– Bueno, ¿y cómo te sientes ahora que has hablado de ello conmigo?

– Yo… verdaderamente sorprendida de haberlo hecho.

– Me alegra que confíes en mí, Theresa.

Esta vez Theresa le observó tan fijamente como Brian lo hacía con ella.

– Brian, dime una cosa. Esta noche en el baile dijiste que Felice te recordaba a las chicas que rondaban cerca del escenario con la esperanza de… de ligarse al guitarrista después del concierto. Dijiste…

Theresa tragó saliva, asombrada de su propia temeridad, pero, en cierto modo, descubriendo una nueva sensación de confianza en sí misma.

– Bueno, dijiste que había cientos de ellas, pero que eso no era lo que querías… esta noche. ¿Significa esto que has estado con montones de chicas como Felice en otras ocasiones?

– Con algunas -contestó con sinceridad.

– Entonces, ¿por qué?… bueno, yo no poseo… la experiencia de esas chicas. ¿Por qué ibas a querer estar conmigo en vez de con ellas?

Brian se acercó más a Theresa, con un brazo apoyado en el respaldo del sofá, y la otra mano acariciando su hombro.

– Porque en el amor no cuentan los cuerpos, sino las almas.

– ¿En el amor? -preguntó mirándole con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

– No hay razón para que te sientas tan amenazada por la palabra.

– Y no me siento amenazada por ella.

– Pues lo pareces.

– Pues no lo estoy.

– Si te enamorases, tendrías que afrontar lo inevitable tarde o temprano.

– Pero no me he enamorado, así que no me siento amenazada.

Tenía que negarlo… después de todo, Brian en realidad no había dicho que la amase.

– Bueno, ahora contéstame tú a una de las mías. Y quiero una respuesta sincera.

Pero Theresa se negó hasta a oír la pregunta.

– ¿Por qué te tomaste la molestia de comprar ropa nueva, de aprender a usar el maquillaje y de ir a la peluquería antes de nuestra cita de esta noche?

– Yo… yo pensé que ya era hora de que aprendiese.

Brian sonrió por un momento, luego volvió a observarla con sus condenados ojos penetrantes. Se acercó más a ella, que tuvo que levantar la cabeza para mirarle a los ojos.

– Eres una mentirosa, Theresa -afirmó con voz tan sosegada que la desarmó- Y, si no te sintieras amenazada, no habríamos tenido la discusión que acabamos de tener. Pero tú no tienes nada que temer de mí.

– Brian…

Theresa contuvo el aliento cuando él se movió sin vacilar para envolverla entre sus brazos.

– Baja tus condenadas rodillas y deja de apartarte de mí. Yo no soy Greg Palovich, ¿de acuerdo?

Pero Theresa estaba demasiado aturdida para moverse. ¡Brian no se atrevería! ¡Otra vez no! Theresa estaba comenzando a abrazarse con más fuerza cuando, con un rápido movimiento de la mano, Brian le hizo bajar las rodillas. Con precisión mortal, Brian la cogió por las axilas con sus fuertes manos y la subió hasta tenerla contra su pecho.

– Ya estoy hartándome de verte con los brazos cruzados sobre el pecho. Vamos a volver al principio, donde deberías haber comenzado cuando tenías catorce años. Imagínate que esa es la edad que tienes y que todo lo que quiero es un buen beso de despedida de la chica que llevé al baile.

Antes de que el asombro de Theresa pudiese convertirse en palabras, la joven se vio fuertemente aprisionada contra el duro pecho de aquel hombre al que le sobraba experiencia en el arte de la seducción. La boca cálida y húmeda de Brian invadió la de Theresa, mientras la mano del mismo se deslizaba por el cuello hasta perderse entre los rizos exuberantes. La lengua de Brian acariciaba la suya con una experiencia que proyectó oleadas de sensualidad a través de todo su cuerpo. Luego alivió la presión de sus labios sólo lo necesario para ser oído mientras sus lenguas seguían tocándose.

– Voy a ser condenadamente bueno para ti, Theresa Brubaker. Ya lo verás. Ahora tócame como has estado deseando hacerlo desde que dejamos la pista de baile.

