Brian procuró tranquilizarla con palabras cariñosas, hablando con el corazón.
– Nunca había conocido a una mujer con un olor tan especial como el tuyo.
La mordisqueó en el cuello, sus besos eran como perlas encadenadas en un hilo de seda.
– Y bailas justo como me gusta que baile una chica.
Dejó caer un beso en la comisura de sus labios.
– Me encanta tu música…
Luego en la nariz.
– Y tu inocencia…
La besó en los ojos.
– Y tus dedos revoloteando en las teclas del piano.
Ahora les tocó el turno sucesivamente a los nudillos de una de sus manos.
– Y estar contigo cuando comienza el nuevo año.
Por fin la besó en la boca, introduciendo la lengua entre los tiernos e inocentes labios, uniéndose a ella en la celebración del nuevo descubrimiento de saber que podían comenzar juntos una vida muy distinta…
Theresa se sentía elevada, transportada más allá de sí misma, como si fuera otra la mujer envuelta por los brazos de Brian Scanlon, otra la que oía las palabras susurradas.
Pero era Theresa. Una ingenua llena de dudas que no sabía actuar con naturalidad. Deseaba levantar los brazos para rodear el cuello de Brian y devolverle sus besos, pero bajar la guardia que había mantenido en alto durante tantos años no era cosa fácil. La experiencia le había enseñado con demasiada claridad que creer que podía atraer a alguien a causa de sus cualidades espirituales era sólo un sueño imposible. Cada vez que así lo había hecho, el hombre en quien puso sus esperanzas resultó tan poco honesto como el chico que ocho años atrás había convertido el baile de fin de curso en un recuerdo desagradable de vergüenza y repulsión. Desde entonces se había asegurado de que no volviera a sucederle algo parecido.
El brazo de Brian estaba apoyado sobre su seno derecho, presionándolo de una forma casi indiferente que a Theresa le pareció natural y aceptable, hasta que él comenzó a mover la muñeca a modo de caricia. Todavía tenía los dedos entrelazados, y Brian movió las manos de ambos de modo que sólo el envés de la suya quedó en contacto con los senos.
«No temas. No te resistas. Déjale. Déjale tocarte para ver si reaccionas como la mujer de la película», pensó Theresa mientras Brian seguía besándola sensualmente. Al cabo de un momento se echó hacia atrás, acariciando el borde de sus labios con un leve roce de los suyos.
– Theresa, no temas.
En la chimenea danzaba el fuego, irradiando calor hacia ellos. Theresa tenía los ojos cerrados, inconsciente de la expresión preocupada de Brian. Estaba tumbada debajo de él, pálida e inmóvil, y respiraba con gran dificultad. Sus labios reflejaban el sentimiento de recelo que la embargaba.
Theresa tenía la piel caliente bajo el suéter, y unas costillas sorprendentemente bien proporcionadas, su piel era tersa y suave. Brian se dio cuenta de que tenía una constitución a la que le correspondían unos senos mucho más pequeños que aquellos con los que estaba dotada. «Confía en mí, Theresa. Eres tú, tu corazón, tu alma sencilla lo que estoy aprendiendo a amar. Pero amarte significa amar tu cuerpo también. Y debemos comenzar con eso. Alguna vez debemos comenzar.»
Brian elevó una mano por el costado de Theresa, y finalmente posó las yemas de los dedos en la concavidad formada directamente bajo uno de sus senos. La acarició con suavidad, lentamente, concediendo tiempo a Theresa para que aceptase el hecho de su exploración inminente. Bajo su mano, Brian percibió un temblor anormal, como si Theresa estuviera conteniendo el aliento para no gritar.
Por si acaso, Brian cubrió los labios de Theresa con los suyos, y luego se deslizó hacia un lado lo suficiente como para tener acceso a sus senos. Para no intimidarla, recorrió el espacio restante con toda la lentitud de que era capaz.
La primera caricia apenas rozó el borde del sujetador. Brian deslizó las yemas de los dedos siguiendo la curva pronunciada que iba desde el centro del pecho hasta la zona situada bajo el brazo.
Theresa se estremeció y se puso más tensa.
Brian suavizó el beso hasta que fue más una mezcla de alientos que otra cosa, una anticipación de la suavidad que tenía guardada para ella.
