– Me resulta difícil de creer que todavía quede una mujer en este mundo que se ruboriza con veinticinco años.
Bajó la cabeza para mordisquearle los labios sensualmente.
– ¿Y sabes otra cosa?
Pasó un dedo por sus labios, haciendo que se entreabrieran y que su dueña contuviera el aliento.
– Algún día voy a verte con el rubor como único vestido.
Bajó la cabeza de nuevo y, cuando sus labios se unieron, volvió a Theresa boca arriba cubriendo la mitad de su cuerpo. Bajo la palma de la mano, la espalda de Brian se percibía tersa, cálida, y no pudo evitar acariciársela.
El pecho desnudo oprimía sus senos, aplastándolos de una forma absolutamente maravillosa. Theresa llevaba una gruesa camisa a cuadros negros y blancos, muy amplia. Completaban el conjunto unos vaqueros muy ajustados. La camisa la dejaba en una situación de lo más vulnerable, pensó, justo en el momento en que Brian levantó una rodilla sobre sus muslos, moviéndola arriba y abajo repetidamente hasta que rozó suavemente el centro de su femineidad. Sin dejar de besarla, cogió el brazo con el que se protegía los senos y se lo pasó por encima del hombro. Luego deslizó una mano por debajo de la camisa de algodón, y acarició su estómago, hasta el borde del sujetador. Entonces abarcó uno de sus senos con la mano con tanta decisión, que no dejó lugar a protesta alguna. La apretó con una fuerza que le produjo a Theresa un dolor extraño, pero placentero en cierto sentido.
Theresa sintió que los nervios se le disparaban en las profundidades de su vientre, pero controló el impulso de resistirse. La caricia fue breve, casi como si Brian estuviera probándola, diciéndole: «¡Acostúmbrate a ello, pruébalo, sólo este poquito, sin prisa!» Pero, para su asombro, cuando los dedos dejaron su seno descendieron directamente por su vientre, a lo largo de la dura cremallera de los vaqueros, abarcando toda la zona palpitante y ardiente de su cuerpo.
Dentro de los ajustados vaqueros, su carne respondió al instante con un calor tan intenso que la cogió desprevenida. Suspiró entrecortadamente y sus párpados se cerraron de golpe. Arqueó la espalda y el fuego se extendió a través de todo su cuerpo. Las caricias eran duras, resueltas; Theresa sentía las rítmicas acometidas, una vez, dos veces, como si Brian estuviera marcándola con el sello de su posesión.
Antes de que pudiera decidir entre luchar o rendirse Brian apartó la mano. Se quedó tumbada contemplando los ojos llenos de pasión de Brian, que la tenía aprisionada en una celda de fuego.
– Theresa, voy a echarte de menos. Pero seis meses pasan pronto… y volveré, ¿de acuerdo? -dijo con voz ronca de deseo.
¿Qué preguntaba? La respuesta a la ambigua pregunta se le atragantó.
– Brian, yo… yo no estoy segura.
Theresa pensaba que no podía hacer una promesa como aquélla, en caso de que Brian quisiera decir lo que ella suponía.
– Entonces, piénsatelo tranquilamente, ¿de acuerdo? Y, cuando llegue junio, ya veremos.
– Pueden suceder muchas cosas en seis meses.
– Lo sé. Sólo que, no…
La mirada preocupada de Brian se desvió hacia su cabello. Se lo echó hacia atrás casi con violencia, luego volvió la mirada hacia los asombrados ojos castaños de Theresa, enviando un mensaje de apasionada posesión, tan rotunda como la caricia que acababa de hacer.
– No busques a nadie, Theresa. Quiero ser el único, porque te comprendo y sé que seré bueno para ti. Es una promesa.
Justo en aquel instante la voz de Jeff atronó desde arriba.
– ¡Eh! ¿Dónde está todo el mundo? Brian, ¿estás despierto?
– Sí, estoy vistiéndome. Ahora mismo subo.
Theresa echó a Brian a un lado y saltó de la cama. Pero, antes de que pudiera escapar, él la capturó por la muñeca, y volvió a tumbarla.
– Theresa, ¿me besarás una vez al menos sin parecer asustada de muerte?
– Yo no soy muy buena en nada de esto, Brian. Creo que serías mucho más feliz si te olvidaras de mí -susurró.
– Nunca -contestó, mirando directamente a los ojos llenos de inseguridad de Theresa-. Nunca te olvidaré. Regresaré, y ya veremos si somos capaces de hacerte pasar de los quince años.
¿Cómo podría una persona tener tanta confianza en sí misma a los veintitrés años?, se preguntaba Theresa, mirando los ojos de Brian.