La lengua de Brian retornó plenamente a su boca, excitante, acariciando la de Theresa con promesas de placer. Pero no por ello cambió los brazos de posición, manteniendo uno sobre la espalda de Theresa y el otro alrededor de su cuello. Sus manos sólo jugueteaban en la espalda, acariciándola lentamente, recorriéndola de parte a parte, mientras Theresa le otorgaba el mismo tratamiento. Una de las manos de Theresa deambuló hasta el cuello de Brian, hasta el pelo corto y suave que todavía emanaba el aroma masculino que había percibido por primera vez cuando cogió su gorra militar. Theresa recordó unos versos de la canción de Newbury: «Deambulando de cuarto en cuarto, él va encendiendo cada luz…» Y sintió que Brian estaba mostrándole la luz, de cuarto en cuarto, poco a poco. El beso se hizo más profundo; Brian dejaba escapar roncos susurros de satisfacción y Theresa deseó pagarle con la misma moneda, dar voz a las sensaciones explosivas que estaba experimentando por primera vez en su vida. Pero, justo en aquel momento, Brian la empujó suavemente.

– Nos veremos mañana, ¿de acuerdo, bonita? Yo sólo puedo ser bueno hasta cierto punto.

Brian se levantó, llevándola con él. Con el brazo sobre sus hombros la acompañó hasta la escalera. La detuvo justo cuando había subido el primer peldaño, así que ahora los ojos de ambos estaban al mismo nivel. En la oscuridad, Brian la cogió por la cintura y la volvió hacia él. Luego la envolvió en un cálido abrazo una vez más, buscó sus labios para darle un último beso prolongado, sensual y, finalmente, la empujó suavemente hacia arriba con un «buenas noches» tan dulce, que a Theresa le dio un vuelco el corazón de emoción.

Capítulo 8

A lo largo de aquel día, Theresa y Brian no estuvieron solos el tiempo suficiente para hablar de nada que hubiese sucedido la noche anterior o de cualquier otro asunto íntimo. Fue un día perezoso. Todos se levantaron tarde, y se dedicaron a echar sueñecitos recostados en los sillones, a ver los partidos de rugby de Año Nuevo por la televisión o, sencillamente, a no hacer nada encerrados en sus cuartos. Prácticamente hasta la hora de cenar, ninguno de ellos se espabiló. Incluso entonces formaban un grupo bastante alicaído, pues sólo faltaba un día para que Jeff y Brian se fueran y se podía percibir la tristeza en el aire ante la inminente despedida.

A la mañana siguiente, Theresa se despertó poco después de amanecer y se quedó tumbada contemplando la ranita que Brian le había regalado. Recordó todo lo que había sucedido entre ellos desde la primera noche que se habían sentado juntos en el cine, con el codo de Brian oprimiendo el suyo a lo largo de toda aquella escena de amor extremadamente sensual.

¿A quién pretendía engañar? Casi estaba predestinada a esa atracción que sentía hacia Brian Scanlon. Estaba enamorándose de un hombre dos años más joven que ella, el cual admitía haber tenido encuentros sexuales con un número indefinido de admiradoras. La idea de que Brian fuese un hombre de mundo y con experiencia a Theresa la hacía sentirse pueril e insegura. Una vez más se preguntó qué vería Brian en una mujer introvertida y asustadiza como ella. Su atractivo físico la intimidaba, pues al compararle con ella pensaba que no podía sentirse atraído por sus encantos según afirmaba él. ¿Cómo iba a estarlo? Con mujeres como Felice adulándole, acechándole, deseando compartir con él algo más que un simple baile, ¿por qué iba a interesarse Brian Scanlon por ella?

Suspiró, cerró los ojos e intentó imaginarse a sí misma desnuda en la cama con Brian Scanlon, pero le resultó imposible. Era demasiado tímida, demasiado pecosa, demasiado pelirroja para encajar en el papel. Deseó tener una figura esbeltísima, piel rosada y pelo castaño rojizo. Deseó haber conocido en algún momento a lo largo de su vida a un hombre capaz de traspasar el muro de su timidez y darle una idea de lo que podía pasar si permitía que Brian se tomase más libertades con ella.

Eran las siete y media. Oyó a sus padres que salían a trabajar, pero en el resto de la casa reinaba el silencio. Se levantó pesadamente de la cama, se vistió e hizo café, y aún seguía sin levantarse nadie más. Al día siguiente Brian y Jeff se marcharían, y la casa parecería desierta. El solo pensamiento la llenó de amargura. ¿Qué iba a ser de ella sin Brian a su lado? Era injusto que debiera partir justo entonces, cuando acababan de descubrir su atracción mutua. Absorta en sus pensamientos, se dirigió al baño y recogió las toallas sucias, colgando unas limpias. Luego entró a su cuarto y añadió al montón su propia ropa sucia. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que pudiese poner la lavadora para lavar la ropa de Jeff, de modo que éste pudiera llevársela limpia y así ahorrarse una cuenta de lavandería.