Pero los recelos embargaban a Theresa impidiéndole disfrutar de las caricias de Brian. Aguardaba, por el contrario, como una mártir condenada a morir en la hoguera, hasta que al fin Brian asió uno de sus senos con firmeza, plenamente, deslizando el pulgar a lo largo de su sujetador. Theresa lo consintió por el momento, permitiendo a Brian descubrir la amplitud, elasticidad y calidez de sus senos.
Mientras la mano acariciaba y exploraba, Theresa esperaba agonizante, deseando responder a Brian de un modo del que no se sentía capaz. Deseaba relajarse y ponerse en una postura indolente, incitarle a seguir, esbozar un susurro de placer como la mujer de la película… Quería gozar como las demás mujeres cuando sus senos eran acariciados.
Pero sus senos nunca habían sido fuentes de placer, sino de dolor, y Theresa se vio recordando innumerables escenas insultantes y groseras, sintiéndose empequeñecida por dichos recuerdos a pesar de que Brian siempre le había otorgado un trato del máximo respeto y delicadeza. Y, cuando Brian deslizó el suéter hacia arriba, se sintió paralizada.
Brian lo percibió, pero siguió adelante, descendiendo centímetro a centímetro hasta que apoyó las caderas sobre el sofá, entre las piernas abiertas de ella; luego bajó la cabeza y besó los senos de Theresa a través del rígido algodón que los separaba de sus labios.
El aliento de Brian era caliente y provocaba oleadas de sensación en sus senos, acabando por endurecer sus pezones. A través del sujetador, Brian mordisqueó con suavidad, y el dulce dolor causado hizo que Theresa se estremeciera.
Brian levantó la cabeza, pero Theresa no se atrevía a abrir los ojos y mirarle. Recordó escenas en las duchas del instituto, los pezones pequeños y delicados de otras chicas, la envidia que sentía por su feminidad, y su terror creció. Si hubiera podido estar segura de que Brian no iría más lejos, quizás se habría relajado y habría disfrutado de la sensación estremecedora que provocaban sus besos. Pero sabía que no podría soportar el siguiente paso. No se atrevería a desnudarse ante los ojos de ningún hombre. Tenía unos senos cubiertos de pecas, nada atractivos y demasiado caídos como consecuencia del tamaño.
«Oh Brian, por favor, no quiero que me veas de ese modo. No volverías a mirarme jamás», se dijo para sí.
El fuego iluminaba sus cuerpos y Theresa sabía que si abría los ojos vería con demasiada claridad lo inevitable. Brian le producía un calor que le cortaba el aliento, mordisqueándole a través del rígido sujetador, cuyo mismísimo roce parecía incitarla a sucumbir.
Pero, cuando Brian deslizó las manos sobre su espalda para desabrochárselo, Theresa pensó que no permitiría por nada del mundo que la viera desnuda.
– ¡No! -murmuró violentamente.
– Theresa, yo…
– ¡No! -repitió, apartando los brazos de Brian-. Yo… por favor…
– Sólo iba a…
– ¡No, tú no vas a hacer nada! Por favor, déjame.
– No me has dado opor…
– ¡Yo no soy de esa clase, Brian!
– ¿De qué clase?
Inexorablemente, Brian impidió que se moviera.
– De las fáciles y… y frescas.
Theresa hizo un esfuerzo para liberar sus miembros doloridos del peso de Brian.
– ¿Crees verdaderamente que pienso eso de ti?
Los ojos de Theresa se inundaron de lágrimas.
– ¿No es así como piensan todos los hombres?
Theresa vio el dolor relampaguear en los ojos verdes de Brian y su mandíbula crisparse momentáneamente.
– Yo no soy todos los hombres. Creía que ya habías tenido tiempo más que suficiente para darte cuenta. No comencé esto para ver lo que podía sacar…
– ¿Ah, no? Considerando dónde están tus manos ahora mismo, diría que tengo buenos motivos para dudarlo.
Brian cerró los ojos, sacudiendo lentamente la cabeza en gesto de exasperación a la vez que dejaba escapar un suspiro. Retiró las manos, deslizándose hasta sentarse en el borde del sofá. Pero las piernas de ambos continuaban enlazadas, y Theresa estaba en una postura forzada y vulnerable, con una rodilla atrapada bajo la pierna de Brian y la otra entre el respaldo del sillón y su espalda.
Se arqueó hacia arriba y se bajó el suéter hasta la cintura mientras Brian suspiraba frustrado, y se pasaba una mano por el pelo. Luego él se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas, dejando las manos inertes en el aire mientras contemplaba el fuego con expresión ausente, fruncido el ceño.
– Déjame levantarme -susurró Theresa.