Brian la besó brevemente.
– Sube tú primero -dijo-. Haré la cama y esperaré unos cuantos minutos antes de seguirte.
Aquella noche tuvieron una velada tranquila y hogareña. Patricia fue para estar con Jeff. Margaret y Willard se sentaron juntos en el sofá, y Jeff se sentó en el suelo. Brian se hizo con el banco del piano. Y los dos estuvieron tocando la guitarra y cantando. Theresa estaba hecha un ovillo sobre un sillón, Amy en otro, y Patricia se sentó justo detrás de Jeff, unas veces con la cabeza apoyada en su hombro, otras acariciándole o tarareando las canciones…
Theresa sólo miraba a Brian cuando éste se quedaba absorto con las cuerdas de su guitarra o desviaba la mirada hacia cualquier otra parte del cuarto. Estaba esperando la canción que a ciencia cierta llegaría tarde o temprano y, cuando Jeff la propuso, se le aceleró el corazón.
En esta ocasión Brian tocaba su propia guitarra, una clásica Epiphone Riviera de sonido dulce y suave. Contempló la guitarra moldeada al cuerpo de Brian y se imaginó lo cálida que debía estar la caoba al contacto con su piel.
Mi vida es un río,
oscuro y profundo.
Noche tras noche el pasado
invade mis sueños…
Las palabras penetraban directamente en el corazón de Theresa. Mucho antes de que la canción llegara a la segunda estrofa, Brian y Theresa clavaron las miradas el uno en el otro.
Aquella noche se deslizó
en la oscuridad de mis sueños.
Deambulando de cuarto en cuarto,
encendiendo cada luz.
Su risa brota torrencial
y me maravilla, como siempre fue.
Señor, se desmorona la tristeza
y me agarró a su recuerdo.
Theresa bajó la vista hacia los labios de Brian, Le pareció que temblaron levemente al formar las siguientes palabras.
Dulces recuerdos…
Dulces recuerdos…
Brian cerró los labios cuando tarareó suavemente las últimas ocho notas de la canción, y Theresa no se dio cuenta de que Jeff se había callado, dejando que cantara a dúo con Brian.
Cuando el último acorde se apagó y reinó el silencio, Theresa percibió que todo el mundo estaba observándoles, procurando atisbar lo que estaba sucediendo entre ellos.
Jeff rompió el encantamiento.
– Bueno, tengo que hacer el equipaje -dijo, comenzando a guardar su guitarra en la funda-. Lo mejor será que lleve a Patricia a su casa. Mañana tenemos que salir de aquí a las ocho y media.
Patricia y Jeff partieron y poco después todos los demás se retiraron a sus respectivas habitaciones.
Theresa se quedó tumbada en la oscuridad sin poder conciliar el sueño. Los versos de la canción resonaban en su corazón… Noche tras noche el pasado invade mis sueños… Ahora sabía lo que era sentir un verdadero deseo. Hormigueaba en cada poro de su cuerpo, y todo era más tentador por el hecho de que él estaba acostado en el cuarto situado justo debajo del suyo, probablemente tan despierto como ella y por la misma causa. Pero el deseo y el abandono eran dos cosas diferentes, y en aquel momento Theresa no habría bajado las escaleras para acostarse con Brian en la casa de sus padres más de lo que lo hubiera hecho cuando tenía catorce años. Nunca podría tener una relación sexual con un hombre a menos que hubiera primero un compromiso pleno entre ellos.
Pero la sensación de hormigueo la invadió nuevamente cuando recordó los momentos que había pasado tumbada con Brian aquella mañana, sus caricias íntimas. Gimió, se puso boca abajo y se abrazó a una almohada. Pero pasaron algunas horas antes de que la venciera el sueño.
A la mañana siguiente compartieron el último desayuno, y luego hubo besos de despedida para Margaret y Willard, que se fueron a trabajar con lágrimas en los ojos.
Theresa era la encargada de llevarlos al aeropuerto, pero en esta ocasión Amy los acompañaría. Durante todo el camino, reinó en el coche una atmósfera triste y deprimida, como si el avión ya hubiera despegado. Por tácito acuerdo, Brian y Theresa habían ocupado el asiento delantero y, de vez en cuando, ésta sintió la mirada que tanto amaba clavada en ella.
En el aeropuerto cada uno llevó algo de equipaje. Lo pesaron y luego pasaron a una explanada verde a través del control de seguridad. El número de su puerta se vislumbraba delante de ellos pero, justo antes de llegar, Brian cogió a Theresa de la mano y la detuvo.
– Vosotros adelantaos. Ahora mismo os cogemos -les dijo a los otros.