Durante la última semana, nadie se había preocupado excesivamente de las tareas caseras, y el montón de ropa sucia sería monstruoso.

Theresa esperó hasta las diez antes de bajar las escaleras sigilosamente, como una ladrona, pues temía que los peldaños crujiesen y se despertase Brian, el cual estaba tumbado boca abajo con la cabeza apoyada en uno de sus brazos. Theresa se detuvo, observando a través del cuarto en penumbras su espalda desnuda, el contorno de las caderas y las piernas bajo la manta verde. Tenía la pierna derecha extendida y la izquierda doblada, con la rodilla asomando por el borde de la cama. Hasta entonces, los únicos hombres que había visto en la cama eran su padre y Jeff. Pero ver a Brian allí, escuchar el rumor de su respiración uniforme, tuvo en ella un efecto decididamente sensual. Se acercó de puntillas a la puerta del cuarto de la lavadora, giró el picaporte sin hacer ruido y cerró la puerta tras ella del mismo modo.

Hizo seis montones de ropa, clasificándola por el tejido y el color, y luego metió el primer montón en la lavadora. Hizo una mueca al girar el disco selector, el cual hacía un ruido estridente, como una metralleta. Cuando apretó el botón de entrada de agua, le dio la impresión de estar al lado de las cataratas del Niágara. Detergente, suavizante, y luego se abrió paso entre las montañas de ropa, saliendo al cuarto donde dormía Brian.

Acababa de conseguir cerrar la puerta sin hacer ruido una vez más, cuando Brian, todavía boca abajo, levantó la cabeza, gruñó y se rascó la nariz con el revés de una mano. Theresa se quedó traspuesta, observando su espalda iluminada por los rayos del sol, recorriéndola lentamente sobre los omoplatos hasta el borde de la manta. Brian se aclaró la garganta, levantó la cabeza otra vez e intuitivamente la volvió hacia ella.

Theresa se quedó petrificada. Agarró con fuerza el picaporte que había tras ella y sintió que se ruborizaba al haber sido descubierta observándole.

– Buenos días -dijo Brian con voz ronca.

El saludo fue acompañado por una vaga sonrisa que curvó sus labios de una forma simpática y muy atractiva. Perezosamente, se dio la vuelta y apoyó la cabeza sobre su brazo, dejando al descubierto su pecho.

– Buenos días -susurró Theresa.

– ¿Qué hora es?

– Más de las diez. Siento haberte despertado con la lavadora, pero quería comenzar la colada. La ropa de Jeff… está… él…

A Theresa no le salían las palabras y se quedó mirando aquel hombre medio desnudo, un hombre que hacía que todo su interior se estremeciese.

– Ven aquí.

Brian no se movió; tan sólo sus labios seductores hicieron la invitación. Tenía la nuca apoyada en el brazo derecho. El izquierdo sobre el estómago. Una pierna extendida y la otra levantada, de modo que formaba un triángulo bajo las sábanas.

– Ven aquí, Theresa -repitió con más suavidad que la primera vez, levantando una mano hacia ella.

La expresión aturdida de Theresa reveló a Brian que se había inventado una excusa incluso antes de que comenzase a hablar.

– Tengo que…

– Ven.

Brian se movió y, durante un instante terrible, Theresa pensó que iba a levantarse para cogerla. Pero sólo alargó la mano hacia ella.

Theresa avanzó lentamente, pero se detuvo a medio metro del borde de la cama. La mano de Brian permaneció abierta, esperando.

Brian se incorporó sólo lo necesario para coger a Theresa de la mano y arrastrarla hacia él. Ella apoyó las rodillas en el borde de la cama y perdió el equilibrio, aterrizando en una posición extraña sobre el pecho desnudo de Brian.

– Buenos días -dijo Brian.

Su sonrisa era intensa, excitante, y parecía iluminarlo todo. Brian deslizó un brazo entre ella y la manta, poniéndose de costado de cara a ella, hasta que sus vientres estuvieron al mismo nivel. Theresa recordó entre fascinada y confusa haber leído que los hombres se despertaban a menudo completamente excitados, pero era demasiado ignorante para saber si a Brian le estaba sucediendo aquella mañana. Él le acarició la mejilla con los nudillos de la mano y habló con voz encantadoramente ronca.