresa entre las suyas.
– Parece que tus padres ya se han acostado.
– Sí… sí, hay un silencio mortal.
– Vamos abajo.
Theresa intentó responder, pero tanto el sí como el no se le atragantaron en la garganta. Brian entrelazó los dedos entre los suyos y se volvió, llevándola con él, hacia la escalera.
Theresa se dejó llevar, pues era el único modo en que podía aproximarse a la seducción que flotaba en el aire.
En la parte de arriba de las escaleras encendió la luz pero, una vez abajo, Brian soltó su mano y fue a encender una lámpara de luz tenue y a apagar distraídamente a continuación la potente luz del techo.
Theresa se quedó inmóvil junto a las puertas corredizas de cristal, asomada al rectángulo negro de oscuridad, frotándose los brazos.
Desde atrás, Brian observó:
– Parece que tu familia tenía la chimenea encendida. Todavía hay ascuas.
– ¿Sí? -preguntó Theresa distraídamente, sabiendo lo que él quería, pero poco dispuesta a prestarle una ayuda.
– ¿Te importa si pongo un poco más de leña?
– No.
Theresa oyó las puertas de cristal del hogar que se abrían, luego el sonido vibrante de las cortinas de malla metálica siendo apartadas. El carbón vegetal se rompió y crujió cuando Brian echó un nuevo tronco al fuego y cerró la pantalla protectora. A todo esto, Theresa seguía junto a las puertas encogida de miedo, abrazándose mientras le temblaban las rodillas.
Estaba tan absorta en sus emociones que se sobresaltó y se volvió de golpe hacia Brian cuando éste reapareció y comenzó a correr las cortinas. Mientras lo hacía, la miraba a ella en lugar de a los tiradores de las cortinas. Theresa se humedeció los labios y tragó saliva. Detrás de Brian, el tronco llameó crepitando y ella se sobresaltó otra vez, como si las llamas hubieran anunciado la llegada inminente de Lucifer.
Las cortinas quedaron cerradas. Reinaba el silenció. Brian mantenía su desconcertante mirada clavada en Theresa. Dio dos pasos más hacia ella y extendió la mano, ofreciéndosela.
Theresa la miró, pero sólo se abrazó con más fuerza.
La mano permaneció en el aire, con la palma hacia arriba, inmóvil.
– ¿Por qué me tienes tanto miedo? -preguntó Brian en el más suave de los tonos.
– Yo… yo…
Theresa sintió que su mandíbula se movía, pero parecía incapaz de cerrar la boca, de responder, o de ir con él.
Brian se inclinó hacia delante y cogió a Theresa de la mano, llevándola hacia el extremo opuesto del cuarto, donde el sofá estaba colocado de cara a la chimenea. El fuego ya ardía vivamente y, al pasar junto a la lámpara Brian la apagó, dejando el cuarto iluminado sólo por el tono naranja de las llamas parpadeantes. Luego se sentó llevando suavemente a Theresa consigo, y mantuvo con firmeza el brazo derecho alrededor de sus hombros. Se hundió en el sofá en una posición bastante baja, apoyando los pies en la brillante mesa de arce que había delante de ellos.
Bajo su brazo, Brian sentía a Theresa encogerse. Todo había cambiado durante el viaje de vuelta a casa. Ella había tenido tiempo de considerar en lo que se estaba metiendo. Su retirada había causado a Brian una sensación vacilante a su vez, la cual él esperaba estar disimulando bien. En una situación tal como aquella, con que uno de los dos estuviera nervioso había más que suficiente. Brian no sabía a ciencia cierta si debía besarla otra vez para intentar quitarle el miedo. Sabía que ella no había estado muy a menudo en situaciones así, y Jeff le había dicho que los hombres le daban pánico, que rechazaba la mayoría de las invitaciones que le hacían. Y también le había explicado el motivo. Ese conocimiento se cernía sobre él como una gigantesca pared de agua a punto de caer sobre su cabeza. Se sentía como si estuviera saboreando la última bocanada de aire antes de ser tragado por las olas.
Brian Scanlon tenía miedo. Pero Theresa Brubaker no lo sabía.
Permanecía sentada de costado, con la cabeza apoyada en el hombro de Brian, pero mantenía los brazos cruzados como si llevara una camisa de fuerza.
Con la mano que rodeaba los hombros de Theresa, Brian le acarició suavemente el brazo. Su cabello olía a flores y creaba un cálido halo de intimidad. Brian tomó entre sus dedos el puño del suéter de Theresa, apartándolo de la sedosa piel.
– ¿Es verdad que compraste todo este conjunto sólo para esta noche?
– Amy es peor aún que Jeff. No puede guardar ningún secreto.
– Me gusta el conjunto. Combina estupendamente con el color de tu pelo.
– No me hables del pelo, por favor.
Theresa se tapó la cabeza con la mano, ocultando la cara en el pecho de Brian.
– ¿Por qué? ¿Qué le pasa?
– Lo odio. Siempre lo he odiado.
Brian alzó la mano y cogió un mechón, acariciándolo mientras la observaba con mucha parsimonia.
– Es del color del sol naciente.
– Del color de las zanahorias.
– Es del color de las flores… muchas clases diferentes de flores.
– Es del color de los ojos de un pollo.
Theresa sintió bajo su mejilla el pecho de Brian vibrando mientras se reía silenciosamente, pero, cuando habló, lo hizo con gravedad.
– Es del color del Gran Cañón cuando el sol cae más allá de las laderas rojizas de las montañas.