Brian se movió como si sólo entonces se diera cuenta de que tenía a Theresa en una postura no demasiado elegante. Theresa se desenredó y se acurrucó en un extremo del sofá, no demasiado acobardada, pero protegida por el habitual escudo de sus brazos cruzados.
– Verdaderamente, eres una mujer difícil de tratar, ¿lo sabías? -dijo con tono malhumorado-. ¿Podrías decirme qué demonios pensabas que iba a hacer?
– ¡Justo lo que intentaste!
– ¿Y en qué me convierte eso? ¿En un pervertido? Theresa, por el amor de Dios, somos adultos. No puede considerarse una perversión hacerse unas cuantas caricias.
– Yo no quiero ser manoseada como una cualquiera.
– Vamos, ¿no exageras un poco? Estás haciendo un drama de esto.
– Para ti un drama, para mí es… es un trauma.
– ¿Quieres decir que no has permitido en la vida que un tipo te quitara el sujetador?
Theresa desvió la mirada sin decir palabra. Por su parte, Brian la observó en silencio durante algunos segundos, antes de preguntar:
– ¿No has pensado nunca que eso no es exactamente normal ni saludable para una mujer de veinticinco años?
– ¡Ah! Y supongo que tú te ofreces voluntario a curarme por mi propio bien, ¿no es así?
– Tendrás que reconocer que podría ser bueno para ti.
Theresa soltó un bufido, mientras Brian se sentía cada vez más enfadado con ella.
– ¿Sabes? Estoy comenzando a hartarme de que cruces los brazos como si yo fuera Jack el Destripador… y de que pongas en tela de juicio mis motivos cuando, tal y como lo veo, soy yo el que tiene impulsos normales aquí.
– ¡Pues a mí ya me han dado lecciones de sobra respecto a los llamados impulsos normales de los hombres!
Los dos se quedaron inmóviles durante varios minutos largos y tensos, mirando hacia delante, decepcionados de que aquella noche que había comenzado tan maravillosamente estuviese acabando así.
Por fin, Brian suspiró y se volvió hacia ella.
– Theresa, lo siento, ¿de acuerdo? Pero yo siento algo por ti y pensaba que tú sentías lo mismo por mí. Entre nosotros todo fue perfecto esta noche y pensé que lo natural era terminar así.
– ¡No todas las mujeres del mundo estarían de acuerdo contigo!
– ¿Te importaría mirarme… por favor?
La voz de Brian era suave, dolida. Theresa apartó la mirada del fuego, que despedía un calor muy diferente del que sentía en la cara. Le miró a los ojos para encontrarse con una expresión herida que la desconcertó. Brian tenía un brazo apoyado a lo largo del respaldo del sofá, la mano estaba a pocos centímetros del hombro de Theresa.
– No tengo mucho tiempo, Theresa. Dos días más y me habré marchado. Si tuviera semanas o meses para ganarme tu confianza, la cosa sería diferente, pero no los tengo. No quiero volver a Minot y pasarme los próximos seis meses preguntándome qué sientes por mí.
Brian rozó con las yemas de los dedos el hombro de Theresa, muy levemente, produciéndole un escalofrío.
– Me gustas, Theresa, ¿no puedes creerme?
Theresa se mordió los labios y le miró, derrotada por sus palabras, por su sinceridad.
– Tú. La persona, la hermana de mi amigo, la mujer que comparte conmigo el amor a la música. La chica que no dejaba hacer barbaridades a su hermano pequeño y se ríe cuando toca un zapateado popular con su violín de 1906, que comprende lo que siento tocando una canción de Newbury. Me gustas porque tuviste que acudir a tu hermana de catorce años para maquillarte, por tu forma de entrar en la cocina con la refrescante timidez de una gacela. En realidad, no se me ocurre nada tuyo que me disguste; pensé que lo sabías, que comprenderías la razón por la que intenté expresar mis sentimientos del modo que lo hice.
Theresa se sentía emocionada; tenía seca la garganta, enrojecidos los ojos. Palabras como aquéllas, creía ella, sólo se oían en las películas de amor, eran dichas a las otras chicas, las guapas con figura de maniquí y cabellos sedosos.
– Y te comprendo -replicó.
Deseaba con todo el corazón alargar la mano y acariciarle la mejilla, pero sus inhibiciones estaban demasiado arraigadas en ella y le llevaría algún tiempo superarlas. Así que intentó explicarle a Brian lo mucho que le remordía la conciencia en aquel momento.
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