Sin vacilar, la llevó a una zona solitaria en la que había varias filas de sillas azules que miraban a una pared de cristal. Cogió la guitarra que llevaba Theresa y la dejó en el suelo, junto a su petate, luego la llevó al único lugar discreto que había: un rincón junto a un enorme distribuidor automático. Puso las manos sobre los hombros de Theresa con expresión de dolor. La miró fijamente a la cara, como si estuviera memorizando cada uno de sus rasgos.
– Voy a echarte de menos, Theresa. Dios mío, no sabes cuánto.
– Yo también te echaré de menos. Ha sido maravilloso… yo…
Sintiéndose disgustada consigo misma, comenzó a llorar. Casi al mismo tiempo, se vio apoyada contra el duro pecho de Brian, que la envolvió en un abrazo apasionado y posesivo.
– Dímelo, Theresa, dímelo para que pueda recordarlo durante los próximos seis meses -le dijo al oído con voz ronca.
– Ha sido ma… maravilloso estar co… contigo.
Theresa se abrazó a él con todas sus fuerzas. Las lágrimas estaban empapándolo todo y había comenzado a sollozar. Brian buscó los tiernos labios de Theresa, que estaban entreabiertos. Ella alzó la cabeza para ser besada, fascinada por la fuerza maravillosa que solamente puede dar el primer amor… no importa a qué edad. Theresa saboreó la sal de sus propias lágrimas y percibió una vez más el aroma masculino que había llegado a reconocer tan bien durante las últimas dos semanas. Brian la balanceaba, y sus bocas eran incapaces de dar por acabada aquella despedida.
Cuando Brian levantó la cabeza por fin, rodeó el cuello de Theresa con ambas manos, acariciándola, observándola con expresión interrogante.
– ¿Me escribirás alguna vez?
– Sí.
Theresa cogió una de las manos de Brian y la apretó firmemente contra su rostro. Brian acarició con las yemas de los dedos sus párpados cerrados, antes de que Theresa bajase su mano para cubrirla de besos.
Por fin Theresa alzó la vista. Los ojos de Brian estaba llenos de dolor, de tanto dolor como ella misma sentía. Curiosamente, Theresa nunca había pensado que a los hombres les afectaran los sentimientos tanto como a las mujeres, pero a Brian parecía dolerle mucho tener que separarse de ella.
– De acuerdo. Nada de promesas. Nada de compromisos. Pero, cuando llegue junio…
Brian dejó que sus ojos dijeran el resto y luego la envolvió en un fuerte abrazo para un último y prolongado beso, durante el cual sus cuerpos experimentaron la ansiedad más intensa que habían sentido en toda su vida.
– Brian, tengo veinticinco años, y nunca había sentido nada parecido.
– Puedes dejar de recordarme que tienes dos años más que yo, porque no me importa lo más mínimo. Y, si te he hecho feliz, soy feliz. No lo olvides y no cambies en nada hasta junio. Quiero volver y encontrarte justo igual que estás ahora.
Theresa se puso de puntillas, incapaz de resistir el impulso de darle el último beso. Era la primera vez en su vida que besaba a un hombre en vez de al contrario. Luego puso la mano en su mejilla, echándose hacia atrás para contemplar el rostro que amaba y grabarlo en su memoria.
– Mándame una foto tuya.
Él asintió.
– Y tú haz lo mismo.
Ella asintió.
– Tienes que irte. Ya deben estar subiendo al avión.
No se equivocaba. Jeff estaba esperándolos con aspecto nervioso en una rampa. Observó los ojos enrojecidos de Theresa e intercambió una mirada de complicidad con Amy, pero ninguno de los dos dijo nada.
Jeff dio un abrazo a Theresa y Brian hizo otro tanto con Amy. Luego los dos se marcharon a toda prisa, y Theresa no sabía si echarse a llorar o regocijarse. Brian se había ido. Pero le había encontrado. ¡Por fin!
La casa parecía embrujada, como un teatro vacío. Él estaba en cada cuarto. Abajo, Theresa encontró su cama convertida de nuevo en un sofá y las sábanas esmeradamente dobladas sobre un montón de mantas y almohadas. Cogió una de las sábanas y la olió, buscando su aroma, apretándola contra su cara. Se dejó caer en el sofá y volvió a estallar en lágrimas. Se enjugó las lágrimas con la sábana y se abrazó a la almohada, hundiendo la cara en ella y preguntándose cómo pasaría los meses siguientes. Experimentaba el profundo sentimiento que parecía ser la verdadera medida del amor: la firme creencia de que nadie había amado tan intensamente antes, y de que nadie lo haría después.
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