– Es del mismo color que las pecas. Apenas se puede distinguir dónde acaba una y empieza la siguiente.
Con el dedo índice alzó la barbilla de Theresa.
– Yo sí puedo. Y, en todo caso, ¿qué tienen de malo las pecas?
Brian deslizó las yemas encallecidas de sus dedos por la mejilla de Theresa.
– Besos de ángel -murmuró, deslizando los dedos sobre su nariz respingona, los labios y la barbilla, y descendiendo después hacia el cuello, dónde el pulso latía a un ritmo trepidante.
Theresa intentó decir: «Manchas asquerosas», pero de su boca sólo surgió un aliento entrecortado.
Brian levantó la cabeza del sofá y sus ojos verdes se clavaron en los de Theresa.
– Besos de ángel -volvió a murmurar, cerrando los ojos de Theresa con cálidos besos-. ¿Te han besado los ángeles, Theresa?
– Nadie excepto tú, Brian.
– Lo sé -susurró finalmente antes de besar sus dulces labios.
El beso disolvió en parte los recelos de Theresa, animándola a hacer una incursión en el desconocido mundo de la sensualidad, pero sus brazos cruzados continuaron levantando una barrera entre ellos. La lengua de Brian descubrió rincones de su boca que su propia lengua parecía ignorar. Recorrió valles cálidos y húmedos provocando pequeñas explosiones de placer en los sentidos de Theresa. Brian disminuyó la presión, cogiendo el labio superior de Theresa entre los dientes para mordisquearlo.
– Abrázame como lo hiciste cuando bailamos.
Brian aguardó, midiendo la vacilación de Theresa por el número de palpitaciones de su corazón, que podía percibir a pesar de la muralla formada por sus brazos. Justo cuando comenzaba a perder la esperanza Theresa movió llena de vacilación una de sus manos Brian permaneció en silencio hasta que finalmente los brazos de la joven rodearon sus hombros.
– Theresa, no temas. Yo nunca te haría daño.
Ella iba a decir: «¡Brian, no!», pero la boca de Brian impidió que las palabras se formaran. Sintió que su cuerpo se deslizaba de costado, bajo la presión de las manos y el pecho de Brian, el cual la acomodó, sin separar los labios de su boca, hasta que quedó extendida bajo él. El pánico y la sexualidad parecían tirar de ella en direcciones opuestas. «Que me bese, que se tumbe sobre mí, pero por favor, por favor, que no toque mis senos», pensaba.
Después de cubrirla por completo con su cuerpo, Brian separó las piernas, de modo que el cuerpo de Theresa quedaba aprisionado entre sus muslos. La hebilla del cinturón y la cremallera oprimían con fuerza el muslo de Theresa, recordando a ésta imágenes de la película, que era su principal punto de referencia en cuanto al físico de un hombre. Aquello era más de lo que había permitido nunca a ningún chico. Estaba recordando los momentos que había estado observándole bailar en la pista, cuando las caderas de Brian adoptaron el mismo movimiento que la había excitado en la fiesta. La magia funcionó una vez más, provocando una corriente de excitación interior que fue la respuesta al movimiento del cuerpo de Brian sobre el suyo.
– Theresa, he pensado en ti durante meses y meses, desde mucho antes de conocerte.
Los ojos de Brian, cuando éste se apartó sólo lo suficiente para mirar los de Theresa, no sonreían ni pestañeaban. Theresa observó maravillada y aturdida que Brian estaba contemplándola con expresión casi reverente.
– Pero, ¿por qué? -murmuró.
Con una mano, Brian le acarició el cuello, mientras con la otra trazaba lentamente los contornos de su rostro.
– Sabía más cosas sobre ti de las que un hombre tiene derecho a saber de una mujer que no ha visto jamás. A veces me sentía culpable por ello pero al mismo tiempo me sentía irremediablemente atraído hacia ti.
– Así que Jeff te ha contado más cosas de lo que has insinuado hasta ahora.
Brian rozó con los labios entreabiertos la nariz de Theresa, luego volvió a mirarla a los ojos.
– Jeff te quiere tanto como un hermano puede querer a una hermana. Comprende por qué haces lo que haces… y lo que no haces. Yo te imaginaba como una dulce profesora de música rodeada de niños pecosos, pero, hasta que te vi, no tenía ni idea de que tú misma te parecerías tanto a uno de ellos.
Theresa intentó apartarse.
– No.
Brian apresó la barbilla de Theresa, acariciando con el índice su mejilla.
– No te vayas. Ya te he dicho que me gustan tus pecas y tu pelo y… y todo lo tuyo, sólo por el hecho de ser tuyo.
Involuntariamente, Theresa se puso rígida cuando la mano izquierda de Brian se apartó de su cuello y descendió por su espalda. Brian percibió su rigidez y, en vez de deslizar la mano hacia sus costados, la llevó a lo largo de su brazo hasta entrelazar los dedos con los de ella. Luego subió las manos, todavía entrelazadas con las suyas, hasta el espacio que había entre su pecho y los senos de Theresa; su brazo oprimió uno de ellos ligeramente.
Brian pensó en las horas que Jeff y él habían pasado tumbados en sus camastros hablando de aquella mujer. Sabía que algunas veces había vuelto a casa con los ojos llenos de lágrimas por las burlas de algún chico; y las amargas experiencias habían comenzado cuando sólo tenía catorce años. Y sabía también que él se hallaba en una situación en la que nunca había estado ningún hombre. Y comprendía que, si daba un paso en falso, podría causar un daño terrible a Theresa y a sí mismo.
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